Asesinas por el puñal o el veneno. Juliette Benzoni

Asesinas por el puñal o el veneno - Juliette Benzoni


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mucho más!

      –¿Qué?

      –El trono para tu hijo. Pero Claudio ya tiene un heredero, un hijo que será su sucesor. Si tú deseas que reine Nerón, Claudio debería adoptarlo. Si no, aunque a Británico le ocurriera alguna desgracia, Nerón no tendría ninguna posibilidad de convertirse en emperador.

      –¡Yo sabré convencer a Claudio de adoptar a mi hijo!

      –Yo puedo hacerlo mucho mejor que tú. Claudio siempre desconfiará de su esposa. Mesalina se encargó de insuflarle la sospecha para siempre. Pero no desconfiará de su mejor amigo.

      Agripina no respondió de inmediato. Sentía algo extraño. Ese Palas la atraía como ningún otro hombre. Entendía perfectamente sus intenciones y no tenía el menor interés en convertirlo en su enemigo. Pero, si cedía ante él, ¿no corría el riesgo de quedar a su merced? ¡Y le gustaba tanto! ¿Cómo podía saber si, en sus brazos, ella no perdería la lucidez que se había prometido mantener a cualquier precio? Para forzarlo a ser explícito, le preguntó con desdén:

      –¿Qué quieres en pago por tus servicios? Tu fortuna ya es inmensa, Palas, puesto que eres el guardián del Tesoro…

      –¡No quiero oro! ¡Te quiero a ti! ¡Te haré tan grande que el emperador desaparecerá ante ti! ¡Te amaré como nadie te amó jamás, ni Enobarbo, ese bruto, ni Pasieno, ese imbécil, ni Claudio, ese viejo! ¡Yo soy joven y vigoroso, y te amo!

      Y así fue como Agripina se entregó, por interés, al hombre que amaba.

      Durante mucho tiempo, los amores de Agripina y Palas permanecieron en secreto. Para la joven, fue una extraña aventura: en los brazos de ese hombre al que empezó a amar con pasión, debía controlarse siempre, porque él siempre debía creer que ella se estaba sacrificando. Aunque Palas cumplió todas sus promesas, pocas veces se abandonaba Agripina en forma total. En cuanto a Claudio, reducido al estado de un instrumento dócil, porque estaba perdidamente enamorado de su esposa, adoptó a Nerón y hasta llegó a decir, un día en que Nerón tomo la palabra en el Senado (un gran honor para un niño de trece años), que, si él moría, Nerón sería capaz de reinar.

      Palas hizo algo más para su amante. Logró que le otorgaran los mismos privilegios que al emperador. Se acuñó moneda con su efigie. Ella presidía las revistas militares, recibía a los embajadores extranjeros e incluso obtuvo el derecho de ir al Capitolio en un carruaje dorado. Por último, la hija de Claudio, Octavia, se casó con Nerón. Quedó totalmente despejado para este el camino al trono.

      Pero, mientras que Palas era el más apasionado de sus esclavos, Agripina tenía un encarnizado enemigo en Narciso. El otro comensal de Claudio había visto con envidia la creciente intimidad entre la augusta y su rival. Sobre todo porque sus derechos, como también sus servicios, eran mucho más antiguos. ¿Acaso no había ayudado Narciso a Agripina a desembarazarse de Mesalina? Decepcionado y ofendido, sintió que se terminaba su antigua amistad y empezó a defender la causa de Británico. Una mañana de abril de 54, Narciso se ingenió para ver a Claudio a solas en las termas, mientras le hacían masajes.

      –Nerón se comporta ya en todas las circunstancias y en todas partes como tu sucesor –le dijo al emperador–. Es tiempo de que recuerdes a tu verdadero hijo y no a ese adoptado.

      Claudio alzó sus pesados párpados arrugados y observó al liberto con una mirada fría.

      –¿Quién dijo que olvido a mi hijo? Adopté a Nerón para darle el gusto a su madre y porque un muchacho con sus méritos valía la pena, pero es Británico quien me sucederá.

      –¡Entonces, haz que el pueblo lo sepa! Otórgale a Británico la toga viril en una gran ceremonia para que se disipen los equívocos. ¡Una vez que sea un hombre, el pueblo tendrá en él a un auténtico césar!

      Claudio vaciló un momento. Le preocupaba lo que pudiera decir Agripina de ese golpe de Estado. Pero Narciso volvió a la carga.

      –¡Cuídate, Claudio! ¡La ambición de la augusta no tiene límites! Ella quiere que reine su Nerón, y si tú no haces de tu hijo un muro entre ella y tú, un día morirás… ¡como murió Pasieno!

      –¿Qué sabes tú de la muerte de Pasieno?

      –¡Nada! Salvo que, en esa época, Locusta recibió visitas muy extrañas…

      –Locusta se está pudriendo ahora en el fondo de una fosa del Tullianum.

      –Deberías hacerla matar, césar. ¡Sería más seguro!

      Pero el destino protegía a Locusta. Claudio estaba seguro de sus prisiones y consideró inútil hacerla ejecutar, pero siguió escrupulosamente los demás consejos de Narciso… y de ese modo, firmó su sentencia de muerte. Agripina se preocupó tanto al ver que le otorgaban la toga viril a Británico que decidió pasar a la acción.

      La emperatriz sentía un gran interés por Locusta y le preocupaba su destino. Sabía que la hechicera estaba encerrada en el Tullianum y secretamente había dado la orden de que la pusieran a resguardo en el caso de que alguien, incluso el emperador, intentara hacerla desaparecer. Habiendo tomado esas precauciones, se sentía más bien satisfecha de que Locusta estuviera en prisión: eso la dejaba aún más a su merced.

      Mandó sacar subrepticiamente a la envenenadora de la cárcel y le dio la orden de proporcionarle un medio rápido y seguro de eliminar al emperador. Locusta no tenía alternativa: si se negaba, regresaría al Tullianum sin la menor esperanza de salir algún día de allí, y si el emperador lograba salvarse, tampoco podría permanecer en libertad. De modo que aceptó.

      –Al césar le gustan mucho los hongos –le confió Agripina.

      Y Locusta, obediente, confeccionó un plato de hongos tan apetitoso como mortal, que le sirvieron en la cena al infortunado Claudio. Como era su costumbre, el emperador comió en forma inmoderada. La dosis masiva de veneno que ingirió no lo mató, pero lo enfermó gravemente. Mandaron llamar a un médico. El que fue a verlo le era fiel a Agripina, que, de pie junto al lecho imperial, sostenía la mano del moribundo.

      –El césar comió demasiados hongos. Hay que hacerlo vomitar.

      Y el médico introdujo en la garganta imperial un cálamo de pluma… previamente envenenado. Esta vez, Claudio no resistió y en la madrugada del 12 de octubre entregó a los dioses su alma ingenua.

      Ahora, entre el trono y Nerón, no había más que un pequeño paso. Agripina, segura de sí misma, fue a ver a Británico y lo abrazó muy fuerte, en medio de grandes llantos, mostrando un profundo dolor… con el único objetivo de impedirle salir. Mientras tanto, Nerón se mostraba ante los todopoderosos pretorianos y se hacía aclamar emperador de Roma. Agripina y Palas podían felicitarse: ¡habían hecho un buen trabajo!

      Eso pensaban al menos el día en que Nerón se convirtió en césar. Ese día les había dado a sus soldados como contraseña “la mejor de las madres”. Agripina creía que su hijo sería un instrumento aún más dócil que su difunto marido. Y, fiel a su política de eliminación de sospechosos, hizo caer varias cabezas, entre ellas, la del imprudente Narciso. Pero, a sus diecisiete años, Nerón ya sabía lo que quería. Y, en primer lugar, no quería estar casado con Octavia, a la que considerada insípida y desprovista de ese atractivo picante que le gustaba. Se había enamorado de una bella liberta, Actea, y pretendía repudiar a Octavia para casarse con ella. Esto provocó una primera escena entre madre e hijo.

      –Me costó mucho trabajo hacerte casar con Octavia como para que ahora la repudies. ¿Olvidas que es la hija de Claudio?

      –No. Tampoco olvido que yo soy su hijo adoptivo y el emperador de Roma. Mi placer es lo más importante y estoy cansado de Octavia.

      –Cansado o no, ¿cómo crees que reaccionará Roma cuando te vea rechazar a la hija de los césares por una ex esclava? ¿Crees que tu poder es tan firme? ¿No piensas que los pretorianos podrían rebelarse? ¡Tu corona es muy reciente, hijo mío, y lo olvidas con demasiada facilidad!

      Nerón no contestó. Las palabras de su madre penetraron en su alma. En un sentido


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