Asesinas por el puñal o el veneno. Juliette Benzoni

Asesinas por el puñal o el veneno - Juliette Benzoni


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siempre mis consejos y no te arrepentirás. Palas y yo sabemos qué es bueno para ti: solo queremos tu felicidad.

      ¡Desafortunadas palabras! Mencionar a Palas fue por lo menos una torpeza. Algunos días más tarde, Palas fue destituido de sus funciones de administrador de los bienes imperiales y obligado a regresar a sus tierras. Agripina, loca de ira, corrió a ver a su hijo y le reprochó con violencia.

      –¿Es así como reconoces los servicios prestados? ¿Me equivoqué tanto entonces contigo? He creído darle a Roma el mejor de los emperadores ¡y le he dado un tirano!

      –Mida sus palabras, madre, y no me obligue a recordar que soy el emperador.

      –¿Gracias a quién? ¡Sabes que me bastaría un gesto para que tu poder se derrumbara! ¡Y haré ese gesto! Mañana llevaré yo misma a Británico al campamento de pretorianos y haré que le devuelvan lo que le fue quitado. ¡Mañana tú no serás ya nadie y reinará Británico!

      Nerón, pálido de ira, se puso de pie, enfrentó a su madre y le dijo, tratando de mantener la calma:

      –¡Madre, sé lo que le debo! Pero me niego a darle a Palas una parte del agradecimiento que le pertenece a usted por completo. Ese hombre saquea las finanzas del imperio y lo echo como se echa a un servidor infiel. Es inútil que lo siga defendiendo. He tomado una decisión y nada hará que la cambie.

      –¿Estás seguro?

      Una sonrisa se dibujó en los labios del emperador.

      –¡Completamente seguro!

      –¡Piensa en Británico!

      –¡Pienso en él, madre!

      En efecto, unos días más tarde, Británico murió bruscamente, en circunstancias extrañas. Ese joven vigoroso sucumbió después de un alegre festín. Locusta, una vez más, había servido al hijo con el mismo celo que a su madre.

      Encerrada en sus aposentos, Agripina sintió que el miedo mordía sus entrañas. Por primera vez, comprendió que su amado hijo estaba hecho de la misma materia que ella: era cruel y no tenía escrúpulos. Palas estaba lejos y ella se sentía muy sola frente a ese desconocido al que había creído conocer tan bien. Ella había querido que Nerón reinara. Nerón reinaba, ¡pero su propio poder había llegado a su fin!

      Durante los días siguientes, Agripina comprendió que su caída en desgracia se acentuaría. Nerón no le perdonó que hubiera querido poner a Británico en su lugar. Le pidieron que dejara el Palatino. Le dieron un palacio en Roma. Disolvieron la guardia que le habían adjudicado y su efigie desapareció de las monedas. Ahora solo era la madre del emperador. La herida era profunda, pero salió a relucir su orgullo. Nadie sabría hasta qué punto se sentía ofendida y humillada. Abandonó el Palatino con la frente en alto, rechazó el palacio romano y se retiró a la magnífica residencia que poseía en Baule, cerca de Nápoles. Tenía la esperanza de que algún día Nerón se sintiera solo y la necesitara. Entones, ella le pondría una condición a su regreso… ¡y esa condición sería que volviera Palas!

      Las cosas podían haber quedado así: Nerón reinando en Roma, Agripina cultivando su jardín en Baule, y cada uno ellos podría vivir sin molestar al otro. Pero el destino había decidido algo distinto.

      El reinado de la dulce Actea, que le había inspirado una pasión tan fulgurante a Nerón, había terminado, justamente porque Actea era demasiado dulce, pura y buena. El joven emperador necesitaba placeres más fuertes.

      Había oído elogiar los encantos de la bella Popea, esposa de Salvio Otón, uno de sus compañeros, y la invitó al palacio. Fue un flechazo. Un hombre como Nerón no podía resistirse a una belleza como la de Popea, voluptuosa y arrogante. Se enamoró perdidamente de la joven y se lo hizo saber. Popea era ambiciosa, por lo menos tanto como Agripina. Entrevió la corona imperial y se dispuso a hacer desaparecer los obstáculos que le molestaban.

      Convertida en la amante del emperador, empezó por desembarazarse de su esposo. Otón fue enviado a Lusitania, donde murió poco después de una fiebre súbita cuya causa ningún médico se arriesgó a diagnosticar. Luego exigió que despidieran a Actea.

      Quedaban dos obstáculos: Octavia, la esposa legítima, y Agripina, la madre, a quien temía más. De hecho, al enterarse de los nuevos amores de su hijo, Agripina abandonó su retiro marítimo y fue a ocupar por fin su palacio romano. Conocía a Popea, y una unión con esa mujer pérfida y demasiado bella le parecía la peor de las tonterías. Nerón ya tenía una tendencia demasiado pronunciada hacia el libertinaje y la tiranía. En manos de Popea, estaría perdido para siempre.

      Un vez más, se alzó contra la voluntad de su hijo, intentó hacerlo entrar en razones y estuvo a punto de ganar la partida, pero Popea era tan astuta como ella y sabía cómo convencer a Nerón. Empezó por hacer que se casara con ella y luego, consciente de que una de las dos, Agripina o ella, debía desaparecer, rechazó a su marido.

      –¿Qué significa esto? –explotó Nerón–. ¿Por qué me rechazas? Decías que me amabas…

      Popea lo miró con sus bellos ojos verdes y se estiró como una gata, revelando su cuerpo flexible.

      –En efecto, te amaba… o más bien, amaba a un hombre frente al que todos temblaban, que era el amo del mundo y sabía hacerse respetar.

      –¿Acaso no lo soy?

      –¿Tú? ¡No eres más que un niño miedoso que tiembla ante su madre! Yo creo, por Venus, que, si a Agripina se le ocurriera azotarte, tú mismo irías a buscar el látigo.

      La burla era pesada pero surtió efecto. Nerón se puso rojo, saltó sobre la joven y le retorció las muñecas.

      –¿Cómo te atreves a decir eso? ¿Sabes qué merecerían tus palabras?

      –¿Qué me importa? –dijo Popea con los dientes apretados, tanto por la rabia como por el dolor–. ¡Mátame si quieres! Pero jamás me poseerás mientras te comportes como un bebé. ¡Y serás un bebé mientras viva Agripina!

      A pesar de su crueldad, Nerón palideció al entender lo que significaban las palabras de su amante.

      –¡No puedo matar a mi madre!

      –Matarla, no, pero puede haber un accidente.

      –¡No puedo!

      –Entonces, yo tampoco puedo pertenecerte. ¡Yo necesito un verdadero hombre!

      Aquel día, Nerón se alejó de su mujer tapándose los oídos. Pero estaba demasiado enamorado: regresó. Y poco a poco se fue elaborando el plan criminal, con la ayuda de un hombre servicial convocado por Popea. Aniceto, un liberto que se había convertido en marino, sugirió un proyecto grandioso: Nerón iría a Bayas, cerca de Baule, para celebrar las fiestas de Minerva. Allí invitaría a su madre a una cena fastuosa para celebrar su reconciliación y luego la haría llevar de regreso a Baule en una embarcación de lujo, siguiendo la costa.

      Así se hizo. Agripina, sin desconfiar, aceptó la invitación de su hijo. Nerón fue tierno y atento con su madre, la cubrió de caricias e incluso la acompañó hasta la galera, la instaló en la suntuosa habitación que habían preparado especialmente para ella y le deseó buen viaje.

      –Lo juzgué mal –le dijo Agripina, enternecida, a su dama de compañía–. ¡Es un buen hijo! ¡Popea no lo tiene todavía!

      Seguía sumergida en esos dulces pensamientos cuando de pronto, el techo, cargado de plomo, se derrumbó sobre las dos mujeres. La dama de compañía, creyendo que de ese modo la salvarían más rápido, gritó que era Agripina… e inmediatamente fue abatida por los socorristas, que la golpearon con los remos. Pero el baldaquín que cubría el lecho de la emperatriz la había protegido. Ella presenció horrorizada lo que le habían hecho a su compañera y, sin más tardanza, se arrojó al agua.

      La noche era clara, la costa no estaba lejos y Agripina era una buena nadadora. Logró llegar a la orilla y, desde allí, se hizo llevar hasta su villa de Baule.

      Al enterarse de


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