Asesinas por el puñal o el veneno. Juliette Benzoni

Asesinas por el puñal o el veneno - Juliette Benzoni


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a su casa de Angulema. Aymar Taillefer amaba demasiado a su hija como para guardarle rencor por su huida. La ciudad se engalanó para recibir a la joven y se organizaron festejos a los que asistió toda la nobleza de los alrededores. Solo faltó un hombre, quizás el único hombre al que, secretamente, Isabel deseaba volver a ver.

      Pero era muy bueno sentirse joven, libre y más bella tal vez de lo que había sido nunca. Su rostro y su cuerpo, que habían llegado a su plenitud tras dos maternidades, habían adquirido una luz muy atractiva: los hombres se enamoraban de ella por decenas, y en primer lugar, Geoffroy de Rancon, que había aspirado, tiempo atrás, a su mano.

      Era un hombre joven y hermoso, más hermoso que Juan y, sobre todo, era infinitamente más valiente. Isabel descubrió en sus brazos que la infidelidad tenía un gran encanto y se dijo que, después de todo, un hombre como Juan no merecía que una mujer como ella se privara de tan dulces placeres.

      Convencida de esto, Isabel no vio ningún inconveniente en disfrutar de los amores de otros dos jóvenes: uno de ellos era el poeta Savary de Mauléon, que sabía decir palabras muy románticas. Desgraciadamente, en esa etapa de sus experiencias, Isabel se enteró de que su marido estaba en Burdeos y le pedía que se reuniera allí con él cuanto antes.

      Engañar a Juan era una cosa, romper con él era otra. Estaba esa corona de Inglaterra, que a la joven le importaba tanto. Además, el conde de Angulema empezó a notar que su hija se comportaba con demasiado desparpajo. De modo que Isabel partió… pero unas dos semanas después del llamado de su esposo.

      Sabía perfectamente lo que hacía. En vez de recibirla con reproches, Juan se mostró tan feliz de volverla a ver –¡había temido perderla para siempre!– que la recibió con los brazos abiertos y hasta le pidió perdón por haberla decepcionado. Esa noche, Isabel, magnánima, aceptó abrirle su habitación. Y Juan, loco de felicidad, olvidó todo lo que no fuera su amada reina.

      Al volver a Inglaterra con su esposo, Isabel no vio ninguna razón para no proseguir las agradables experiencias que había comenzado en Angulema. Siempre había conocido su poder sobre los hombres, pero encontró un singular placer en hacer uso y abuso de ese poder. En cuanto a su esposo, aunque le permitió atravesar el umbral de su dormitorio con frecuencia, también le hizo entender que dormiría sola cuando quisiera hacerlo. Y Juan, más enamorado que nunca, se sometió, por miedo de que volviera a huir. ¡Cualquier cosa antes que volver a sufrir esa larga ausencia, esa desaparición de su estrella adorada!

      Entre todos los hombres que se rendían ante su belleza, Isabel distinguió al bello conde de Coventry y no le costó ningún trabajo convertirlo en su amante. Cuando no se encontraba con él en un pequeño castillo cerca de Londres, una criada fiel abría discretamente, de noche, la puerta de la habitación real de la que el rey había sido momentáneamente excluido.

      Preocupada por no despertar los celos siempre latentes de Juan, Isabel tomaba grandes precauciones. Sin embargo, no fueron suficientes. Una noche, al regresar a su habitación, se encontró con una horrible sorpresa: el conde de Coventry, con las manos atadas a la espalda, estaba colgado del baldaquín de su cama.

      La reina debió ahogar su ira. Incluso estaba dispuesta a enfrentar, con orgullo, la ira de Juan. Pero no sucedió nada. Libre de su rival, el rey no le hizo el menor reproche.

      La audacia de Isabel aumentó. Reemplazó a Coventry por un hermoso trovero proveniente de Guyena… al que un buen día también encontró colgado del dosel de su cama. Un tercer amante sufrió el mismo destino. Pero Juan nunca dijo nada.

      Isabel, desalentada, pensó que lo más fácil era que tuvieran otro hijo…

      El desastroso reinado de Juan continuó. Tras una disputa con el papa Inocencio III, Juan fue excomulgado en 1213 y destituido del trono. En 1215, los barones ingleses sublevados le arrancaron la Carta Magna. La humillante firma de ese famoso documento, que rige aun hoy, provocó en el rey ataques de furia. Isabel guardó silencio, pero ella se sentía mil veces más humillada.

      Poco a poco, la situación se fue deteriorando. Los barones ingleses, apoyándose en el interdicto lanzado por el Papa sobre el reino, acudieron al rey de Francia, que envió a su heredero, el príncipe Luis, para ceñir la corona inglesa. Juan debió huir a través de su reino, arrastrando con él a una Isabel furiosa. ¡Esta fuga fue tan precipitada que Juan perdió la corona real en los pantanos de Lincoln!

      El triste rey buscó entonces un desahogo en los placeres de la mesa y, por supuesto, en los del amor, que Isabel, a decir verdad, le dispensaba con parquedad. Una noche, en Newark, después de una cena copiosa, comió en forma inmoderada una compota de peras marinadas en vino y sidra. Luego sufrió una violenta disentería: ¡una disentería que pudo haber sido menos grave sin la discreta colaboración de la reina! Al día siguiente, el 18 de octubre de 1216, el rey Juan murió, a los cuarenta y nueve años.

      Su muerte salvó la corona, que pasó a su hijo mayor. Luis de Francia debió regresar a París, mientras que Isabel, ahora viuda y reina madre, empezó a pensar nuevamente en su hermosa ciudad de Angulema…

      Pensaba tanto en ella que finalmente partió. Esta vez, Hugo de Lusignan no rehuyó el encuentro.

      ¡Veinte años! ¡Veinte años habían pasado cuando por fin se encontraron, frente a frente, la ambiciosa hija de los Taillefer, convertida en reina, y su antiguo novio, tan cruelmente abandonado! Y cada uno de ellos se sorprendió de que el otro siguiera siendo tan parecido a sus recuerdos. A los treinta y cinco años, Isabel mostraba un esplendor inalterado, y en cuanto a Hugo de Lusignan, próximo a los cuarenta años, no solo conservaba su belleza salvaje, sino que se veía aún más vigoroso y atractivo,

      –Es como si el tiempo se hubiera detenido –murmuró emocionado–. Parece que fue ayer cuando nos separamos.

      Había fascinación en los ojos de Isabel. En ese otoño de 1219, hacía tres años que la reina de Inglaterra era viuda y le había dado la espalda a su reino para volver a ser condesa de Angulema. En primer lugar, porque se alegraba de reencontrarse con su país, con las personas que amaba y el suave clima de la región, y luego, porque en Angulema ella era la dueña, la primera, desde que Aymar Taillefer, su padre, descansaba bajo las nobles bóvedas de la Abadía de la Corona, a las puertas de su ciudad.

      En Inglaterra, donde reinaba su hijo Enrique III, Isabel solo era la reina madre, poca cosa, en realidad, según la mirada de la nueva generación. Por eso, por no resignarse a ese papel opaco, inadecuado para su resplandeciente belleza, había viajado a su condado natal, donde el pueblo le prodigó una acogida entusiasta.

      Toda la nobleza fue a recibirla con honores. Salvo un hombre, que durante meses se había negado a verla, hasta ese mes de noviembre en el que finalmente apareció, totalmente vestido de negro bajo su armadura adornada con un crespón fúnebre: su esposa, con la que no había tenido hijos, había muerto. Ahora, sin traicionarla, Hugo podía volver a ver a la mujer que nunca había dejado de amar.

      Cuando llegó Hugo, la condesa-reina estaba sentada en su trono: ese trono que a Isabel le importaba más que nada en el mundo, para que nadie olvidara que seguía siendo una reina coronada. Al verlo de lejos, ella se puso de pie y fue a su encuentro, a través de la vasta sala, con las manos tendidas, borrando con ese gesto espontáneo las largas horas de nostalgia y dolor.

      –¿Esta vez realmente vuelvo a encontrarte? –le preguntó Hugo.

      –¿Has podido pensar que realmente me perdiste alguna vez? ¡Jamás te olvidé, Hugo de Lusignan!

      Algunos meses más tarde, en la primavera de 1220, en la catedral San Pedro, totalmente engalanada y colmada de flores, Isabel de Angulema, reina de Inglaterra, se casó con Hugo de Lusignan que, de ese modo, adquirió el título de conde de Angulema. Y ningún rey pirata fue a interrumpir la fastuosa ceremonia para llevarse a la bella novia…

      En los años que siguieron, Hugo de Lusignan, conde de la Marche y conde de Angulema, conoció por fin la felicidad que tanto había anhelado. Junto a Isabel, tenía un lugar que ningún hombre había tenido jamás, y aunque a la condesa-reina le gustaba, como a todas las altas damas de esa época, rodearse de ministriles y poetas, y tener cortes de amor, el tiempo


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