Manual de ética aplicada. Luca Valera

Manual de ética aplicada - Luca Valera


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o la liberalidad, ejemplos predilectos para Aristóteles. Una persona valerosa se encuentra en el punto medio entre ser un temerario (un exceso) y un cobarde (un defecto). El individuo valiente –observa Aristóteles– “soporta y teme lo que debe y por el motivo debido, y en la manera y tiempo debidos…” (E.N. 1115b). En cuanto a la liberalidad (o generosidad, para usar un término más cercano a nosotros), la persona virtuosa sabrá cómo gastar su dinero y sus bienes; no es un derrochador que se empeña en gastarlo todo, pero tampoco un tacaño que conserva y no gasta.

      No debe pensarse, sin embargo, que buscar este término medio es como una especie de “mediocridad”, como si quisiéramos encontrar una suerte de equilibrio en el que no nos comprometemos con ninguno de los extremos. Todo lo contrario, desde el punto de vista moral, la virtud es un extremo, es lo mejor que una persona puede poseer. Una persona virtuosa es, pues, una persona excelente.

      En tercer lugar, y esto es clave dentro de la definición de virtud, se trata de un término medio que lo decide “el hombre prudente” (en griego, un phrónimon, palabra que se usaba para designar a un sabio). La virtud humana, entonces, no es un simple elegir entre un camino u otro, cualquiera sea, sino que se trata, realmente, de una elección correcta, fruto de la buena deliberación hecha por una persona prudente.

      2. Sabiduría práctica

      Con esto se entiende que la prudencia (en griego, phronesis) es una especie de virtud capital, la piedra angular sobre la que se articulan todas las otras virtudes. El individuo virtuoso, por lo tanto, reluce como el modelo sobre el cual se evalúa la rectitud moral de una acción. Rosalind Hursthouse llama a la prudencia “el equivalente a la virtud completa” (1999, p. 78), mientras que Aristóteles indica categóricamente que “no hay virtudes sin la prudencia” (E.N. 1144b 30) y es que gracias a la prudencia es que podemos escoger o identificar el término medio en cada ocasión. La prudencia es, pues, el núcleo que permite hablar de unidad de las virtudes.

      Los teóricos modernos definen a esta virtud como un tipo de “sabiduría práctica”, la cual permite al individuo “saber” lo que es correcto hacer en una determinada situación, teniendo presente la totalidad de su vida. Una persona prudente es aquella que tiene la experiencia suficiente para decidir, en la situación, lo que debe hacerse, siendo capaz de evaluar y jerarquizar cada uno de los elementos que se le presentan antes de tomar una decisión13. La filósofa Philippa Foot (2002) destaca el aspecto deliberativo que hay en la sabiduría del hombre prudente:

      Wisdom, as I see it, has two parts. In the first place the wise man knows the means to certain good ends; and secondly he knows how much particular ends are worth. Wisdom in its first part is relatively easy to understand. It seems that there are some ends belonging to human life in general rather than to particular skills such as medicine or boatbuilding, ends having to do with such matters as friendship, marriage, the bringing up of children, or the choice of ways of life; and it seems that knowledge of how to act well in these matters belongs to some people but not to others. We call those who have this knowledge wise, while those who do not have it are seen as lacking.

      Como se ve, el individuo prudente no es un individuo ordinario, que solo “sabe elegir”, sino que además sabe identificar ciertos “bienes generales que pertenecen a la vida humana”. Bienes que pertenecen a la “buena vida humana”. Si volvemos a nuestro ejemplo del inicio, el caso de Sócrates, podemos observar el uso de la sabiduría práctica en su decisión. En semejante circunstancia (dos días antes de morir), muchas personas optarían por fugarse si tienen la posibilidad, quizás motivados por un deseo irrefrenable de conservar la vida o por querer mantener los afectos de la familia. Sócrates, sin embargo, reflexionó sobre este punto y determinó que no siempre es correcto mantener la vida a toda costa, pues hay ocasiones, como aquella que se le presentó, en las que lo correcto es dar la propia vida para ser una persona excelente y, con ello, resguardar el bienestar común.

      3. ¿Por qué es importante el cultivo de virtudes? Virtud y eudaimonía

      Llegados a este punto, nos podríamos volver a preguntar ¿por qué deberíamos ser virtuosos? A fin de cuentas, ¿no es más ventajoso o más conveniente a veces actuar en contra de las virtudes? El sofista Trasímaco replica a Sócrates justamente esto: el injusto es más exitoso en la vida que el justo, ya que puede acaparar más beneficios y pasar por encima de aquellos que, ya sea por ingenuidad o por debilidad, no se atreven a hacerlo (Platón, República 343b). Desde el sentido común, la opinión de este sofista encuentra asidero, pues ser un escultor virtuoso puede ser muy beneficioso para encontrar trabajo, pero ¿ocurre lo mismo con ser honesto, generoso o compasivo? Muchas veces parece ser lo contrario: ser honesto o generoso podría incluso ser perjudicial, en contextos donde los demás no son ni honestos ni generosos. En efecto, la cortesía bien puede ser un impedimento si lo que nos conviene es saltarnos la fila del supermercado y la lealtad podría jugarnos en contra a la hora de competir por un puesto de trabajo o encontrar mejores clientes en la bolsa de valores. De acuerdo a estos ejemplos, quizá sea provechoso ejercitar las virtudes solo en el ámbito profesional (dentro del cual cabría entenderlas simplemente como destrezas), mas no procurar estas otras virtudes humanas como la generosidad o compasión ¿Por qué entonces los teóricos de la virtud insisten en que debiéramos cultivar todas las virtudes?

      Ya hemos anunciado parte de la respuesta a esta cuestión: desde la ética de la virtud hay una conexión inseparable entre el desarrollo de virtudes y la realización plena del ser humano. Ser virtuoso equivale a ser una persona íntegra, una persona realizada completamente, que ha alcanzado su plenitud en cuanto tal (un estado que los autores angloparlantes denominan flourishing, florecimiento). Las virtudes son indispensables para el florecimiento de las personas.

      Un individuo íntegro, es decir, realizado íntegramente, es alguien que hace el bien para sí mismo y para su comunidad. Los griegos entendían al hombre como un ser social (el mismo Aristóteles dirá que un hombre que no vive con otros es o un animal o un dios), lo que quiere decir que las virtudes siempre repercuten en el bienestar de los otros, en el bien común, que al mismo tiempo es el bien personal. Una persona que se preocupa solo por sí misma, como lo defiende el sofista Trasímaco, es alguien que, simplemente, está negando una parte importante de su naturaleza.

      La realización del ser humano es algo que siempre ha inquietado a las personas y especialmente a los filósofos, quienes intentaron definirla y ver si era posible alcanzarla. Los griegos llamaron a esto eudaimonía y la entendieron como aquella condición de plenitud o realización personal. Nosotros hoy la llamamos felicidad y seguimos considerándola como el bien o fin último de la vida humana14. Para Aristóteles, esta eudaimonía es el fin (la meta) de la vida humana, aquello que todos, por igual, deseamos alcanzar. De hecho, parece que, si no suponemos la existencia de este fin, todos nuestros deseos parecen ser vanos, carentes de sentido. Como muy bien observa el filósofo, la felicidad es el objetivo necesario a donde van a parar todas las motivaciones de nuestra vida:

      Volviendo a nuestro tema, puesto que todo conocimiento y toda elección tienden a algún bien, digamos cuál es aquel a que la política aspira y cuál es el supremo entre todos los bienes que pueden realizarse. Casi todo el mundo está de acuerdo en cuanto a su nombre, pues tanto la multitud como los refinados dicen que es la felicidad, y admiten que vivir bien y obrar bien es lo mismo que ser feliz. Pero acerca de qué es la felicidad, dudan y no lo explican del mismo modo el vulgo y los sabios. (E.N. 1095a 14-20)

      Pareciera que la opinión es unánime: la felicidad es el sumo bien de nuestra vida, al cual todos, por naturaleza, estamos orientados. El punto de controversia, más bien, es que no logramos ponernos de acuerdo en qué es esta felicidad o cómo la obtenemos. Para algunos, la felicidad está en el placer; para otros, en las riquezas o en el éxito material, o bien en la salud y la tranquilidad, como si fuese una especie de paz interna. Actualmente, las reflexiones acerca de la felicidad tienden a ser desestimadas por las personas, porque esta nos parece una idea demasiado “subjetiva” como para ser abordada con seriedad.

      Desde la ética de la virtud, sin embargo, esta cuestión se resuelve apelando, precisamente, a las virtudes, que aparecen como aquellos rasgos necesarios para la eudaimonía (Hurtshouse, 1999). De ahí que se diga que la ética de la virtud es una ética “eudaimonista”, esto es, una ética que coloca la felicidad


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