Asesinas por el puñal o el veneno. Juliette Benzoni

Asesinas por el puñal o el veneno - Juliette Benzoni


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intención de permitir que un sacerdote demente me arrebate el trono.

      Entró una criada y se prosternó. Teófano preguntó:

      –¿El hombre está aquí?

      –Está aquí.

      –¡Que entre!

      Un instante después, un sacerdote de aspecto próspero, cuya barba negra se desplegaba sobre su túnica ricamente bordada, se inclinó ante la pareja imperial. Nicéforo lo conocía de vista. Pertenecía a la capilla del palacio sagrado y realizaba los servicios religiosos junto con una decena de sacerdotes.

      –¿Te acuerdas de él? –le preguntó Teófano a su esposo.

      –Lo he visto alguna vez…

      –En efecto. Se llama Teófilo y bautizó a la niña de quien Polieucto dice que eres el padrino.

      –Pero… –empezó a decir el emperador que, evidentemente, no entendía adónde quería llegar su esposa.

      Ella lo detuvo con un gesto perentorio.

      –Déjalo hablar. Teófilo, dile al emperador cómo se desarrolló el bautismo y quién fue el padrino.

      Con la vista baja y las manos ocultas en sus anchas mangas, respetuosamente inclinado, Teófilo declaró con una voz suave como la seda:

      –El santo patriarca fue engañado. Yo, que realicé el bautismo, sé mejor que nadie que el augusto padrino fue tu propio padre, señor: el noble Bardas Focas… ¡y estoy dispuesto a jurarlo ante Polieucto en persona!

      El emperador comprendió de inmediato. Seguramente a precio de oro, Teófano había comprado a ese hombre que, frente a todos, juraría solemnemente que él, Nicéforo, nunca había sido el padrino de la hija de la basilisa. Entrecerró los ojos al mirar a Teófilo.

      –¿Lo jurarías… sobre los Santos Evangelios?

      El otro ni siquiera pestañeó.

      –¡Ahora mismo, divino emperador!

      –Está bien. Te agradezco… ¡y sabré reconocer tu celo!

      La conciencia del emperador no se inmutó ante ese impúdico perjurio.

      En Santa Sofía, en presencia del patriarca, lleno de ira e indignación, y de una multitud bastante agitada, Teófilo juró como había prometido.

      Ya no había nada que decir. Polieucto, disgustado, se desinteresó de la pareja imperial. Sabía que no le daba la talla para oponerse a Teófano. La que había batido al eunuco Bringas era demasiado poderosa para él. Triunfante, desde ese momento, la bella emperatriz, segura de la solidez de su trono, se dedicó a sus amores.

      Pero, en la inmensa fábrica de habladurías que eran Bizancio en general y el palacio sagrado en particular, era muy difícil mantener un secreto. Demasiadas personas tenían interés en descubrir lo que hacían los amos del momento como para que los rumores, al principio vagos y luego cada vez más precisos, concernientes a los sentimientos de su esposa por su demasiado seductor sobrino, no llegaran a los oídos del basileus.

      El primer impulso de Nicéforo fue mandar ejecutar al imprudente, pero cambió de idea: Juan Tzimiskes era popular. Como él mismo hacía un tiempo, era el jefe de los ejércitos de Oriente y, como tal, era difícil afectarlo. Si se lo atacaba de frente, podía llegar a hacer lo mismo que su tío: sublevar al ejército y hacerse nombrar emperador. A pesar de su furia, Nicéforo se resignó a una solución más moderada. Por otra parte, solo tenía sospechas, pero ninguna prueba. Aprovechando un leve error militar que Juan cometió por su amor a Teófano, lo destituyó y lo desterró a sus dominios de Asia Menor. La emperatriz enfureció, pero, prudente por una vez, no manifestó su cólera.

      Aunque Nicéforo la seguía colmando de obsequios fastuosos y se mostraba siempre enamorado cuando se encontraba en su presencia, parecía querer rehuirla. Volvió a llevar bajo sus vestiduras el cilicio de san Maleinos y evitaba entrar al gineceo. Pasaba las noches en su habitación, no en una cama fastuosa y mullida, sino acostado en el piso, en un rincón, simplemente protegido del frío por una piel de pantera. Y cada día dedicaba más tiempo a la oración.

      Teófano observaba esos extraños síntomas con preocupación. Temblaba al ver que se derrumbaba su poder y su esposo estaba cada vez más ligado a los sacerdotes. Pero sufría sobre todo por estar separada de su amante. Juan, con el corazón lleno de rabia, había partido hacia sus dominios de Capadocia, dejando a Teófano desesperada, enloquecida de dolor. Pronto conoció la bella emperatriz los tormentos de un corazón vacío y de los sentidos exigentes e insatisfechos. Así se fueron infiltrando poco a poco en su interior el odio y el afán de venganza.

      Pasó un año. Un día, no aguantó más y decidió pedir la gracia para el exiliado.

      –El pueblo murmura contra ti, y tú, como un insensato, te privas de tus mejores hombres, los indispones y los alejas cuando deberías reunirlos a tu alrededor. ¿Crees que ignoro lo que ocurrió hoy en la calle principal cuando regresabas de la iglesia San Juan? El pueblo te abucheó y algunos hasta te arrojaron piedras. Tus reformas son impopulares, basileus, y tú, como un niño, aumentas cada día tu aislamiento. Polieucto, por su parte, pone al pueblo contra nosotros y, mientras tanto, tus mejores generales están en el exilio.

      Bajo el imperio de una repentina cólera, el rostro oscuro de Nicéforo se volvió casi negro. Amenazante, avanzó sobre la imprudente, dispuesto a golpearla.

      –Si lo que esperas es obtener la gracia de Tzimiskes, no cuentes con ello, Teófano. Yo sé lo que se decía de ustedes dos.

      Con un descaro perfectamente interpretado, Teófano alzó sus hermosos hombros, apenas cubiertos por una gasa de color azafrán bordada con estrellas de oro.

      –Tu sobrino no me preocupa en absoluto. Y ya que les das tanta importancia a las habladurías, hay una manera muy sencilla de hacerlas desaparecer: ¡cásalo!

      –¿Que lo case? ¿Con quién?

      –Con una de tus primas. Con Elena, por ejemplo. Es hermosa, es rica y es princesa. Esa unión lo halagaría y de ese modo olvidaría tu injusticia hacia él.

      Receloso, Nicéforo miraba a su esposa con atención. Que ella hablara de casamiento abrió una grieta en sus sospechas. ¿Qué mujer enamorada aceptaría arrojar a su amante en los brazos de otra?

      Teófano lo observaba, ocultando su odio bajo una sonrisa. Guardaba contra su corazón el último mensaje de Juan: “Trata de conseguir mi retorno. Luego, la libertad será un juego. Ya no puedo vivir sin ti”.

      Varias veces, sin insistir demasiado, Teófano volvió a la carga. La unión de Juan con su prima parecía ser su deseo más profundo. Finalmente, lo logró: Juan Tzimiskes recibió la autorización de abandonar Capadocia. Un resto de desconfianza de Nicéforo le asignó como residencia, no su palacio del centro de la ciudad, sino la magnífica casa de campo que poseía en Crisópolis, del otro lado del Bósforo.

      Teófano, feliz, se preparó para recibir a su amante y desplegó tanta habilidad que logró encontrarse con él en el recinto mismo del palacio sagrado sin que Nicéforo sospechara. Ahora debía llevar a cabo la segunda parte de su plan: la muerte del basileus.

      La mansión de Crisópolis, hundida en la vegetación de sus jardines escalonados hasta las aguas azules del Bósforo, se convirtió en el lugar de encuentro de los conjurados. Algunos oficiales del ejército de Oriente, fieles a su ex general, lo rodearon y formaron el núcleo de una conspiración que fue tomando forma poco a poco.

      Teófano era, por supuesto, el alma de esa conspiración y, con la dedicación de una mujer enamorada, preparó el próximo triunfo de Juan al mismo tiempo que la muerte de su marido. Porque para matar a Nicéforo, era indispensable herirlo en medio de su palacio, de sus guardias. Se necesitaban complicidades sólidas.

      –Hay que entrar por el gineceo –le explicó la emperatriz a su amante–. Envía al palacio a algunos de tus hombres disfrazados de mujeres. Yo los esconderé entre las mías.

      –¡Se


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