Asesinas por el puñal o el veneno. Juliette Benzoni

Asesinas por el puñal o el veneno - Juliette Benzoni


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preciso… Sí, es preciso que la propia Mesalina lo haga. Eso sería bastante fácil si ama tanto a Cayo.

      –Con la ayuda de los dioses, tal vez.

      En realidad, Agripina creía mucho más en la ayuda humana que en la de los dioses. La amistad de Narciso era muy valiosa para ella, porque él la mantenía informada sobre todo lo que hacía la pareja imperial. Además, había logrado que liberaran, a su pedido, a la famosa Locusta: Agripina le estaba muy agradecida por esto. Le prometió:

      –Si encuentro una oportunidad propicia, puedes estar seguro de que intentaré hacer entrar en razones a mi tío.

      –¡Y toda Roma te lo agradecerá!

      Pero Agripina no tuvo que tomarse ese trabajo. Mesalina se encargó de su propia perdición. Dominada por la fiebre de su amor, tuvo una idea extraña: aprovechar una ausencia de su marido para casarse con su amante y hacerlo subir al trono con ella. Mediante un hábil pase de magia, jugando con la superstición de Claudio, le hizo creer que, en una fecha determinada, “el esposo de Mesalina” moriría. Claudio siempre había sido un timorato y se asustó tanto que aceptó de inmediato la insólita idea de su esposa: bastaría que ella estuviera casada, para ese día, con un marido postizo… que sería el querido amigo de ambos, Cayo Silio. Durante ese tiempo, Claudio iría a Bayas, a esperar el final de ese período peligroso.

      Lo más increíble es que el audaz plan estuvo a punto de triunfar. El ingenuo Claudio, confiado, esperaba tranquilamente en Bayas que terminara la “mascarada”, cuando Narciso y otros hombres de su entorno fueron a verlo para urgirlo a volver a Roma. Las noticias que llegaban de allí eran tan inquietantes (y mayormente enviadas por Agripina) que terminó por comprender y sentir temor. Mesalina se había burlado de él y trataba de destronarlo.

      Furioso, Claudio regresó a su capital. Los dos amantes fueron detenidos: Silio fue ejecutado y Mesalina, apuñalada. Sin embargo, Claudio lloró su muerte con toda su alma.

      En ese momento hizo su aparición Agripina. Con los ojos llenos de lágrimas, la ternura de su corazón y el calor de su cariño, fue a consolar a su tío.

      –Aún eres joven, ¡oh, césar! Tu corazón sanará. Volverás a encontrar el amor.

      –¿El amor? ¡No quiero oír hablar más del amor! A partir de este momento, mantendré el celibato.

      –Tuviste mala suerte. Pero eso no durará. Conozco mujeres que solo piensan en tu felicidad.

      –Viejas, feas…

      –Nada de eso… –Agripina bajó la vista con un pudor perfectamente interpretado–. Conozco por lo menos una que, según dicen, es joven, bella y deseable, y te ama más que a nada en el mundo.

      Claudio abrió grandes los ojos. La idea de otra mujer, bella y joven, empezó a secar sus lágrimas. Pero se repuso:

      –Más tarde, Agripina, más tarde me hablarás de esa mujer joven y bella que, si se pareciera a ti, tendría ciertas posibilidades de gustarme. Pero, por ahora, solo quiero llorar mis ilusiones y mi estupidez.

      Y volvió a llorar. Agripina no insistió. El pez había picado: solo faltaba ajustar el anzuelo. Pero estaba segura de lograrlo: por fin veía abrirse ante ella el camino al trono.

      De pronto, recordó un detalle que había olvidado por un momento en medio de su alegría: ¡Pasieno! Para casarse con Claudio, debía ser libre. Pero estaba casada…

      Agripina no era una mujer que dudara mucho tiempo cuando estaba en juego su futuro. Esa misma noche, cubierta con un velo, subió a su litera y se hizo llevar hasta la Porta Capena. Desde allí, se dirigió a pie a la casa de Locusta.

      El resultado no se hizo esperar. Poco tiempo después, el pobre Pasieno pasaba a mejor vida y su viuda quedaba libre para ir en busca de su tío y unir sus lágrimas y sus lamentos a los suyos.

      Claudio se convenció tan pronto que en la primavera de 49 se casó con su sobrina.

      Desde ese momento, Agripina vigiló estrechamente su corona, como también a su esposo: una doble operación que dio lugar a algunas intervenciones enérgicas.

      Un día, por ejemplo, los ojos claros de Agripina no perdieron su calma habitual ante el espectáculo que se ofrecía ante ellos. Lenta, graciosa en sus velos de púrpura imperial bordada en oro, avanzó hasta el trípode de bronce sobre el cual los esclavos habían colocado la cabeza cortada de Lolia Paulina. Hacía poco tiempo que la muerte había cerrado esos bellos ojos negros y estropeado la piel dorada de la víctima, porque aún fluía la sangre, pero el hermoso rostro, que por un instante había atraído la mirada del emperador Claudio, estaba irreconocible. El terror y el sufrimiento lo habían deformado con crueldad. Frente a los restos de esa mujer cuya muerte había ordenado por haberse atrevido a disputarle el corazón de Claudio tras la muerte de Mesalina, Agripina frunció el ceño y su boca hizo una mueca dubitativa.

      –¡Esa cara es muy fea! –dijo–. ¿Estás seguro, Faros, de que realmente es Lolia Paulina?

      El jefe de los esclavos pareció sorprendido, pero Agripina hablaba en serio.

      –¿Qué prueba puedo darte, augusta? Esta mujer fue arrestada en la casa de Lolia Paulina, vestida con la ropa de Lolia Paulina, en el lugar de Lolia Paulina. ¿Qué más puedo decir?

      –¡Tus pruebas son débiles! Por suerte para ti, tengo una manera de verificarlo. ¡Ábrele la boca!

      –Que le…

      –Haz lo que te digo –se impacientó la emperatriz–, si no quieres sufrir su mismo destino. ¡Ábrele la boca!

      El esclavo lo hizo, temblando. Agripina se inclinó y examinó cuidadosamente los dientes de la muerta. Luego se irguió, sonriente.

      –Es realmente Lolia Paulina –dijo con satisfacción–. La muerte la desfiguró, pero esos dientes son de ella. ¡Llévate este cadáver y haz con él lo que quieras!

      Ya tranquila, con el alma en paz, Agripina, emperatriz de Roma desde hacía dos meses, fue a reunirse con las mujeres que la vestirían y la adornarían para el banquete de la noche. Desde que se había casado con Claudio, Agripina pensaba que nunca estaba suficientemente arreglada. Aunque el emperador fuera feo y tonto, aunque su físico fuera poco atractivo, era el emperador, es decir, el hombre sobre el que convergían todas las miradas femeninas. Ante la menor señal, las más bellas estaban dispuestas a entrar en su cama. Y la muerte brutal de Mesalina le había demostrado a su reemplazante que, para permanecer en el trono de Roma, una mujer tenía que usar todas sus armas.

      Los dioses sabían, empero, que en cuestión de armas, Mesalina había estado mejor provista que nadie, pero su coraza tenía un defecto que Agripina se prometió no dejar que se instalara en la suya: Mesalina amaba el amor y era incapaz de resistirse a él. La nueva augusta se juró desterrar de su corazón para siempre ese sentimiento peligroso. Poseía el trono, viviría para él y para entregárselo a su hijo, el joven Nerón, en detrimento del hijo que Claudio había tenido con Mesalina, Británico.

      De los dos favoritos de Claudio, Narciso y Palas, el segundo no disimulaba demasiado la pasión que sentía por la nueva augusta. Había trabajado con gran energía por aquel matrimonio, alabando ante su amo los encantos de su bonita sobrina… y esperaba ser recompensado por ello. Un día se atrevió incluso a declararle sus sentimientos a Agripina.

      –¡Solo actué por amor a ti! Tú eres emperatriz porque yo lo quise. ¡Lolia Paulina tenía las mismas posibilidades de gustarle a Claudio!

      –¿Qué significa eso? –le preguntó secamente Agripina.

      No le había gustado esa declaración brutal, aunque, sin admitirlo, se sintió perturbada por ella. Ese hombre no era hermoso, pero tenía prestancia. Había algo de tribuno en ese liberto cuya voz profunda agitaba los corazones.

      –Significa –prosiguió Palas inclinándose sobre el lecho en el que descansaba la emperatriz– que todavía puedo hacer mucho por ti… ¡mucho más de lo que crees!

      –Claudio


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