Asesinas por el puñal o el veneno. Juliette Benzoni

Asesinas por el puñal o el veneno - Juliette Benzoni


Скачать книгу

      –Tú duermes, mientras un miserable eunuco está subastando tu vida. ¡Lee esto!

      Y puso frente a Focas la carta del ministro, mientras Curcuas sacaba la suya. Focas se estremeció.

      –¿Qué debo hacer?

      –Es muy sencillo. Nosotros les mostraremos esto a las tropas. Ellas te proclamarán emperador y luego podrás marchar sobre Bizancio.

      Los ojos de Focas brillaron. ¿Él, basileus? ¿Reaparecería frente a Teófano bajo la púrpura imperial y pediría su mano? ¿Había soñado alguna vez algo semejante? Sin embargo, tenía grandes dudas. ¿Cómo tomaría la soberana su elección? ¿No le parecería una rebelión contra su autoridad? ¿No le guardaría rencor por ello?

      Como para responder a esos pensamientos secretos, en ese momento apareció Marianos, el escriba. Llevaba una carta de Teófano que decía: “Hazte proclamar emperador por tus tropas y regresa. Nadie podrá hacer nada contra ti”. Convencido de que era una señal del destino, Focas ya no vaciló. Al día siguiente, se calzó los coturnos de púrpura, reservados exclusivamente al soberano, y recibió el homenaje de sus hombres.

      El 16 de agosto de 963, a la mañana, el nuevo emperador hizo una entrada solemne en Bizancio. A caballo, en traje imperial, atravesó la Puerta de Oro bajo las aclamaciones y las flores. La ciudad estaba totalmente conmocionada. Sonaban las campanas y el sol incendiaba las cúpulas de oro de las iglesias. Nunca le había parecido tan bella la ciudad a ese hombre que así llegaba al trono.

      Bringas salvó su cabeza, pero fue desterrado a Paflagonia. Allí, presa de una rabia impotente, murió pocos años después.

      Un mes más tarde, el 20 de septiembre de 963, Nicéforo Focas se casó con Teófano. Pero esa noche, curiosamente, la bella emperatriz mostró una expresión preocupada y una sonrisa forzada. Ocurrió que, después del regreso de Focas, había conocido a Juan Tzimiskes y volvió a aparecer en ella el amor.

      A pesar de la pompa y la gloria que lo rodeaban, y con la mejor voluntad del mundo, Teófano no lograba encontrar seductor a su nuevo marido. Era emperador y, al casarse, ella conservaba el trono, pero ese era todo el beneficio que obtenía de su segundo matrimonio. Hasta la pasión profunda que le demostraba Nicéforo la molestaba. Las horas de intimidad conyugal con ese eremita frustrado le resultaban penosas a la soberana. Sin embargo, seguramente se habría adaptado con más facilidad a Nicéforo si no se hubiera enamorado de su atractivo sobrino.

      Juan Tzimiskes tenía alrededor de treinta y cinco años. No era muy alto, pero nadie lo notaba porque era muy bello y tenía un cuerpo armonioso. Además, su lujo era tan contundente como su fuerza y su agilidad. El grueso Nicéforo y sus más de cincuenta años no podían competir con este hombre tan seductor, y la emperatriz no tardó en tender sus redes para atraparlo. No le costó ningún trabajo.

      Pero ese amor compartido debió esperar. Poco tiempo después de celebrar su boda, las cosas empezaron a complicarse en Bizancio para Nicéforo y su bella esposa. Quien dio la señal fue el venerable Atanasio, el constructor del monasterio del monte Athos: este siempre había esperado que el basileus, un hombre de una gran devoción mística, ingresara al convento. El anuncio de su matrimonio provocó en el monje una santa cólera: plantó su monasterio en construcción y se dirigió a Bizancio para hablar con el nuevo emperador.

      –¡Qué crédito puede darse a tus promesas más sagradas! ¡Finalmente estás aquí, tú que debías ser una de las glorias de la religión después de haber sido la gloria de los ejércitos! En el fondo de un palacio, hundido bajo el oro y los ornamentos, casado con una mujer perdida de vicios… ¿En qué clase de hombre te has convertido, Nicéforo?

      De pie frente al trono de oro, el monje del monte Athos vituperaba de este modo, desde hacía un buen cuarto de hora, al emperador. Este, en vez de enojarse, bajó la cabeza.

      –La salvación de tu alma –continuó Atanasio, sarcástico– no exigía que te casaras con Teófano. Muy por el contrario, te lo prohibía. ¿No sabes que un hombre viudo y una mujer viuda no deben casarse entre sí, que nuestra Iglesia lo prohíbe?

      –No podía hacer otra cosa. Ella era la emperatriz regente, la madre de los jóvenes emperadores. Alejarla le habría dado a mi toma del poder el carácter de una usurpación.

      El rostro alargado y enjuto de Atanasio se plegó en una mueca de disgusto. La larga barba, la cabellera y las cejas espesas, desaliñadas en señal de humildad, le daban un aspecto salvaje que acentuaba aún más el fulgor fanático de su mirada.

      –¡Cuántas razones convenientes encuentra un hombre cuando desea hacer entrar a una mujer a su lecho! Estoy seguro de que, si la basilisa hubiera sido fea, contrahecha o simplemente vieja, tú habrías hallado excelentes pretextos para alejarla. Pero la pasión culpable que sientes por esa mujer es conocida en todo el imperio.

      Con la esperanza de detener esa andanada de reproches, Nicéforo dejó el trono y se acercó a su antiguo amigo, con las manos tendidas hacia él en señal de paz.

      –¡Son habladurías! Es cierto que sucumbí, por un momento, al encanto de Teófano, pero me lo reproché de inmediato. Trata de creerme, Atanasio, cuando te digo que no entraré más en su lecho, que viviremos como hermano y hermana…

      –Eso no basta –dijo el inflexible monje–. Tú estabas prometido al servicio de Dios.

      –¡Y mantendré mi promesa! En cuanto los jóvenes emperadores estén en edad de reinar, abdicaré, lo juro, y luego iré a tu convento.

      Es posible que Atanasio no estuviera del todo convencido de la buena fe del emperador, sobre todo en lo concerniente a la vida fraternal que decía querer llevar con la embriagadora Teófano, pero decidió fingir que le creía. Algunos ricos obsequios para el convento terminaron por volverlo más comprensivo y, un poco más tranquilo, regresó a su montaña.

      Profundamente aliviado, Nicéforo pudo dedicarse a otro hombre santo que apareció en su camino. Porque sus conflictos con la Iglesia no habían terminado todavía: los ritos y los cánones bizantinos eran muy complicados.

      En efecto, el día que Nicéforo se presentó en Santa Sofía para recibir la comunión, el patriarca Polieucto le cerró la puerta en la cara diciendo que su matrimonio lo había puesto en condición de pecado mortal y debía hacer penitencia. ¡Fue un golpe bajo pero certero!

      En los aposentos de Teófano se desató una tormenta. Nicéforo, derrumbado sobre un diván, con la cabeza entre las manos, ofrecía la imagen perfecta de la desesperación. De pie junto a un ancho ventanal que daba a una terraza desde la que se veía el Cuerno de Oro y la dorada selva de sus mástiles, Teófano, miraba el paisaje con los brazos cruzados sobre su pecho. Dijo lentamente, con un dejo de desprecio que no se le escapó a su marido:

      –¿Así que este es el poderoso basileus? ¿Un niño tembloroso al que los anatemas de un anciano senil ponen al borde de las lágrimas? ¡Qué gran defensor tenemos aquí Bizancio y yo!

      –¡No puedo, no puedo entrar en una lucha abierta contra la Iglesia! Trata de entenderlo, Teófano. Te amo y sabes hasta qué punto, pero hay cosas que un hombre no puede aceptar. Me es imposible vivir fuera de la Iglesia.

      –¿Prefieres vivir sin mí?

      Él la miró con tanta tristeza que una vaga piedad conmovió el corazón de la joven.

      –Bien sabes que no. Tampoco puedo hacer eso.

      Las cosas iban de mal en peor. ¡El patriarca Polieucto tenía una buena razón para lanzar un anatema contra ese matrimonio! Nicéforo había sido el padrino de la hija de Teófano y esa paternidad espiritual creaba un vínculo que convertía a su matrimonio en una especie de incesto. Cuando descubrió eso, empezó a atizar el fuego, fulminando todos los días desde el púlpito de Santa Sofía a la pareja escandalosa y pidiendo para ella la maldición del cielo. Finalmente, Polieucto puso a Nicéforo ante una disyuntiva: si no alejaba a Teófano, lo excomulgaría y lanzaría un interdicto sobre el imperio.

      Mientras el emperador sollozaba como un niño, Teófano


Скачать книгу