Asesinas por el puñal o el veneno. Juliette Benzoni

Asesinas por el puñal o el veneno - Juliette Benzoni


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detenidos: encerraron a Locusta en una prisión, decapitaron a Lépido y embarcaron a Agripina, guardando todas las formas del respeto debido a su rango, hacia las islas Pónticas, con su pequeño Nerón.

      Al verse relegada de ese modo, su cólera fue terrible. Mientras la galera que la conducía se alejaba del puerto de Ostia, gritó hacia el cielo estrellado:

      –No ganarás siempre, Calígula. ¡Volveré!

      Volvió, en efecto, algunos meses más tarde, pero Calígula ya no estaba allí para recibir a su hermana con honores. Un conspirador más discreto, Casio Querea, un simple pretoriano, lo había apuñalado en los pasillos de un teatro. ¡Ese hombre sabía, evidentemente, que, si se quería lograr algo, nada mejor que una acción solitaria y rápida!

      Muerto Calígula, Agripina y su hijo regresaron con satisfacción a su residencia del Aventino, donde ella debió enfrentar de inmediato nuevos problemas. La muerte de Calígula solo la había librado de un enemigo mortal. Pero un nuevo emperador ocupaba ahora el trono de Roma. ¡Había que volver a empezar!

      Claudio, el nuevo césar, era el tío de Agripina y todos decían que era un hombre simple e ingenuo. Se rumoreaba que habían tenido que sacarlo de detrás de una cortina, donde se había escondido, temblando, para llevarlo por la fuerza hasta el trono imperial. Aparte de esto, era un hombre dulce, tranquilo, culto, gran amante de mujeres hermosas… y mucho menos tonto de lo que parecía. En realidad, toda su vida, Claudio interpretó la comedia del inocente sin peligro: esto le permitió pasar a través de todos los golpes de Estado y mantenerse con vida, a la que debía de amar mucho, tomando en cuenta que ya tenía más de cincuenta años.

      También amaba a su esposa Mesalina, que tenía treinta y cinco años menos que él y era dueña de una belleza perversa. Dotada de un temperamento que se hizo famoso, Mesalina manejaba a su esposo como si fuera un alegre perrito… y detestaba a Agripina, en quien veía instintivamente a una enemiga. Mesalina era un animalito sensual, pero reaccionaba frente al peligro como una fiera. Odiaba ver a la bella viuda recorrer las salas del Palatino y desempeñar el papel de sobrina cariñosa con Claudio. Por otra parte, Agripina era bastante hermosa como para despertar el deseo de Claudio, y Mesalina conocía su falta de escrúpulos. Que Claudio fuera su tío no le impediría a Agripina entrar a su cama y expulsar de allí a Mesalina. Por eso, un decreto imperial le hizo saber a la joven que sería una persona indeseable en el palacio mientras no eligiera un nuevo marido. Agripina debía casarse: de lo contrario tendría que mantenerse lejos.

      ¿Casarse? A decir verdad, Agripina ya lo había pensado. Su posición de viuda le pesaba un poco, porque era una situación falsa e incómoda. Un hombre rico, poderoso y de una familia importante siempre constituía una protección, mientras que la malignidad púbica se ensañaba fácilmente contra una pobre viuda indefensa. Solo que Agripina era difícil…

      Por un momento, había pensado en el riquísimo viudo que era Galba, pero este había tenido la desafortunada idea de conservar en su casa a la madre de su difunta esposa y esa mujer gruñona siempre estaba en guardia. Agripina lo había experimentado cuando un día fue inocentemente a hacerle una visita amistosa a Galba y la mujer la echó de la casa en un ataque de furia.

      –¡Ve a llevar a otro lado tus sonrisas y tus suspiros, Agripina! –le había dicho sin reparos–. ¡Galba no es para ti! La viuda de Enobarbo no es lo que él necesita. ¡Vete!

      Agripina se fue, pero incluyó de inmediato a la anciana Julia en su lista negra. ¡Esa mujer no duraría mucho cuando se cumpliera la profecía de Locusta!

      En esa época, llegó el famoso orador Pasieno a rendirle tímidamente homenaje a la sobrina de Claudio. La admiraba desde hacía mucho tiempo y conocía las exigencias de Mesalina. ¿Se dignaría Agripina a aceptarlo como esposo? Él ponía a sus pies su nombre, su amor y su fortuna.

      Esa fortuna no era desdeñable. De hecho, Pasieno era quizás el hombre más rico de Roma después del emperador. Agripina, que ya no poseía demasiados bienes de Enobarbo, pensó que sería un marido muy aceptable.

      –Siempre admiré tu talento, Pasieno –le dijo con una sonrisa alentadora–. Y tú tendrás en mí a una esposa fiel y obediente.

      Pasieno no pedía tanto. Cayó de rodillas y, al salir, corrió a hacer encender las antorchas del himeneo. Algunos días más tarde, Agripina ofreció en su nuevo palacio una fiesta deslumbrante, a la que invitó a su tío “y a su buena tía”, solo para ver qué cara pondría Mesalina al ver las joyas con las que la había cubierto Pasieno.

      Lamentablemente, su matrimonio con Pasieno y la satisfacción de ser la mujer más rica de Roma no le bastaron. En primer lugar, no tardó demasiado en considerar que su esposo era insuficiente. Era una excelente persona y un orador dotado de un gran talento, pero tenía el mal gusto de mostrarse demasiado satisfecho con su destino y no quería hacer el menor cambio.

      –¿Qué más podríamos desear? –solía decirle tiernamente a su esposa–. Lo tenemos todo: amor, fortuna, fama, y además, tú eres la más bella de las mujeres.

      Era indudablemente halagador, pero Agripina deseaba mucho más. Estaba la corona, esa famosa corona que la obsesionaba y que aspiraba a poner sobre su cabeza.

      Mataba el tiempo haciendo vigilar a Mesalina. Su intuición femenina le decía que, tarde o temprano, la bella y volcánica emperatriz haría algo que la perdería. Se rumoreaba que a veces, por las noches, se dirigía, oculta bajo un grueso manto y con peluca, al barrio dudoso de Suburra para entregarse a la prostitución con los gladiadores y los estibadores del Tíber. Agripina estaba convencida de que llegaría su hora cuando Mesalina cometiera su última locura.

      Mientras tanto, se ocupaba de la educación de su hijo y lo menos que se puede decir es que el pequeño Nerón no tenía una vida fácil con semejante madre. Ella exigía que superara en todo al hijo de Mesalina, Británico, ¡y eso no era sencillo! Nerón, que amaba la poesía y la música, era forzado a interminables sesiones de gimnasia, largas cabalgatas a galope tendido y un entrenamiento de campeón olímpico, solo para su madre tuviera el placer de asistir a sus victorias sobre su joven rival.

      –El trato con los poetas y contigo me bastaría ampliamente –le confesó a su preceptor, el filósofo Séneca–. ¿Por qué le interesa tanto a mi madre que supere a mi primo?

      –¡Porque espera verte un día en el trono de Roma! –le contestó Séneca, que conocía la secreta ambición de Agripina–. Para eso, es preciso que tú seas el más fuerte.

      –¡Qué ridículo! ¡El día que yo sea emperador, nadie se atreverá a medirse conmigo!

      –Eso es cierto. Pero, mientras tanto, tendrás que superar varios obstáculos. Por eso, debes estar listo.

      Ese era un lenguaje que Nerón podía entender y, un poco menos angustiado, volvía a lanzar la jabalina o el disco hasta el agotamiento, para sumergirse luego, como siempre, en sus amados poetas griegos.

      Alrededor del año 48, Mesalina empezó a actuar en la forma que su rival esperaba desde hacía tanto tiempo. La emperatriz estaba enamorada desde hacía mucho tiempo de Cayo Silio, el más bello de los romanos, pero, como el hombre estaba lejos, ese amor no tenía consecuencias. Cuando Cayo Silio regresó, Mesalina dejó de luchar contra la violenta atracción que él le inspiraba y pronto, toda Roma, menos Claudio, supo que la augusta era la amante del apuesto Cayo. La pasión de la joven era tan intensa que hizo sacar del palacio imperial los muebles y las más valiosas obras de arte para adornar la vivienda de su amado.

      –Decididamente, está muy enamorada de ese hombre –le contó a Agripina el todopoderoso liberto Narciso, testigo cotidiano de esos traslados.

      Mesalina había cometido el error de enemistarse con ese hombre de una terrible inteligencia y un odio tenaz, mientras que la astuta Agripina lo convirtió en uno de sus comensales habituales.

      –¿Y el césar no dice nada? ¿Lo acepta?

      Narciso se encogió de hombros.

      –¡Está loco por ella! Lo obsesiona. Nunca vi que un hombre fuera esclavo de una mujer hasta


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