Asesinas por el puñal o el veneno. Juliette Benzoni
ser sus sirvientas y nadie se sorprenderá.
La idea era buena y Tzimiskes la adoptó. En el día fijado para la llegada de las princesas extranjeras, una docena de conjurados, elegidos entre los más jóvenes y delgados, se instalaron, con la ayuda de la emperatriz, en el gineceo del palacio imperial. La muerte de Nicéforo fue fijada para esa misma noche: la del 10 al 11 de diciembre de 969.
Pero alguien le había avisado al emperador y, ante el terror de Teófano, dos guardias de Nicéforo irrumpieron en el gineceo hacia el final del día, con la orden de registrar todo.
Fue la propia basilisa quien los recibió. Con una aparente buena voluntad, los condujo a través de las múltiples habitaciones de las mujeres. Quizás en su presencia los dos guardias no se atrevieron a revisar a fondo, quizá los sobornó; el hecho es que al reunirse con Nicéforo, al salir del gineceo, los dos hombres declararon al unísono:
–No hay nada, divino emperador. Te han engañado.
Nicéforo se tranquilizó y no siguió adelante con las averiguaciones. Teófano respiró aliviada. Al parecer, la suerte estaba de su lado.
De pie en la terraza de su habitación que daba al mar, cuyas olas rompían contra el alto muro, la basilisa esperaba. Envuelta en un amplio manto de lana negra, escrutaba el agua con ojos ávidos. La noche de invierno era profunda y negra, pero poco a poco sus ojos se habituaron a la oscuridad. Le pareció distinguir la mancha más oscura de una nave que se acercaba, pero no estaba segura.
–¿Qué hacen? –susurró.
Marianos, su escriba y confidente, se inclinó sobre el parapeto y escuchó. El viento del mar Negro soplaba con dureza sobre el Bósforo y el mar estaba agitado, pero el fino oído logró captar algo.
–Creo oír un ruido de remos.
A pesar de su grueso abrigo, Teófano se estremeció, lanzando una mirada temerosa hacia el interior del palacio.
–¡Que se apresuren! Si al emperador se le ocurre venir a ver por qué no regresé con él, estamos perdidos.
En efecto, para alejarse de su esposo y para que Tzimiskes encontrara abierta la puerta de la cámara imperial, Teófano había recurrido a una estratagema: con el pretexto de ver cómo se encontraba Nicéforo, que había sufrido un ligero malestar durante la cena, había ido a su habitación. Le prodigó toda clase de atenciones e insistió en pasar la noche junto a él. Pero, en el momento en que se disponía a acostarse en su cama, a su lado, fingió que había olvidado algo importante.
–Esas pobres búlgaras parecían perdidas al llegar –le dijo a su esposo con una sonrisa–. Les prometí que iría antes de dormir a ver cómo estaban y preguntarles si necesitaban algo. Espérame un momento. Voy a verlas y vuelvo enseguida.
Salió de la habitación y se aseguró de dejar la puerta abierta.
–No cierres –le recomendó a uno de los guardias–. Ya vuelvo.
Apenas se perdió de vista, había corrido hasta el gineceo, pero, en vez de ir a visitar a las princesas búlgaras, fue a avisarles a los conjurados que debían estar listos para actuar. A la hora prevista para el desembarco de Juan, llegó el jefe del complot. Mientras los hombres se quitaban sus vestidos y preparaban sus armas, Teófano fue a su propia habitación para esperar a Juan. Debían hacerlo subir desde su bote, en una gran cesta ya preparada en la terraza.
De pronto, un leve silbido llegó desde el mar hasta los oídos de los que estaban al acecho y se repitió tres veces. El corazón de Teófano saltó en su pecho.
–¡Allí están! ¡Rápido! ¡La cesta!
Bajaron la gran canasta y la subieron trabajosamente a causa del viento, que dificultaba la operación. Pero, finalmente, pocos minutos después, los dos amantes se abrazaron. Marianos intervino:
–¡El tiempo urge, señor! El amor puede esperar…
–Tiene razón –dijo Teófano–. ¡Ven!
Y, tomando a su amante de la mano, lo llevó ella misma hasta la puerta de la cámara imperial. Los guardias de facción ni siquiera vieron venir la muerte. Cayeron sin un grito, estrangulados por pequeñas cuerdas hábilmente lanzadas. Luego, los conjurados entraron a la habitación y contuvieron un grito de decepción: ¡la cama estaba vacía!
Pero, antes de que Juan pudiera abrir la boca, Teófano le hizo rodear el imponente lecho en el que debía haber estado acostado el emperador. Le señaló con el dedo a Nicéforo, tendido sobre su piel de pantera a la luz de una antorcha que colgaba de la pared.
Entonces, todo se precipitó. Los hombres se abalanzaron sobre el dormido. Una estocada le partió el cráneo: enceguecido por la sangre, Nicéforo buscó a tientas su espada, tratando desesperadamente de defenderse. Juan saltó sobre él y aferró su barba con tal violencia que le arrancó una parte, mientras uno de sus hombres le cortaba el cuello con la espada. Los alaridos del emperador se apagaron de inmediato. Apoyada contra la cama, imperturbable, Teófano había observado, con los ojos brillantes, la ejecución de su esposo.
Pero los gritos de Nicéforo despertaron al palacio. Acudieron los soldados. Les mostraron, por la ventana de la habitación, la cabeza cortada del basileus, que Tzimiskes sostenía en su puño.
–Era un traidor y lo maté –gritó–. ¡Ahora no tienen ustedes otro emperador que yo!
Y, como no había nada más que hacer, los soldados aclamaron al asesino. Toda Bizancio, con su habitual inconstancia, hizo lo mismo al despuntar el día. Esta vez, Teófano creyó alcanzar la felicidad con la que tanto había soñado.
¿Toda Bizancio? No tanto. Había alguien en la ciudad que se sintió escandalizado ante la carnicería nocturna organizada por el nuevo emperador y no se privó de decirlo abiertamente: era el inflexible patriarca Polieucto. Cuando, dos días después de su crimen, Juan se dirigió con gran pompa a Santa Sofía para orar y recibir la corona imperial, se encontró con la sorpresa de que todas las puertas estaban no solo cerradas sino atrancadas. Polieucto, vestido con todos sus ornamentos sacerdotales, con la mitra en la cabeza, estaba de pie frente al pórtico principal, rodeado por su clero, que temblaba de miedo. Cuando el nuevo basileus quiso subir por las escalinatas de la gran iglesia, Polieucto le impidió el paso con sus brazos extendidos.
–¡Atrás, asesino! ¡Vil homicida que te atreviste a manchar tus manos con tu propia sangre! Mientras yo viva, tú no entrarás a la casa del Señor Todopoderoso. Tu crimen le provoca horror, como a todos los hombres de bien. ¡Vete! ¡Llévale tus oraciones al demonio y pídele a él que te ciña la corona que recogiste en la sangre!
La voz colérica del anciano resonó hasta las últimas filas de la enorme multitud que se había agolpado frente a la iglesia. Polieucto, con el brazo alzado en un gesto de anatema, era tan imponente que Juan, aterrado, retrocedió a pesar de su valentía. Detrás de él, la marea humana, impresionada, empezó a murmurar. El emperador sintió miedo.
¿Esa multitud se volvería contra él ante el llamado del enjuto anciano? Un minuto antes, esas personas lo ovacionaban, y ahora, gruñían… Estaba tan atemorizado que decidió jugarse el todo por el todo. Con humildad, se arrodilló sobre las escalinatas de la iglesia y curvó su espalda, mientras brotaban lágrimas de sus ojos.
–Comprendo tu cólera, Venerable, y estaría dispuesto a soportar sus justas consecuencias si fuera culpable del crimen que me atribuyes. El emperador está muerto, es verdad… Murió asesinado, pero yo no tengo nada que ver con ese asesinato. De ninguna manera manché mis manos con la sangre de mi tío…
Frente a semejante aplomo, el patriarca abrió grandes los ojos. Su voz se ahogaba de furor.
–¿Te atreves a negar, cuando tus soldados te vieron enarbolar la cabeza sangrante de tu pariente y soberano?
–¿Les creerás a unos soldados ebrios más que a mí? Yo recogí la cabeza de mi infortunado soberano para demostrarles que estaba muerto. Pero ¿cómo puedes acusarme si, en realidad, cuando me avisaron, acudí en su ayuda? Mi único crimen fue llegar demasiado