Mercado teatral y cadena de valor. Raúl Santiago Algán

Mercado teatral y cadena de valor - Raúl Santiago Algán


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cuadro en su completitud. Surge entonces un nuevo rótulo denominado economía cultural que trae nuevos beneficios interpretativos sobre el anterior, puesto que está vinculado a las ideas de la teoría crítica, los estudios culturales británicos y la sociología de la cultura.

      Por ejemplo, si observamos la definición clásica de economía, la entendemos como la disciplina que “se ocupa de la manera en que se administran los recursos escasos, con el objeto de producir diversos bienes [y servicios] y distribuirlos para su consumo entre los miembros de una sociedad” (Mochón & Beker, 2008, p. 2). Así, los presupuestos de la economía clásica, como oferta, demanda, valor y costos, son aplicables al teatro entendido bajo la visión económica de la cultura. No obstante, creemos que esa visión nos es parcial en los tiempos que corren. Por eso proponemos reflexionar desde la mirada integradora de la economía cultural.

      El problema radica en el término cultura en sí mismo porque, como tal, es abordable desde diferentes miradas. Por ello, debemos recurrir a disciplinas preexistentes como la antropología, la política o la sociología para poder asir el tema. Siendo la economía una disciplina afín, nos proponemos abordar la idea de valor desde diferentes autores para dar cuenta de algunos intentos puntuales por analizar la cultura desde una óptica concreta. Planteamos esta vía de acceso ya que nos parece relevante hablar del valor y el potencial que la cultura aporta a la sociedad con relación al desarrollo de los estados.

      La cultura entendida desde un punto de vista económico también es definida y resignificada constantemente por su carga emotiva y su impacto en la economía global. Throsby (2001), además de definir cultura en el sentido mencionado, observa una acepción funcional más vinculada a la economía. Definición que abarca “ciertas actividades emprendidas por las personas, y los productos de dichas actividades, que tiene que ver con los aspectos intelectuales, morales y artísticos de la vida humana” (Throsby, 2001, p. 18). La cultura es interpretada como el resultado de un producto en el que se imprime una carga valorativa y simbólica. Dicha carga emotiva es plasmada por el hombre como canalizadora de un imaginario social. Ese individuo que materializa la cultura en un objeto concreto no deja de ser dependiente de la sociedad que habita, puesto que, desde Durkheim, la comunidad científica coincide en afirmar que la sociedad es anterior y externa al individuo y funciona como un todo que lo cohesiona y contiene en sus acciones.

      Entonces, ¿cómo generar un discurso cultural propio que sea además sustentable a nivel económico y pueda servir como integrador y motor del desarrollo local? Ahí creemos que se encuentra el ámbito de crecimiento de nuestro sector cultural como parte inherente de la economía regional con un desafío principal: deshacerse de la idea sesgada que ve la cultura como un gasto para entenderla como una inversión.

      Ahora bien, retomando el debate modernidad/posmodernidad del que hablamos antes, vemos que, en la primera, la cultura es entendida como una actividad no lucrativa mientras que en la segunda es concebida como una actividad con valor agregado. Desde una perspectiva latinoamericana, en el primer período “(…) los clásicos teóricos de la economía del siglo XIX –y también los pocos que hay en el siglo XVIII– [concibieron] la cultura, en tanto artes, como una actividad eminentemente improductiva, de disfrute, de ocupación del tiempo de ocio” (Getino, 2007, p. 69). Es decir que esta noción de la cultura como una actividad de valor simbólico no figuraba en la visión local de principios del siglo XX.

      Hoy, la cultura se materializa en los bienes artísticos que rápidamente se traducen en mercancía. Así, durante la década de los sesenta en Estados Unidos y Europa comienzan a surgir investigaciones sobre el impacto de la cultura en la economía. Getino (2007) describe:

      (...) el impacto directo: se estudia cuánto desembolsa el Estado en sueldos y servicios para poner en marcha una determinada actividad. (…) El impacto indirecto: de qué manera todo este dinero que el Estado brinda a la sociedad o a los que trabajan en esto, en sueldos y servicios, cómo esta plata revierte sobre la propia economía de la sociedad. (…) El impacto inducido: está relacionado con todo aquello a lo cual induce el evento mismo (atrae gente distinta, que es la que va a hacer el evento con todo lo que esto representa) (pp. 70-71).

      Entonces, observamos que el sector cultural ha sido abordado en su aspecto económico por autores como Getino (2007) o García Canclini (2002), que han intentado generar un discurso latinoamericano. Aquí nos encontramos con una de las principales limitaciones que nuestro sector enfrenta: la ausencia de políticas de Estado orientadas a su fortalecimiento y crecimiento con vistas a que sea sustentable.

      1.3. La idea de valor en la cultura

      A partir de lo mencionado antes, podemos establecer que la generación de una idea de valor sobre los bienes y servicios culturales implica, necesariamente, exceder la visión económica sobre ellos. Es decir, debemos ampliar la mirada y tener presente que existen otros ámbitos donde un bien cultural, a diferencia de cualquier otro, repercute y tiene impacto. Por ello, coincidimos con Throsby (2001, pp. 43-44) cuando plantea que existen seis elementos constituyentes del valor cultural. Estos son: valor estético (propiedad de belleza, armonía y forma); valor espiritual (vinculado a la comprensión, la ilustración y el conocimiento); valor social (aporta una conexión con los demás); valor histórico (refleja condiciones de vida y continuidad entre pasado y presente); valor simbólico (abarca el significado de la obra y lo que representa para el consumidor); valor de autenticidad (es decir, si es una obra de arte original y única). Surge de esta desagregación que hace el autor la multiplicidad de caras que tiene una obra de arte, dependiendo del ángulo desde el cual la miremos.

      Por su parte, Bonet (2007) aporta que “cuando hablamos del valor de una obra (…) entran en juego matices, aspectos, juicios, argumentos distintos” (p. 20), lo que refuerza la dificultad de construir valor apoyándonos solo en lo económico. No obstante, reconoce tres aspectos del valor vinculado a los bienes y servicios culturales. Por un lado, la existencia de un valor funcional que puede darse en términos de entretenimiento, decorativo o educativo; un segundo nivel, más potente, que es el valor simbólico que puede remitir a una cuestión patriótica, social o generacional y, por último, un valor emotivo mucho más potente que los anteriores (Bonet, 2007, p. 20).

      El último aporte que recogeremos en torno a la idea de valor proviene de Getino (2007), quien establece una diferencia entre el valor material y el valor intangible de los productos artísticos y culturales. “Cuando uno compra un libro (…) posiblemente está buscando los contenidos que lo van a entretener o van a servir a su desarrollo técnico, educativo o el que fuere” (Getino, 2007, p. 80). Es decir, un libro, para seguir el ejemplo que brinda el autor,


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