Asesinas por el puñal o el veneno. Juliette Benzoni

Asesinas por el puñal o el veneno - Juliette Benzoni


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trágico encuentro frente a frente con su espejo de plata pulida, Lu comprendió que, si algún día la mirada del emperador se posaba sobre esa hechicera, ella estaría perdida. Debería retirarse voluntariamente a algún convento de la montaña, usando el lino blanco del duelo, si no quería que su vida se acortara por la acción de algún veneno oculto.

      Desde ese terrible momento, buscó una manera de alejar de sí misma ese peligro mortal. Sin saberlo, el mensajero le había llevado la respuesta que buscaba en vano desde hacía varias noches. Por eso no gritó ni lloró ni llamó al verdugo. Por eso, mientras bordeaba el río Wei, la emperatriz Lu sonreía…

      –Hace demasiado tiempo que eres mío –murmuró dirigiéndose a un invisible Liu Bang–. Nunca permitiré que te alejes de mí… ¡aunque tenga que matarte con mis propias manos!

      Treinta años antes, cuando Liu Bang y Lu tenían veinte años (eran casi de la misma edad), pensaban que la vida solo les ofrecía los campos y las cabañas de juncos de sus padres. Eran jóvenes, vigorosos, bellos a su modo rústico, y sobre todo, se amaban. Los habían casado sin problemas, en su provincia de Jiangsu, cerca del río inmenso cuyos favores y furores regían la vida de todos.

      Aunque Liu Bang no era más que un campesino analfabeto, era un hombre inteligente, valeroso, ávido de poder y desprovisto de escrúpulos. Le gustaba beber y frecuentaba las hosterías de la ciudad, a las que llegaban las noticias. Fue así como una noche, en la posada de la viuda Wang, se enteró de que, para un hombre ambicioso, los conflictos en los que se debatía China constituían un maravilloso terreno de acción. Por otra parte, aquella noche, se había quedado dormido después de beber, y cuando despertó, la viuda Wang le juró que había visto planear un dragón sobre él mientras dormía.

      –Es el presagio de un gran destino –le dijo–. Llegarás muy lejos, Liu Bang… ¡siempre que bebas un poco menos!

      Liu Bang creyó en la visión de la anciana y decidió de inmediato llevar a cabo un plan grandioso: conseguir un reino. En realidad, esa clase de corona estaba al alcance del mejor postor. Qin Shi Huang, el césar chino, el emperador inflexible, tras recoger los restos del poder caído de las débiles manos de los últimos Chu convertidos en emperadores perezosos, había reunido a China bajo su puño de hierro, perseguido a los intelectuales y construido la Gran Muralla, pero luego su poder absoluto se diluyó. Tras su muerte, no apareció ningún hombre fuerte; su sucesor, un adolescente incapaz, se suicidó tres años más tarde. El país volvió a caer en una terrible anarquía y los jefes de los ejércitos se disputaban con violencia las provincias.

      Liu Bang abandonó su vida de campesino y empezó a servir en la policía de su circunscripción rural. Era un trabajo sin gloria, pero que ofrecía posibilidades. Un día en el que se encargaba de llevar a la ciudad una columna de condenados, encadenados y con la canga al cuello, se detuvo con todos esos hombres miserables en un bosque y pronunció un discurso que no había necesitado preparar: ¿preferían llegar hasta el final del viaje o dirigirse con él a las montañas para ocultarse en las cavernas, formar una banda valiente e ir en busca de aventuras?

      Los condenados, que hasta ese momento solo tenían la perspectiva de ser descuartizados vivos o arrojados dentro de aceite hirviendo, no dudaron ni un segundo: de inmediato le juraron fidelidad a su benefactor y cumplieron su palabra. Dijo un poeta: “Entonces Liu Bang roció con sangre su tambor y adoptó el rojo como emblema de sus estandartes”.

      Como era inteligente y comprendía a la gente de la tierra, su tropa creció rápidamente y, en 208, consiguió una especie de reino en el principado de Han, que tomó bajo su “protección”. A partir de ese momento podía aspirar a la sucesión del césar chino.

      Pero entre la corona imperial y el ambicioso campesino existía un inmenso obstáculo, desde todo punto de vista: Xiang Yu, rey de Si-Chu, un coloso de una gran valentía, pero cruel, lujurioso y con poco cerebro. Lamentablemente, a pesar de todo esto, Xiang Yu sabía combatir y Liu Bang, que había podido conquistar la provincia imperial du Chen-Si y lograr allí cierta popularidad, debió batirse en retirada frente a las hordas de su rival, que devastaron la región.

      Xiang Yu llegó a tomar prisionero al padre de su adversario y amenazó con hacer hervir al anciano si su hijo no se sometía. Proferir una amenaza tan terrible era no conocer en absoluto el carácter de Liu Bang. Con un tono despreocupado le mandó responder al gigante: “Xiang Yu y yo hemos sido hermanos de armas –en efecto, en sus comienzos, los dos jefes se habían unido contra otros generales–. Por lo tanto, mi padre se convirtió en el suyo. Si realmente quiere hacer hervir a nuestro padre, ¡que no olvide reservarme, al menos, una taza de caldo!”.

      Semejante sangre fría sorprendió tanto a Xiang Yu que, por un temor supersticioso, liberó al anciano sin siquiera pedir rescate. Naturalmente, Liu Bang se alegró por volver a ver a su padre, pero no perdonó a Xiang Yu y decidió hacerle pagar su acción. Lo persiguió con todo su ejército y logró arrinconarlo contra el río Wei. Xiang Yu mostró una gran valentía, atravesó varias veces las filas enemigas con su caballería y mató con sus manos a uno de los lugartenientes de Liu Bang, pero recibió diez sablazos y se vio rodeado por fuerzas muy superiores. Al ver a Liu Bang, sacó su puñal.

      –¡Sé que le has puesto precio a mi cabeza! –le gritó–. ¡Aquí la tienes! ¡Tómala!

      Y se cortó la garganta.

      Desde entonces, Liu Bang ya no tuvo rivales. La corona imperial se ofreció a él junto con Chen-Si y la hermosa ciudad de Chang Ngan. Tomó ambas en 206. Lu se convirtió en emperatriz y mostró por ello más alegría y orgullo que su marido, pues nadie se maravilló menos ante su fortuna que este fundador de una dinastía.

      Los comienzos fueron difíciles: para recompensar a los otros jefes que lo habían ayudado a subir al trono, tuvo que otorgarles grandes feudos y aparentar restablecer para ellos el régimen feudal que había destruido el emperador Qin Shi Huang. Pero, con su astucia de campesino, lo que daba con una mano lo quitaba con la otra y usó cualquier pretexto para ubicar a esos príncipes locales como simples prefectos. Llegó a domesticar a su nobleza hasta convertirla en una nobleza cortesana, sin consistencia ni poder.

      Casarse con la encantadora Mei, miembro de esa nobleza, le aseguraría el dominio.

      El mensajero volvió a partir al día siguiente, pero la alegría que había experimentado por permanecer vivo sufrió un singular eclipse. En efecto, no lo enviaron de vuelta hacia el emperador, sino hacia el enemigo. Debía llevarle al Chen Yu mongol el famoso retrato de Mei, diciendo que le entregaría a la joven si él dejaba de sitiar el lugar en el que estaba cautivo Liu Bang. El pobre mensajero estaba convencido de que el bárbaro lo cortaría en pedazos, aunque solo fuera para enseñarle a no burlarse de él: ¿cómo le ofrecían una muchacha cuando él esperaba tener a un emperador?

      Pero Lu tenía razón: la belleza de Mei hechizaba y cautivaba a los hombres. El mongol, seducido, aceptó el trato. En cuanto le entregaron a la princesa china, levantó el sitio. Durante mucho tiempo, los poetas lamentaron la suerte de la “pobre perdiz china” entregada en matrimonio al “gavilán salvaje del Norte”, pero Liu Bang se reencontró con su capital y su palacio de las orillas del Wei.

      También se reencontró con su esposa. Para la primera entrevista, Lu debió apelar a todo su valor. ¿Cómo tomó Liu Bang el sacrificio de esa mujer? Cuando ella llegó, con las manos juntas sobre su pecho, para inclinarse humildemente ante él, según la costumbre, el emperador la recibió con una sonrisa burlona.

      –¡Tú eres mi esposa! ¡Tu astucia fue digna de mí! Has alejado a los xiongnu, que regresaron a sus desiertos sin que eso nos costara un solo hombre.

      Y la paz se restableció, por un tiempo, en la pareja imperial. Por desgracia, el gusto de Liu Bang por las muchachas bonitas era cada vez más pronunciado. A medida que envejecía, le resultaba más irresistible la juventud. Un día se enamoró de una concubina, una joven de los países del sur, que los eunucos habían llevado a su harén. Qi no pertenecía a una familia noble, pero era muy bella, y la pasión del maduro emperador fue aún mayor cuando, nueve meses después, Qi dio a luz un varón, al que llamaron Ruyi.

      Al principio,


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