Asesinas por el puñal o el veneno. Juliette Benzoni

Asesinas por el puñal o el veneno - Juliette Benzoni


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allí, y también Aniceto. Los dos cómplices inventaron una falsa conspiración, supuestamente encabezada por Agripina. Y Nerón firmó sin chistar la condena a muerte de su madre. A partir de ese momento, Aniceto tenía las manos libres.

      Cuando el marino y sus hombres llegaron a la casa de campo de Baule, ningún sirviente les impidió la entrada. Todos habían huido porque les había llegado la noticia de la ira del emperador y del trágico destino que le reservaba a su madre. Hasta el esclavo preferido de Agripina, que siempre estaba a su lado, había huido.

      En su habitación, la emperatriz estaba sola, acostada, porque había sufrido algunas heridas en el accidente de la galera. Al reconocer a Aniceto, palideció, pero intentó controlarse.

      –¿Vienes de parte de mi hijo para llevarle mis noticias? En ese caso, puedes decirle que estoy mejor.

      Por toda respuesta, Aniceto sacó su gladio. Los soldados hicieron lo mismo. Entonces, Agripina miró a todos esos hombres, uno por uno, y en sus ojos leyó su muerte. Luego, su mirada se dirigió a Aniceto y con una terrible expresión de dolor y de desprecio, apartó sus sábanas y le dijo:

      –¡Hiéreme en el vientre! ¡Merece un castigo por haber llevado en su interior a Nerón!

      Un minuto después, Agripina expiraba, cubierta de heridas.

      La basilisa

      (956)

      La taberna de Crátero, el laconio, estaba situada en la parte más miserable del barrio Zeugma, en Bizancio, cerca del acueducto de Valente, pero su negocio iba bien. Seguramente Crátero era tan ladrón como los demás taberneros de la ciudad, pero su vino griego era bueno y su hija, Anastasia, una verdadera maravilla. La palabra no es demasiado fuerte: la muchacha tenía apenas dieciséis años, una piel dorada, más lisa que mármol bien pulido, enormes ojos verdes rasgados, labios rojos y carnosos, siempre entreabiertos, que eran una permanente invitación al beso, y un cuerpo que podía despertar los celos de la propia Afrodita. Además, de cada uno de sus gestos emanaba una gracia sensual a la que ninguno de los que se le acercaban podía sustraerse. Por eso, Crátero, prudente y calculador, no mostraba a menudo a la bella adolescente. Aunque todas las noches se reunían en su taberna muchos clientes, muy pocos tenían el privilegio de que les sirviera Anastasia. Su padre la reservaba para algún hombre adinerado dispuesto a pagar por ese esplendor su precio real, es decir, muy caro.

      Una noche, Crátero se disgustó al ver entrar a un grupo de hombres, porque se disponía a cerrar, pero el aspecto de los recién llegados le hizo cambiar de opinión. Eran cinco y estaban envueltos en gruesos abrigos negros, pero el tabernero vio que debajo brillaba el oro. Fue a limpiar su mejor mesa y les preguntó:

      –Nobles señores, ¿qué puedo servirles?

      Uno de los hombres, que mostraba un rostro duro bajo la capucha de su abrigo, contestó con arrogancia:

      –Tu mejor vino… ¡servido por la muchacha más bella de tu taberna!

      –Enseguida, señor.

      Crátero corrió a buscar el vino, pero, al llegar frente a la pequeña puerta que llevaba la bodega, se detuvo, pensativo. Esos hombres parecían ricos y su actitud mostraba a las claras que pertenecían a la nobleza. Muchos nobles iban a embriagarse a su taberna. ¿Estos serían dignos de que fuera a despertar a Anastasia? ¿Cómo saber si eran esa clase de señores de alcurnia a los que deseaba mostrar a su adorable hija? Oculto detrás de las tablas de cedro mal ensambladas, observó a sus clientes…

      De pronto, su rostro ladino enrojeció de emoción y se frotó los ojos para asegurarse de que no soñaba. Sentados a la mesa, los cinco hombres habían dejado caer sus capuchas. Reconoció al más joven, el que ocupaba el centro de la mesa, por haberlo visto recientemente en una carrera de carruajes en el hipódromo.

      Sin vacilar, llamó a su ayudante, le ordenó que sacara un gran recipiente de su mejor vino de Chipre y subió hasta la habitación de su hija. Anastasia dormía profundamente, pero la sacudió con energía.

      –¡Rápido! ¡Levántate y ponte tu mejor túnica! ¡El hijo del emperador está aquí!

      Anastasia abrió grandes los ojos adormilados y gruñó:

      –¿El hijo del emperador? ¡Estás loco, padre! ¡Otra vez bebiste demasiado!

      –¡Si no te despiertas al instante, voy a buscar el látigo! Sé lo que digo, y digo que el príncipe Romano está abajo y pidió vino, servido por la muchacha más bella de la casa.

      Esta vez, Anastasia entendió y ya no dudó. Se levantó rápidamente, corrió a abrir un baúl y sacó el único vestido de seda que tenía. Se lo estaba poniendo cuando se oyó un gran alboroto proveniente del piso inferior. Crátero se precipitó a la escalera.

      –¡Se están impacientando! –le gritó a su hija–. Tienes un minuto para bajar. Si no, te curtiré la piel de tal manera que no te quedarán deseos de gustarle a nadie.

      Abajo, en efecto, los visitantes se impacientaban y se aprestaban a irse. Crátero, deshaciéndose en sonrisas, les dijo:

      –Pensé que solo mi hija era digna de servir a sus señorías y fui a despertarla. Perdonen esta demora de una joven… ¡La coquetería!

      Como por arte de magia, el tumulto se serenó y el tabernero sorprendió la mirada que intercambiaron el príncipe y el hombre que había hablado en primer lugar. Se alegró, convencido de no haberse equivocado: seguramente habían oído hablar de su hija.

      Un minuto más tarde, apareció Anastasia y los visitantes olvidaron a su padre. Lenta, graciosa, con un cántaro de vino al hombro y copas en la mano izquierda, avanzó hacia ellos con una sonrisa. De pronto, se hizo un silencio en la taberna: todos los hombres presentes contuvieron el aliento, pues jamás habían visto una muchacha tan bella. La fina tela de su túnica seguía las curvas de su cuerpo, sus ojos del color del mar brillaban bajo la masa reluciente y negra de los cabellos que caían en gruesos bucles más allá de su cintura, acariciando sus hombros desnudos.

      Casi sin darse cuenta, petrificado ante tanta belleza, el príncipe se puso de pie y apoyó las dos manos sobre la madera rugosa de la mesa, mientras la miraba acercarse. Por su parte, Anastasia lo devoraba con sus ojos, agradablemente sorprendida al ver a ese hermoso joven que apenas tendría dieciocho años. Alto, ancho de hombros, erguido como un ciprés, tenía magníficos ojos negros, una piel fresca y rasgos regulares. Todo su aspecto proclamaba a un joven acostumbrado desde siempre a los ejercicios violentos: seducida, Anastasia quiso gustarle.

      No tardó en comprender que lo había logrado. Mientras colocaba los vasos sobre la mesa y servía el vino, sentía la obstinada mirada del joven sobre ella. Le sonrió tímidamente y se disponía a retirarse cuando él la retuvo tomándole el brazo con su mano. Le preguntó:

      –¿Cómo te llamas?

      –Anastasia, señor.

      –¡Eres muy bella, Anastasia!

      –¡Y tú, señor, eres muy bueno!

      Eso fue todo. La joven se alejó tan lentamente como había entrado y, mientras estuvo visible, el joven Romano la siguió con la mirada. Luego se volvió hacia uno de sus compañeros:

      –Tenías razón, Teodoro. Es Afrodita y Artemisa en una sola mujer. ¡Nunca más podré olvidarla!

      De inmediato, el eunuco Teodoro, preceptor del príncipe, le preguntó:

      –¿Qué ordenas, señor? Di una palabra y la raptaremos esta misma noche. Dentro de una hora, estará en tu lecho…

      Pero Romano meneó la cabeza:

      –No. No es así como la quiero. Tengo una idea mejor. ¡Ven! ¡Salgamos!

      Abandonaron la taberna de inmediato, mientras Crátero contaba el oro de la bolsa que, al irse, Teodoro, con un gesto indiferente, le había arrojado.

      Algunos días más tarde, los mensajeros del emperador Constantino VII salieron del palacio sagrado y partieron


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