Asesinas por el puñal o el veneno. Juliette Benzoni

Asesinas por el puñal o el veneno - Juliette Benzoni


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masa de cabellos de oro destacaba el verde de sus ojos, y su andar estaba lleno de altivez y de gracia al mismo tiempo: un magnífico animal de raza, que llevaba con una perfecta soltura la pesada vestimenta de brocado verde y las joyas casi bárbaras que la adornaban. El murmullo de admiración que saludó su entrada le arrancó una leve sonrisa y, deteniéndose un instante en el umbral, paseó por los presentes una mirada a la vez satisfecha y crítica, que se detuvo en la alta silueta de su prometido.

      Él se apartó del grupo de los jóvenes señores y fue hacia ella, con una llama de alegría en los ojos. La pasión que exhibía le gustaba a Isabel. Le encantaba mantener a raya a ese gran animal salvaje que para ella tenía zarpas de terciopelo y se inclinaba a sus pies, mirándola con adoración. Cuando él le tendió su puño para que apoyara su mano, la joven le sonrió con una especie de indulgencia. Esa era la base principal de sus sentimientos hacia su novio: una indulgente ternura. Ya no sentía la pasión de los primeros tiempos. Un año antes, Isabel había amado a Hugo, impacientemente…

      Por desgracia, muchas cosas habían cambiado en ese año y, ahora, Isabel ya no estaba tan orgullosa como antes de casarse con Hugo de Lusignan. Un año atrás se había producido la gran rebelión de los feudales contra su suzerano, el rey de Inglaterra. Pero ese rey era Ricardo Corazón de León, que les había hecho morder el polvo a sus barones sublevados. Entró como vencedor a Angulema y todo hubiera sido peor de no haber intervenido el rey de Francia, Felipe Augusto. Ante la amenaza del Capeto, Ricardo había aceptado negociar. Pero, poco después, la flecha de un arquero terminó con su vida, en Châlus. Sin embargo, para Isabel, la humillación permaneció intacta. Hugo, como Aymar, el padre de ella, ya no eran señores derrotados que le debían al rey de Francia seguir con vida y en posesión de sus bienes. ¡Ella soñaba con un imperio!

      Por eso, sin verdadera alegría, aunque sin demasiada tristeza, se dejó casar con el hombre que ella había elegido. Una sola cosa consolaba su orgullo herido: pronto llegaría el rey de Inglaterra, y al día siguiente, ¡él mismo la llevaría al altar! Esta compensación era muy frágil y mundana, pero calmaba un poco las heridas invisibles.

      Isabel no tuvo que esperar demasiado tiempo. En cuanto terminó de saludar a los invitados de su padre, sonaron las trompetas y un heraldo engalanado de oro anunció al rey Juan. La multitud se formó de inmediato en dos filas, preparada para hacer sus reverencias, mientras Isabel, su padre y su novio se adelantaron para recibir al visitante real.

      Al verlo aparecer, Isabel contuvo una mueca de decepción. A los treinta y tres años, Juan sin Tierra tenía un físico agradable pero nada más, y en todo caso, no podía compararse en absoluto con el de Lusignan. Además, estaba demasiado gordo y su aspecto ladino y su mirada falsa no predisponían en su favor. Pero era rey y, para la ambiciosa joven, ese prestigioso título le daba un aura incomparable. ¿Qué importaba que fuera un usurpador, que hubiera expoliado a su sobrino, el joven Arturo de Bretaña, heredero legítimo de la corona inglesa, o que hubiera repudiado a su esposa, Isabel de Gloucester? ¡Era rey! Y la profunda y graciosa reverencia de la joven reflejó esa convicción. Una mano se tendió para levantarla.

      –¡Dios no permita que usted se incline a mis pies cuando yo debería estar a los suyos!

      –¡Sire, le hace usted un gran honor, sin duda, a su humilde súbdita!

      –¡Humilde súbdita! Por Dios, señorita, alguien que tiene su belleza no es súbdito de nadie: ¡simplemente reina y los demás se inclinan!

      Roja de orgullo, Isabel aceptó la mano que le ofrecía el rey y se dejó conducir por él hasta la mesa. Con una expresión levemente preocupada, Hugo de Lusignan caminó detrás de ellos, junto con Aymar Taillefer, y los demás los siguieron.

      Durante toda la cena, Juan abrumó a Isabel susurrándole palabras al oído que la hacían ruborizar y sonreír, con miradas intensas y roces de manos sobre el mantel. Sentado en su lugar, Lusignan palidecía, enrojecía y crispaba sus puños, conteniendo como podía su impotente cólera. Cuando terminó el banquete, el sudor perlaba la frente del novio, pero Isabel no pareció notar su ira. Le sonreía, con su más radiante sonrisa, al rey Juan.

      Finalmente, este se retiró a sus aposentos con su séquito y Hugo pudo reunirse con su novia. No contuvo más tiempo su disgusto.

      –La verdad, Isabel, al verte, nadie diría que mañana serás mi esposa. ¡Más bien se pensaría que tu prometido es el rey!

      –¿Estás celoso? ¡Qué tontería! ¡No se puede estar celoso de un rey! ¡Él es el amo, él manda y se lo obedece! ¿Cómo podía mostrarme desagradable con él? ¡Es nuestro huésped!

      –¡Lo sé! Sé todo eso igual que tú. Pero ¿tenías que sonreírle tanto? ¡Por Dios! ¡Te devoraba con los ojos y tú te dejabas devorar, según me pareció!

      Isabel sonrió entrecerrando los ojos.

      –¿Qué mujer puede resistirse a un homenaje sincero? –dijo suavemente–. Y con más razón si se trata de un rey. Ahora me retiraré, Hugo. Es tarde y quiero estar muy hermosa mañana.

      –Puedes estar tan hermosa como quieras, Isabel –murmuró sombríamente el joven–, ¡pero solo para mí! ¡La verdad es que a veces querría ver en ti algún defecto!

      –Sigues diciendo tonterías. Si yo fuera fea, no me habrías amado.

      Isabel se dirigió hacia la puerta para reunirse con sus damas de honor. Su prometido la retuvo.

      –¡No te vayas así! Al menos… dime que me amas.

      Los ojos verdes de la joven mostraron un brillo burlón.

      –¡Me caso contigo, Hugo! ¿No es la mejor respuesta?

      Al día siguiente, toda la ciudad estaba engalanada. Había sedas y telas finas colgadas en todas las ventanas, llenando las fachadas de colores vivos. Las calles estaban colmadas de personas alegres vestidas de fiesta que, en las cercanías de la catedral de San Pedro, recientemente inaugurada, se convertían en una multitud densa, que los hombres armados apenas podían contener. Por las grandes puertas abiertas, se veía el coro, en el que ardía una gran cantidad de cirios y aguardaba el clero.

      Cuando finalmente apareció el cortejo, a caballo, una prolongada ovación subió hacia el cielo, azul como en los más hermosos días de verano. Estaba dedicada a la vez al conde Aymar, a la belleza de Isabel, brillante de oro y piedras preciosas, y al rey Juan, que llevaría al altar, como su suzerano, a la hermosa novia. Hugo de Lusignan había quedado en un segundo plano. Él era solamente el novio.

      Al sonido de las trompetas, se apearon frente a la iglesia y Juan, tomando a Isabel de la mano, la condujo por el camino cubierto de flores frescas que llevaba del pórtico al altar. Al mismo tiempo, estallaron los coros. La mano de Isabel temblaba en la mano de Juan. La joven no veía la brillante multitud que la rodeaba: solo miraba a ese rey que sostenía su mano. En ese instante, se sentía reina y hubiera querido que la marcha hacia el altar durase una eternidad… ¡Cómo lamentaba no haber conocido al rey inglés antes de comprometerse tontamente con Hugo! ¡Por más que fuera un Lusignan, no era más que un vasallo! ¡Poca cosa al lado de un soberano! Y los ojos de Juan le decían todo el tiempo, desde el día anterior, que ella le gustaba.

      Al llegar al pie del altar, Isabel alzó hacia el príncipe una mirada llena de arrepentimiento. Pero, en vez de soltar su mano para dejarla en la mano de Hugo, Juan sin Tierra la apretó con más firmeza y dirigiéndose al obispo que se acercaba a ellos, le dijo con audacia:

      –¡Cásanos, monseñor! ¡Declaro aquí mi voluntad de tomar, de inmediato, a esta joven como esposa!

      El alboroto que estalló impidió que se oyera lo que dijo el atónito prelado. Sonó un doble grito detrás de la pareja: el del conde Aymar y el de Hugo. El joven dio libre curso a su furor mal contenido desde la víspera y se abalanzó sobre Juan. Lo contuvieron justo cuando estaba por golpear el rostro real. Sin embargo, Juan no parecía particularmente molesto. Cuando el conde Aymar intentó decirle que esa boda no podía llevarse a cabo, respondió altanero:

      –Tú eres mi vasallo, como tu hija. Ambos me pertenecen y me deben obediencia ciega.


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