Asesinas por el puñal o el veneno. Juliette Benzoni

Asesinas por el puñal o el veneno - Juliette Benzoni


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presenciar las furiosas escenas que ella le hacía a su marido, los amigos de la pareja pensaban que algún día Enobarbo la estrangularía, pero, curiosamente, era el coloso quien parecía aterrorizado. Seguramente respetaba la sangre imperial en su esposa-niña, pero también ese carácter que era aún peor que el suyo. Por eso, cuando lo nombraron procónsul en Sicilia, Enobarbo respiró aliviado. Eso le permitía alejarse de vez en cuando de la joven furia. Solo regresaba a Roma por breves períodos y en esos momentos se dedicaba únicamente a hacer realidad su sueño: un heredero, para que no desapareciera el antiguo linaje de los Enobarbo.

      –¡Pero el día que tenga un hijo, omnipotente Júpiter –juró el coloso pelirrojo–, ese día, desaparezco! ¡No permaneceré una hora más junto a esa bruja!

      Ahora había sucedido y, al entrar a la habitación de su joven esposa, buscó inmediatamente con la mirada a la nodriza y al bebé. Era un niño vigoroso. Lloraba a todo pulmón y eso pareció llenar de alegría al feliz padre.

      –Tiene una hermosa voz, ¿eh, Polión? Y será pelirrojo: eso se ve enseguida. ¡Así las malas lenguas de Roma no tendrán de qué hablar! ¡Sin duda, es mi hijo!

      De mala gana, se acercó a la cama en la que Agripina lo miraba con los ojos semicerrados y una pequeña sonrisa en sus labios algo pálidos. Él la miró un momento y, como si cada palabra le costara un enorme esfuerzo, dijo:

      –Te agradezco.

      –No hay de qué. No fue para darte el gusto: yo quería tener un hijo más que tú.

      –¿Qué esperas de él?

      –Todo lo que tú fuiste incapaz de realizar. Es “mi” hijo. Lo convertiré en un emperador.

      –¡Muy bien! –dijo Enobarbo–. ¡Lo lamento por los romanos! De todos modos, no estaré aquí para ver sus desgracias.

      –Pero ahora te sientes feliz, Cneo. Entonces, ¿por qué quieres partir sin demora hacia Sicilia?

      –Por dos razones –respondió el marido seriamente–. En primer lugar, ya te he visto demasiado, Agripina. ¡Y, además, siento deseos de vivir un poco más! ¡Que te vaya bien!

      Una hora más tarde, Cneo Domicio Enobarbo abandonaba la hermosa ciudad de Anzio para no volver nunca más. En cuanto al niño que acababa de nacer, le dieron el nombre de Nerón.

      Dos años más tarde, cuando Agripina se enteró de la muerte de su marido, no pudo evitar una sonrisa y un suspiro de alivio. ¡Era libre por fin! ¡Libre de hacer lo que quisiera de su vida! Aquellos dos años habían sido mortales y, muchas veces, la joven pensó que Enobarbo había hecho bien en poner una gran distancia entre ellos. De lo contrario, solo los dioses sabían si ella no se hubiera tentado de abreviar una vida tan larga…

      Con su paso lento y majestuoso a pesar de su juventud, fue hasta un gran espejo de plata pulida que la reflejaba de cuerpo entero. Se contempló un momento con una profunda satisfacción. Era alta, rubia, y tenía el vigoroso esplendor de una estatua de Juno. Ella estaba segura de que su cabeza fina de perfil perfecto estaba destinada desde siempre a llevar la corona imperial y, pensando en ello, le sonrió a su imagen.

      En ese momento, el emperador era su hermano Calígula, un extraño joven seductor, culto y feroz, que no parecía estar muy bien de la cabeza. Al principio, había gobernado con prudencia y el pueblo lo amaba. Pero, desde hacía algún tiempo, sus peligrosas fantasías se habían multiplicado de modo preocupante. No le gustaban las mujeres, pero amaba a Lépido, su favorito. Y Agripina, segura del poder de su belleza, decidió ponerlo a prueba con el favorito de Calígula. Él estaba cerca del joven emperador a cualquier hora del día o de la noche: por lo tanto, tenía las mayores posibilidades de… matarlo. ¡Entre sus ambiciones y sus sentimientos familiares, Agripina jamás dudaba!

      –Ve a buscar a Lépido –le dijo a Myrrha, su dama de compañía–. Dile que quiero hablar con él esta noche, sin testigos.

      Sin disimular su sorpresa y su admiración, Lépido, sentado sobre un banco, contempló a Agripina. Nunca la había vista tan de cerca porque, en general, la hermana del emperador lo trataba con frialdad. ¡Jamás le había parecido tan bella! Los velos blancos que la envolvían destacaban su piel dorada y la magnífica joya de oro y turquesa que cubría su garganta y sus hombros. Y sonreía con una dulzura completamente nueva para el favorito.

      –No siempre he sido justa contigo, Lépido, y tendrías motivos para odiarme. Pero es que yo estaba convencida de que le dabas malos consejos al emperador, que le impedían cumplir sus deberes.

      Lépido se encogió de hombros y su mirada se oscureció.

      –Hubiera sido una locura de mi parte, divina Agripina. El emperador no le pide consejos a nadie… ¿Sabías que ayer se ensañó con todos los calvos de Roma y en los próximos días los arrojará a las fieras?

      –¿Con todos? ¿Y mi tío Claudio?

      –Claudio es un ingenuo y Calígula nunca tocaría a alguien de su propia sangre, pero te digo esto para que entiendas: yo nunca le di consejos al césar… salvo buenos consejos.

      –¿Matar a todos los calvos? –repitió Agripina, pensativa–. ¡Qué idea tan graciosa!

      –¿Graciosa? Lo dices sin pensar. ¿Y si mañana empieza a odiar a… no sé… a su propia familia? ¿O a sus amigos más cercanos?

      –¿Quieres decir a ti o a mí? Ya lo pensé, Lépido, y por eso te pedí que vinieras. Pero acércate… ¡tenemos tantas cosas que decirnos!

      Retrocedió en su cama, donde se había recostado a medias, para hacerle lugar. Él se sentó muy cerca de ella, tan cerca, que las emanaciones de su perfume lo invadieron bruscamente, embriagando sus sentidos. Agripina sonrió ante la notoria confusión del joven y le acarició un brazo.

      –Tú me gustas, Lépido… Siempre me has gustado, incluso cuando me negaba a mirarte. En realidad, creo que estaba celosa de mi hermano.

      –¿Celosa? Eres tan bella, Agripina… ¿Qué hombre no estaría dispuesto a caer a tus pies por una sola sonrisa tuya?

      Ella se acercó aún más y le tendió sus labios plenos y rojos.

      –Y por mucho más que una sonrisa, Lépido, ¿qué harías?

      Muy pronto, los dos amantes se hicieron cómplices, porque se entendían a la perfección. Suprimir a Calígula era servir a Roma, que no estaría segura mientras reinara un hombre tan demente como para nombrar cónsul a su propio caballo. Además, ¿cómo podía saberse a quién le correspondería la corona, una vez muerto Calígula? ¿No sería Lépido un excelente emperador? Bastaría tener suficientes partidarios… y sobornar a muchos senadores. Solo había que encontrar un medio sencillo de eliminar a Calígula. Agripina conocía ese medio: se llamaba Locusta.

      Era una mujer extraña, sin edad, siempre vestida de negro, que vivía fuera de la Porta Capena, en una vivienda solitaria que daba a un pantano. El temor supersticioso alejaba de allí a los curiosos. En esa casa, Locusta elaboraba filtros y leía el futuro. Criaba serpientes y vivía sola con un sirviente negro muy feo, mudo y sordo. Pero Agripina no conocía el miedo y más de una vez había cruzado el umbral de esa sórdida morada para conseguir filtros de amor o de belleza, o para conocer el futuro. Un día, Locusta, inclinada sobre un escudo de cobre lleno de agua turbia, le había profetizado:

      –Tú serás augusta y tu hijo será césar.

      Agripina se repetía esas palabras a menudo, con una profunda embriaguez que no podía compararse a ninguna alegría de amor. ¡Augusta! ¡Reinar! ¿Qué destino podía ser más grande que ese? ¿Y cómo no intentarlo todo para que se cumpliera una predicción tan grandiosa?

      Locusta tendió su mano delgada para recibir la pesada bolsa de oro que le entregó Agripina, que estaba totalmente cubierta por velos y le recomendó silencio. Ella, por su parte, le dio un pequeño frasco de vidrio azul.

      –Tres gotas –le dijo–. Solo tres gotas, en cualquier alimento. El gusto no cambia.

      Agripina


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