Asesinas por el puñal o el veneno. Juliette Benzoni
sus últimas voluntades, que eran muy sencillas: todo debía permanecer en el orden existente y, entre otras cosas, quedó especificado que se mantendría en el mando al general de los ejércitos de Asia, Nicéforo Focas.
Focas no era un hombre común. En el momento de la muerte de Romano era quizás el hombre más popular del imperio. Pertenecía a una ilustre familia de Capadocia y, como el último representante de una larga estirpe de grandes soldados, se mostraba digno de su linaje. Su extraordinario renombre se cimentaba en brillantes victorias. Había reconquistado Creta, perdida hacía más de un siglo a manos de los árabes, recuperó Cilicia y acababa de tomar por asalto la enorme ciudadela de Alepo. Además, era el ídolo de sus soldados. Pero, físicamente, no era un Adonis: bajo y bastante grueso, tenía piernas cortas y musculosas y largos cabellos raleados y retintos. La nariz aguileña, la barba que ya encanecía y los ojos negros, hundidos bajo espesas cejas, lo convertían en un personaje quizá temible, pero nada atractivo.
Teófano, que lo había visto después de su campaña de Creta, cuando había regresado a Bizancio para recibir los honores del triunfo, conservaba el recuerdo de un hombre feo pero impresionante, un verdadero jefe en todo caso, y pensó en él cuando las cosas empezaron a deteriorarse entre ella y Bringas. En cuanto enterraron a Romano II, el eunuco empezó a hablar como si fuera el amo, redujo el tren de vida de la basilisa y la alejó de sus dos hijos, proclamados emperadores asociados. Pero Teófano, que ahora era regente, pretendía ejercer un poder absoluto.
No había pasado un mes cuando empezó a pensar en la manera de deshacerse de ese molesto personaje. No era fácil: Bringas disponía de todas las fuerzas policiales de la ciudad y también de las tropas estacionadas en Bizancio y en ese lado del estrecho. Solo un hombre que manejara una poderosa fuerza armada podía enfrentar su poder. Teófano decidió aliarse con ese hombre. Una noche hizo ir en secreto a sus aposentos a uno de sus escribas, Marianos.
–Irás al campamento de Tzamandos. Verás a Focas y le dirás que venga tan pronto como pueda. Mi destino y el de los jóvenes soberanos están en sus manos.
Mientras hablaba, lanzaba a un gran espejo de plata pulida, enmarcado en oro, una mirada que expresaba claramente sus intenciones. Marianos frunció el ceño.
–Te equivocas, mi ama, si cuentas con tu atractivo para seducir a Focas. Es un hombre devoto y un místico. Desde la muerte de su esposa y de su único hijo, hizo votos de castidad. Vive como un asceta. Su mejor amigo es el abate Atanasio, que construyó un monasterio en el monte Athos, y dicen que Focas ha reservado allí una celda. Los honores del mundo lo tientan tan poco como la belleza de las mujeres. Solo desea la santidad y…
Con un gesto furioso, Teófano le mostró la puerta.
–¡Maldito charlatán! ¿Quién te pidió que dieras todo ese discurso que no me interesa en absoluto? Te dije que hicieras venir aquí a Focas: no me importan sus votos.
Marianos no insistió y cumplió su misión con corrección y rapidez. Algunos días más tarde, Nicéforo Focas desembarcó en el puerto imperial de Bucoleón: la multitud lo ovacionó y lo llevó en triunfo hasta las escalinatas del palacio sagrado. Allí, en la gran sala del trono, muy parecida a una capilla, los dos jóvenes emperadores, sentados en su fantástico trono de oro, en el fondo de un ábside donde se veía la imagen inmensa del Cristo Pantocrátor, recibieron con la mayor seriedad, con todas las reglas del ceremonial, al general victorioso. Pero a la noche, tarde, se abrió secretamente para Nicéforo Focas el apartamento de Teófano.
El secreto de esa entrevista fue bien guardado y nadie pudo saber qué se dijeron la encantadora basilisa y el general. Pero al día siguiente todos comprendieron en la corte que algo había pasado, porque, a partir de entonces, Teófano no tuvo un admirador más fiel y apasionado que Focas. Este, olvidando sus votos, como lo había previsto la bella mujer, se enamoró perdidamente de ella y solo pensó en algo muy distinto a la celda del monte Athos: poseer, él solo, a esa maravilla. Ella tenía veintidós años y él, cincuenta y uno, pero la deseaba con toda la intensidad de una pasión tardía.
El primero en enterarse de esa pasión fue, por supuesto, Bringas. No hace falta decir que esa noticia no lo alegró demasiado.
–¡Ese hombre nos molesta! –le dijo a su confidente, el prefecto Bardas–. Debemos desembarazarnos de él.
–¡Es fácil decirlo! Pero la ciudad siente por Focas una pasión fanática. ¡Si lo detienen, el populacho es capaz de atacar el palacio!
–Tenemos guardias –replicó secamente–. Y por otra parte, no debe ser un arresto espectacular. Hay que hacerlo ir a mi casa con cualquier pretexto. Allí será fácil detenerlo. ¡Haré que le revienten los ojos de inmediato y luego lo haré desaparecer en un lugar donde a nadie se le ocurrirá ir a buscarlo!
Pero el prefecto no parecía convencido.
–De todos modos, es muy arriesgado.
–Aunque sea arriesgado, no tenemos otra alternativa. Todo irá bien.
Bardas no estaba de acuerdo. Al prefecto de la ciudad ese plan le parecía tan peligroso que esa misma noche, le avisó discretamente a la emperatriz lo que se tramaba.
Por eso, cuando llegó el momento en que Nicéforo debía ir a ver al primer ministro, corrió a encerrarse en la catedral Santa Sofía, donde le pidió protección al patriarca Polieucto. Este no tenía las características de los grandes santos ni tampoco las de los grandes prelados. Era un hombre tozudo, cerrado e intransigente, y nada lo detenía cuando consideraba que tenía que cumplir con su deber. Cuando vio al gran guerrero implorando a sus pies, consideró que debía tener una actitud enérgica. Le dio asilo y corrió al palacio sagrado, donde, vociferando y llamando a la maldición divina sobre la cabeza de Bringas, denunció la maniobra y amenazó con sublevar al pueblo.
Esa irrupción horrorizó al eunuco. Él sabía que la multitud bizantina era temible, violenta y cruel cuando se enfurecía. Bringas no tenía vocación de mártir. Cedió, alegó inocencia y juró lo que siempre se jura en esos casos: que se trataba de un lamentable malentendido y que él no tenía nada que ver. Focas fue solemnemente confirmado en su mando, con poderes aún más amplios que antes. Al darse cuenta de la tontería que había hecho aventurándose por Bizancio sin una fuerte escolta, se despidió de Teófano y volvió a embarcarse de inmediato hacia Tzamandos.
Lamentó dejar a la mujer amada, pero consideró que no le sería de ninguna utilidad si lo mataban. Por su parte, Teófano lo vio partir con preocupación.
–Tengo una idea –le dijo cuando se despedían–. Regresa a tu campamento y vuelve a tomar el mando de tus hombres. Pronto te haré saber lo que pienso.
Estaba convencida de que Bringas no haría nada contra ella por el momento. La amenaza del patriarca Polieucto aún estaba demasiado fresca en su mente como para que atacara a la emperatriz inmediatamente después de la partida de Focas. Pero ¿lo haría más tarde? Teófano podía sentir cómo aumentaba el odio del eunuco contra ella.
Sin embargo, el primer ministro todavía no pensaba en librarse de ella. Antes quería derribar a su principal apoyo, ese Focas a quien detestaba, y pensó una vez más en mandarlo asesinar en el medio de su campamento.
Pero, en el campamento de Tzamandos, Focas tenía como lugarteniente a su primo, un hombre mucho más joven e infinitamente más seductor, muy amado por sus soldados, también él, y de una gran valentía. Se llamaba Juan Tzimiskes. A él se dirigió el astuto ministro, con propuestas muy atractivas.
¿Quería ser el comandante en jefe de los ejércitos de Asia? ¿Quería convertirse en el segundo personaje del imperio y obtener, además, la mano de la más bella de las mujeres, la basilisa Teófano? Si lo quería, el medio era simple: degollar a Focas y volver a Bizancio con su cabeza.
Para mayor seguridad, Bringas le envió a otro lugarteniente, Romano Curcuas, una propuesta del mismo tenor, un poco diferente en el sentido de que le ofrecía el mando de los ejércitos de Occidente y no incluía a Teófano. Pero, a cambio, Curcuas debía ponerse de acuerdo con Tzimiskes para perpetrar el asesinato.
En efecto, ambos se pusieron de