Manual de ética aplicada. Luca Valera

Manual de ética aplicada - Luca Valera


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podríamos removerlo fácilmente). Un precioso ejemplo de la literatura de dicho remordimiento por los delitos cumplidos es el Ricardo III de Shakespeare, en el Acto V, Escena III:

      ¡Calla, no ha sido más que un sueño! ¡Ah, conciencia cobarde, cómo me afliges! Las luces arden como llama azul. Ahora es plena medianoche. Frías gotas miedosas cubren mi carne temblorosa. ¿Qué temo? ¿A mí mismo? No hay nadie más aquí: Ricardo quiere a Ricardo; esto es, yo soy yo. ¿Hay aquí algún asesino? No; sí, yo lo soy. Entonces, huye. ¿Qué? ¿De mí mismo? Gran razón, ¿por qué? Para que no me vengue a mí mismo en mí mismo. Ay, me quiero a mí mismo. ¿Por qué? ¿Por algún bien que me haya hecho a mí mismo? ¡Ah, no! ¡Ay, más bien me odio a mí mismo por odiosas acciones cometidas por mí mismo! Soy un rufián: pero, miento, no lo soy. Loco, habla bien de ti mismo: loco, no adules. Mi conciencia tiene mil lenguas separadas y cada lengua da una declaración diversa, y cada declaración me condena por rufián. Perjurio, perjurio, en el más alto grado; crimen, grave crimen, en el más horrendo grado; todos los diversos pecados cometidos, todos ellos en todos los grados, se agolpan ante el tribunal gritando todos: ‘¡Culpable, culpable!’.

      • El “sentido de mérito” (o también “gratificación”) es el sentimiento opuesto al remordimiento, por el que sentimos que actuamos bien, nos congratulamos de haber logrado el resultado o el éxito esperado. Usualmente “expresamos esta experiencia a través de los términos ‘serenidad’, ‘tranquilidad’, ‘satisfacción’, ‘alegría’” (Vendemiati, 2008, p. 52). Y esto es justamente lo que podemos experimentar después de que, con mucha pena y sacrificio, hemos ganado “ser más nosotros mismos”. El sentimiento de gratificación es, entonces, la expresión de la recompensa después de un gran esfuerzo, de una retribución que no deja espacio para la tristeza, ya que ella misma implica la tranquilidad del ánimo. Un buen ejemplo de eso es el discurso de Sócrates en la Apología:

      ¿Qué merezco sufrir o pagar porque en mi vida no he tenido sosiego, y he abandonado las cosas de las que la mayoría se preocupa: los negocios, la hacienda familiar, los mandos militares, los discursos en la asamblea, cualquier magistratura, las alianzas y luchas de partidos que se producen en la ciudad, por considerar que en realidad soy demasiado honrado como para conservar la vida si me encaminaba a estas cosas? No iba donde no fuera de utilidad para vosotros o para mí, sino que me dirigía a hacer el mayor bien a cada uno en particular, según yo digo; […] Por consiguiente, ¿qué merezco que me pase por ser de este modo? Algo bueno, atenienses, si hay que proponer en verdad según el merecimiento. Y, además, un bien que sea adecuado para mí.

      Estas cuatro experiencias, entonces, son experiencias que nos muestran cómo intuitiva y espontáneamente juzgamos las acciones, tanto las nuestras como las de los demás. Implícitamente, estas cuatro experiencias destacan nuestra “humanidad”, es decir, nuestra capacidad de tomar distancia de algunos comportamientos y de desear imitar otros. Así lo señala Mayr (1998,

      p. 277):

      La diferencia entre un animal, que actúa por instinto, y un ser humano, que tiene la capacidad de tomar decisiones, constituye la línea de demarcación de la ética. Los sentimientos de culpa, mala conciencia, remordimiento, miedo, o bien de simpatía y gratificación, que generalmente acompañan a la realización de actos sometidos a valoración ética, demuestran la naturaleza consciente de la conducta humana.

      3. La necesidad de una sistematización en la ética. Los errores del emotivismo

      Todo lo dicho podría llevarnos a la conclusión de que efectivamente podemos quedarnos contentos con nuestras impresiones sobre nuestros actos y los de los otros, como si en última instancia fuera suficiente con el “dejarse provocar por lo que acontece”. Por otro lado, también podríamos pensar que, como cada acción conlleva un cierto sentimiento, ese mismo sentimiento representa ya la respuesta ética que necesitábamos. Por último, podríamos quizás considerar que el sentimiento, por el hecho mismo de ser el fruto de mi percepción sobre la acción dada, constituye por sí mismo un juicio de valor. Estos son tres errores muy comunes en el ámbito del debate sobre la ética, que excluyen toda posibilidad de reflexión racional sobre nuestras acciones.

      En particular, la última afirmación representa un enfoque ético –o, mejor dicho, extra-ético– muy común: el así llamado “emotivismo”: “El emotivismo es la doctrina según la cual los juicios de valor, y más específicamente los juicios morales, no son nada más que expresiones de preferencias, expresiones de actitudes o sentimientos, en la medida en que estos posean un carácter moral o valorativo” (MacIntyre, 2004, p. 23). El filósofo contemporáneo Alasdair MacIntyre, en su libro Tras la virtud, esboza bien los rasgos centrales de este paradigma, que parece caracterizado por cierta “arbitrariedad privada” (MacIntyre, 2004, p. 19): “Una de las tesis centrales del emotivismo es que no hay ni puede haber ninguna justificación racional válida para postular la existencia de normas morales impersonales y objetivas, y que en efecto no hay tales normas” (MacIntyre, 2004, p. 33).

      Se trata, como se ha dicho, de un enfoque extra-ético, ya que no juzga el contenido de los juicios morales personales en sí, sino que, por el solo hecho de ser la expresión de una preferencia o sentimiento, los aprueba. Lo que hace el emotivismo, en última instancia, es prescindir de la idea de juicios universales y racionalmente comprensibles, en favor de un pluralismo débil de visiones distintas e incompatibles sobre las elecciones humanas. Se genera, entonces, una incomunicabilidad de fondo en el ámbito del debate público sobre la ética: las “ganas” son el único lenguaje común que podemos expresar. En efecto, escribe MacIntyre (2004, p. 16):

      El rasgo más chocante del lenguaje moral contemporáneo es que gran parte de él se usa para expresar desacuerdos; y el rasgo más sorprendente de los debates en que esos desacuerdos se expresan es su carácter interminable. Con esto no me refiero a que dichos debates siguen y siguen y siguen […], sino a que por lo visto no pueden encontrar un término. Parece que no hay un modo racional de afianzar un acuerdo moral en nuestra cultura.

      Lo que perdemos, confiando solamente en las “ganas” o los intereses particulares, es justamente la posibilidad de que nuestras evaluaciones sean racionales, esto es, comprensibles para los demás. En definitiva, lo que se echa de menos es la posibilidad de que tengamos “buenas razones” para elegir esto u otro, para hacer esta cosa u otra más: “Si me falta cualquier buena razón que invocar contra ti, da la impresión de que no tengo ninguna buena razón. Parecerá, pues, que adopto mi postura como consecuencia de alguna decisión no racional” (MacIntyre, 2004, p. 19).

      4. ¿Será posible una ética?

      Hemos visto, hasta ahora, dos posibles enfoques éticos no satisfactorios, destacando la necesidad de recuperar –aunque solo eso no sea suficiente– nuestras percepciones morales inmediatas sobre nuestras acciones y las de los demás.

      En nuestro breve recorrido, hemos pasado de la búsqueda de una moral común, muy a menudo vacía e inaplicable a la vida cotidiana concreta, a quedarnos tranquilos con la imposibilidad de universalizabilidad (Hare, 1965) de nuestros juicios éticos, es decir, la imposibilidad de encontrar puntos de convergencia para evaluar las acciones.

      Parece, en lo que hemos visto, que no hay gran espacio para la ética en el debate público contemporáneo… ¿Tenemos que contentarnos con la idea de que es imposible la ética? Si fuese así, estaríamos de acuerdo con Harvey Dent cuando, en el famoso diálogo con Batman, en la película El caballero de la noche, sostiene que la ética no es necesaria y que basta con el azar:

      Batman: “No quieres hacerle daño al niño, Harvey”. Dent: “No se trata de lo que quiero hacer, ¡sino de lo que es justo! Tú creías que podíamos ser hombres decentes, ¡en tiempos indecentes! Pero te equivocabas… el mundo es cruel, la única ética en un mundo cruel es el azar… objetivo… imparcial… justo”6.

      Si efectivamente Harvey Dent estuviera en lo cierto –si el azar fuera el único criterio de juicio de nuestras acciones– tampoco tendría sentido una reflexión racional sobre nuestro quehacer. Nuestra apuesta, por el contrario, es que esta reflexión ética sobre la cotidianidad –que llamaremos “ética aplicada”– tiene algo que decirnos a todos nosotros y puede guiarnos “racionalmente”


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