Asesinas por el puñal o el veneno. Juliette Benzoni
burlado, que perdería la partida. Ese hombre, como antes su víctima, encontraría testigos para jurar sobre los Evangelios que decía la verdad. Entonces ¿para qué? Sin embargo, tuvo un supremo arrebato de energía.
–Es posible que digas la verdad y estoy dispuesto a creerte, siempre que te comportes en una forma conveniente. Si tanto deploras el asesinato de tu tío, debes querer vengarte. ¡Entrega a sus asesinos al verdugo y expulsa del palacio a la cortesana coronada que les abrió la puerta a los asesinos de su esposo! Solo entonces se abrirán las puertas de la Iglesia para ti. Solo entonces recibirás la corona.
Una enorme aclamación cubrió la voz del anciano. La multitud, excitada, lo aprobaba.
–¡Muerte a los asesinos! ¡Al convento, Teófano!
Una vez más, Tzimiskes, que se había creído fuera de peligro, palideció. Debía ceder. De lo contrario, nada lo salvaría del furor de ese terrible populacho. Polieucto, lleno de esperanza, aguardaba. Esta vez, tenía al menos una victoria. Su mirada cayó sobre el hombre que seguía arrodillado y que de pronto parecía aplastado por los ornamentos imperiales. ¡Si quería la púrpura, la pagaría!
–¿Obedecerás? –preguntó con dureza.
–¡Obedeceré! –afirmó Juan ya sin vacilar –. Las cabezas caerán y Teófano será encerrada.
Volvió al palacio sagrado en medio de fuertes aclamaciones. Al día siguiente, entregó al verdugo a los mismos hombres que lo habían ayudado, mientras una escuadra de soldados arrancaba a una vociferante Teófano de sus suntuosos aposentos y la llevaba hasta el puerto. La orden era trasladarla al convento de la isla Kinaliada, una de las islas Príncipe.
Vestida con un sayal y con la cabeza rapada, Teófano se ahogaba de rabia entre los severos muros de su convento. Si el instinto de conservación y el llamado de la vida no hubieran sido tan fuertes en ella, se habría roto la cabeza contra las paredes de su celda. ¿Por qué había sido tan tonta como para poner a Nicéforo, que la amaba, en manos de Juan, que la rechazaba? Pero ¿cómo habría podido suponer que él no la amaba como ella lo adoraba, que quería la corona más que a ella?
La sirena de Bizancio no lograba entender, ni admitir, su derrota. Que un hombre pudiera preferir un trono a la posesión de su belleza, era algo que no podía concebir… Pero seguramente la había rechazado por miedo, porque no había vuelto a verla… Era preciso que se vieran otra vez. Entonces lo recuperaría: estaba segura.
Teófano tenía apenas veintinueve años. Nunca había estado tan bella, a pesar de su cabeza rapada. Nunca había alcanzado su magnífico cuerpo tal grado de plenitud. La idea de la evasión se implantó sólidamente en ella…
Pasaron algunos meses, en cuyo transcurso la joven vigiló celosamente el crecimiento de sus cabellos y buscó los medios para huir. Finalmente, una noche de verano, estuvo lista. Con la ayuda de una cuerda, franqueó el muro del monasterio y corrió a la playa: un barquero que iba a pescar en alta mar aceptó llevarla a Bizancio, gracias a un puñado de oro que ella había podido conservar. Cuando puso los pies en el suelo de su antigua capital, Teófano creyó haber triunfado. Sabía cómo entrar al palacio sin ser vista. Solo debía esperar a que anocheciera…
Lamentablemente para ella, su belleza, demasiado famosa, estaba intacta. La reconocieron. Perseguida por una jauría, atemorizada, corrió a encerrarse a Santa Sofía. La iglesia era un lugar de asilo y Polieucto se vio obligado a acoger a su antigua enemiga.
–Solo quiero ver al emperador… frente a ti y aquí mismo, si lo deseas. Tengo que hacerle importantes revelaciones.
Polieucto no se dejó engañar, por supuesto. Pero no podía negarse a transmitir el pedido de una refugiada. Le avisó al nuevo ministro, Basilio. Este se lo comunicó al emperador.
–Dice que quiere verte por unos asuntos importantes. ¿Qué debo hacer? ¿Hay que sacarla de la iglesia y volverla a llevar al convento?
Juan se encogió de hombros y sonrió:
–Veamos qué quiere. Siempre habrá tiempo de mandarla otra vez a Kinaliada o a otra parte. ¡Ya no es una amenaza!
El corazón voluble del emperador ya se había prendado de una bella esclava, y Teófano ya era para él solo un recuerdo…
Cuando la llevaron ante él, Teófano creyó desvanecerse de ira. Él la recibió con toda la pompa imperial, sentado en lo alto del trono, como si ella fuera una súbdita más.
–¿Qué quieres? –le preguntó secamente–. ¡Habla rápido y retírate! No tienes nada más que hacer aquí.
Por un instante, el furor dejó muda a Teófano. La confundió ese descaro en el hombre cuyo destino había tejido ella con sus propias manos. Pero no era una mujer que se quedara callada durante mucho tiempo. Estalló en imprecaciones y le reprochó violentamente a Juan su cobardía, sus perjurios.
–Soy yo, yo, quien te hizo emperador y aunque el patriarca haya creído tus mentiras, yo sé que tú eres un asesino, que tú mismo le cortaste la cabeza a mi esposo.
Gritaba, enfurecida. Se arrojaron sobre ella para hacerla callar, pero estaba poseída por tal furia que no pudieron dominarla. En su cólera, le saltó a la garganta al ministro Basilio y lo habría matado si no se lo hubieran arrancado a tiempo. La arrastraron fuera del palacio y la llevaron hasta el puerto con una fuerte escolta.
Una nave partió de inmediato.
Nunca se supo en qué monasterio pasó Teófano los siguientes años. Regresó una vez a Bizancio. Juan había muerto y reinaba el hijo que ella había tenido con su primer marido. Se reencontró entonces con el palacio sagrado y el lujo de la corte. Para su desgracia, nada quedaba ya de su célebre belleza. No era más que una mujer envejecida sin importancia. Esa mujer que había sido la sirena de Bizancio, la deslumbrante Teófano, murió oscuramente, tan oscuramente que ni siquiera se conoce la fecha de su muerte. Se esfumó como un mal sueño…
La reina vasalla: Isabel de Angulema
(1200)
La gran sala del palacio de Angulema tenía el aspecto de los días de fiesta. Grandes cantidades de flores frescas y hierbas aromáticas cubrían el embaldosado de piedra, tapices de colores vivos colgaban de los muros y un verdadero bosque de antorchas ardía alrededor, produciendo tanto calor que debieron abrir las ventanas a la suave noche de mayo. Una multitud brillante se apiñaba frente a las mesas, esperando la hora de la cena pantagruélica que se había anunciado. Estaban presentes los nombres más importantes de la provincia, los señores más atractivos, las damas más bellas, las más charlatanas y las más golosas también, pues Aymar Taillefer, conde de Angulema, tenía fama de anfitrión fastuoso y hospitalario. Y esa noche nadie quiso perderse el festejo, porque era, ciertamente, un día muy importante. Acababa de empezar el año 1200 y, al día siguiente, Aymar casaría a su hija Isabel, de quince años, con el más valiente, poderoso y amable de los grandes señores feudales de los alrededores: Hugo de Lusignan, conde de la Marche. ¡Además, se rumoreaba que el nuevo rey de Inglaterra y duque de Guyena, Juan (al que durante tanto tiempo habían apodado Juan sin Tierra), llegaba desde Burdeos, su ciudad, para asistir a esa boda!
El grupo más ruidoso rodeaba al feliz novio. Estaban el señor de Taillebourg, Geoffroy de Rancon, Renaud de Pons, el caballero-poeta Savary de Mauléon y Eudes de Marsillac, pero Hugo de Lusignan era el más alto de todos. Era casi un gigante y su fuerza era proverbial. Con su cabello negro y su piel oscura, pero con ojos del color del cielo, el novio era sin la menor duda un joven magnífico, y a nadie le sorprendió que Isabel de Angulema lo hubiera elegido a él, entre sus muchos pretendientes.
Porque esa damisela de quince años había impuesto su elección, un año atrás, con una firmeza increíble en una muchacha tan joven. Pero Isabel sabía perfectamente lo que valía y lo que quería.
–Soy la más bella. Me casaré con el más bello, y el más poderoso también…
Y, aparentemente, era lo que estaba por hacer. Por otra parte, a nadie le llamaba la atención su orgullosa afirmación,