Asesinas por el puñal o el veneno. Juliette Benzoni

Asesinas por el puñal o el veneno - Juliette Benzoni


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sueño. ¡Era tan maravilloso ver de pronto que su deseo profundo se hacía realidad! ¡Una palabra, una pequeña palabra, y sería reina! Desviando la mirada para no ver el rostro torturado de Hugo, respondió:

      –¡No, Hugo! Si el rey me quiere, ¡es a él a quien deseo pertenecer!

      El insulto que le lanzó Lusignan terminó en un sollozo. Atravesando la multitud a toda velocidad, como un oso furibundo, el joven hombre se precipitó a la salida, seguido por sus amigos y sus sirvientes. Entonces, el rey se volvió hacia el obispo, que aguardaba, petrificado. Le sonrió.

      –¡Vamos! ¡Rápido! ¡Cásanos!

      Comenzó el oficio. Nunca se habrá visto una misa de bodas más lúgubre. La asistencia murmuraba, indignada, por simple solidaridad local. Todos, salvo los ingleses, por supuesto, sufrían el insulto que se le había infligido a Lusignan. El conde Aymar no se atrevía a alzar la vista. En cuanto al obispo, celebró la boda tan rápido como pudo.

      Tras la última bendición, Juan volvió a tomar la mano de Isabel y le dijo a Aymar :

      –Ahora tu hija es mía, conde Aymar. ¡Y me la llevo de inmediato! ¡Adiós!

      Arrastrando a la muchacha, llegó hasta el pórtico, seguido por sus sirvientes, que como una guardia, cerraron filas detrás de la pareja. Mientras tanto, la multitud silenciosa, estupefacta, esperaba. No hubo ni gritos ni aclamaciones. Todas esas personas habrían preferido mil veces que su bella damisela se casara con un joven del lugar, antes que con ese extranjero ladrón. Pero a Juan no le importaba. Subió a Isabel sobre su caballo, saltó sobre la montura y partió al galope. La multitud se abrió de inmediato para que no la atropellaran y los ingleses pasaron raudamente a través de ella. Levantando una nube de polvo, el grupo se alejó por la ruta del norte. Juan llevó a su presa al castillo de Chinon.

      Apoyada en el hombro grueso de quien era ahora su marido, Isabel cerró los ojos, abandonándose a la embriagadora idea que la invadía. No le importaba el escándalo, ni siquiera le importaba haber tenido que abandonar a los suyos: ¡era reina! ¡En poco tiempo más, sería coronada y reinaría sobre un gran país! No tuvo un solo pensamiento para Hugo, a quien había amado tanto. ¡Sería reina!

      Primero en Chinon, después en Normandía y finalmente en el palacio de Westminster, la luna de miel proseguía… ¡interminable! Pronto, Isabel empezó a pensar que el papel de mujer casada podía ser particularmente opresivo.

      En efecto, el amor que Juan sentía por ella era de los que no dan tregua ni reposo. Durante días y noches, la mantenía encerrada con él en su habitación, abrumándola con una pasión que parecía insaciable. Y cuando, a veces, aceptaba la vida pública normal de una pareja real, se mostraba tan celoso que Isabel ni siquiera se atrevía a mirar a otro hombre a los ojos

      –¡Si alguien posa su mirada en ti, lo haré perecer entre los más terribles suplicios! –afirmaba en forma tan salvaje que Isabel se estremecía.

      –¿Para qué serviría? –decía ella entonces–. Es normal que se mire a una reina. Lo importante es que ella no mire a ninguno de sus súbditos. ¿Y cómo podría yo hacerlo, siendo tu esposa?

      A decir verdad, su corazón ya no estaba allí y cuando recibió la corona real, en el mes de octubre, Isabel solo soñaba con emanciparse lo antes posible de la tutela marital. En el amor, basado en el orgullo, que sentía por su marido, la atracción física ocupaba un lugar muy pequeño. Y ese lugar disminuyó aún más cuando comprendió con qué clase de hombre se había casado.

      Falso, cruel y cobarde, Juan no tenía ninguna de las cualidades que debía tener un rey. Cuando debía enfrentar algún asunto complicado, corría a refugiarse a la cama de su esposa y buscaba olvidar los problemas en sus caricias. Si los barones poitevinos que se habían rebelado, respondiendo a Hugo de Lusignan, no lograron destruir su poder continental, fue únicamente gracias al valor de las tropas y de los gobernadores que había dejado en su feudo francés.

      Derrotado, pero no satisfecho, Hugo de Lusignan no se resignó. En su feudo normando, Juan era vasallo del rey de Francia. Hugo recurrió al Capeto y Felipe Augusto intimó a Juan a comparecer ante la Corte de los Pares de Francia. Pero Juan no lo hizo, a pesar de los reproches de Isabel, que veía las cosas de una manera totalmente distinta y hubiera querido verlo entrar como vencedor en el palacio de París.

      –¡Vaya a enseñarle al Capeto que es usted rey, mi señor! ¡Vaya a París con su ejército y veamos quién es el mejor!

      –Esto tiene muy poca importancia, amor mío. Dejemos gritar a Felipe: se cansará… Por otra parte, dicen que Lusignan acaba de contraer matrimonio. Este asunto no prosperará.

      A su pesar, Isabel sintió que palidecía. ¿Hugo, casado? En el fondo de su alma, había imaginado que su amor por ella lo preservaría durante toda su vida de otras mujeres. Y descubrió que los recuerdos del pasado estaban más arraigados en su corazón y eran más crueles de lo que había creído. Por un instante, evocó la alta silueta de Hugo, su rostro, su voz ruda que sabía volverse dulce cuando pronunciaba su nombre. ¡Cómo la había amado! Y ahora le decía a otra las palabras de amor cuyo recuerdo guardaba Isabel, cada día más nostálgica. A otra estrechaba entre sus brazos al llegar la noche, mientras que la reina de Inglaterra debía someterse interminablemente, como una esclava de harén, a un amor demasiado conocido, que se había vuelto fatigoso.

      Fue aún peor cuando, citado nuevamente para comparecer por el asesinato de su joven sobrino Arturo de Bretaña, Juan se negó, una vez más, a ir a París. Ni siquiera lo convenció para trasladarse la noticia de que Felipe Augusto estaba por iniciar una guerra. Poco después, el rey Capeto le arrancaba sus feudos del norte de Francia y, en 1204, Château-Gaillard, la fortaleza de Les Andelys que había sido el orgullo de Ricardo Corazón de León, cayó ante el rey de Francia, con toda la Normandía.

      –Usted no es un rey –le lanzó Isabel, furiosa, a su marido–. ¡Ni siquiera un hombre!

      –¿Qué importan esas tierras francesas que Felipe Augusto habría recuperado de todos modos, un día u otro? –replicó Juan–. ¡Nos quedan tantas todavía para ser felices!

      Ese lenguaje no podía gustarle a la hija de Aymar Taillefer. A pesar de sus defectos, Isabel poseía esa valentía que tanto le faltaba a su esposo. Y aquella noche, por primera vez, cerró su puerta con llave.

      Pero otra mujer sufriría por la incuria de Juan, en una forma tan cruel que moriría por ello. Su madre, la vieja reina Leonor de Aquitania, a la que habían apodado “Águila de dos coronas”, falleció de pena y se reunió con el Corazón de León bajo las bóvedas angevinas de la Abadía de Fontevrault.

      ¡Pero Juan solo pensaba en el lecho de Isabel! Todas las noches, el apartamento real se convertía en el escenario de una tragicomedia.

      –¡Abra, señora, si no quiere que haga echar la puerta abajo!

      Furioso, Juan gritaba de este modo frente a la puerta cerrada de su esposa. Con su deseo frustrado, estaba dispuesto a cometer los peores excesos, pero la fría voz de Isabel le llegaba, inmutable, a través de la pesada puerta.

      –¡Vaya a reclamarle sus tierras a Felipe de Francia! Solo después le abriré.

      –¡Le digo que la haré derribar!

      –¡Hágalo! Quedará aún más en ridículo. Y no le servirá de nada. ¡Porque prefiero morir antes que pertenecerle por la fuerza!

      Derrotado, el rey abandonaba la partida, al menos por esa noche. Pero al día siguiente se quejaba amargamente frente a la joven por su actitud.

      –No puede rechazarme, Isabel. ¡Soy su esposo y tengo todos los derechos!

      –¡Mi esposo es rey de Inglaterra, duque de Normandía y otras tierras que usted ya no posee! Usted no es mi esposo.

      Planteada de esta manera, la discusión era imposible, pero, como todas las noches se repetía esa escena, Isabel decidió irse de viaje. Hizo los preparativos discretamente y una noche se embarcó hacia Francia con algunas personas de su séquito. Solo quedó un chambelán, encargado


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