Asesinas por el puñal o el veneno. Juliette Benzoni
festejos. La situación era tan inquietante que un día Lu le manifestó sus temores a uno de sus más antiguos amigos, Siao Ho, uno de los ministros más escuchados por el emperador.
–¿Por qué estas fiestas? ¿Por qué todo este brillo? –se quejó Lu con amargura–. ¡El emperador actúa como si no tuviera otros hijos! ¿Olvidó que Liu Ying, el hijo que yo le di, está vivo y crece con fuerza y salud?
–¡Los caprichos de un hombre que se acerca al eterno descanso son imprevisibles, luz celestial! ¡El sublime señor está enloquecido con ese niño!
El ministro desvió la mirada, visiblemente incómodo. Pero cuando la emperatriz quería saber algo, siempre lo lograba. Al ver que Siao Ho no tenía más información o no quería decir más, Lu convocó al jefe de los eunucos, un anciano codicioso y astuto que era su aliado… a cambio de oro.
–¿Qué dicen en el harén? –le preguntó–. ¿Qué dicen del hijo de Qi?
–No dicen nada, dama todopoderosa, pero…
–¿Pero?
Una bolsa llena de oro apareció como por arte de magia en la mano de Lu. De inmediato, el rostro del eunuco se iluminó.
–¡Pero Qi está muy alegre! Dice que, después de la muerte del emperador, ella será la primera dama, porque su hijo reinará.
–¿Su hijo? Solo Liu Ying es el heredero. Además, antes de este, otros hijos han nacido de otras concubinas. ¿El emperador perdió la cabeza?
–El hombre dominado por la pasión ya no tiene cabeza, solo sentidos. Y Qi despierta los del sublime señor. No puede privarse de ella. Dicen que le juró que, en el momento de morir, designará como sucesor a su hijo.
–En el momento de morir…
Lu estaba demasiado acostumbrada a mostrarse impasible como para revelar ante su sirviente el tumulto que agitaba su alma. Ella sabía que si Liu Bang tenía el tiempo de entronizar a ese niño, se declararía entre ellos una guerra que ella perdería, ya que la voluntad de un emperador difunto era sagrada para el pueblo.
Algunas semanas más tarde, Liu Bang, que se quejaba a menudo de una antigua herida, sobre todo cuando el tiempo era caluroso y húmedo, recibió de manos de un médico un bálsamo milagroso. Al día siguiente, falleció. Fue el 1º de junio de 195 a. C. Liu Ying se convirtió en emperador, pero quien realmente gobernó China fue Lu, su madre. El joven emperador, aunque ya era casi un hombre, era débil y poco inteligente. A Lu no le costó ningún trabajo hacerse cargo del poder.
Su primera acción fue una venganza terrible y alucinante. La infortunada Qi fue entregada a los verdugos de la emperatriz y abominablemente mutilada. Le cortaron los pies y las manos, le arrancaron los ojos y le quemaron las orejas. Luego le administraron un estupefaciente y la arrojaron como una “cerda humana” a un porqueriza del palacio, donde la alimentaron con desechos.
Naturalmente, también eliminaron a su hijo, y luego, como Lu le temía al príncipe Liu Huan, que su marido había tenido con otra concubina, en un banquete, colocaron frente a él una copa envenenada. Pero quien tendió su mano hacia la copa fue el joven emperador, el hijo de Lu: esta apenas alcanzó a arrojarse sobre él para impedir que bebiera. Advertido de este modo, Liu Huan se apresuró a huir lo más lejos posible.
El emperador reinó apenas siete años. No gozaba de buena salud y, además, a Lu le preocupaban los hechos intempestivos como los del banquete. Desapareció entonces con la mayor discreción, pero, como había dejado un hijo dispuesto a asumir la sucesión, de pronto la salud de este empezó a declinar. Lo enterraron pocas semanas después que su padre.
Sin embargo, se necesitaba un emperador. Lu entronizó a un títere, Yi, que tomó el nombre de Gong. Fue una buena elección: a ese hombre no le interesaba en absoluto el gobierno y solo quería que le proveyeran vino y mujeres en cantidad suficiente.
Ahora, la terrible emperatriz viuda tenía las manos libres y, como no conocía el remordimiento, su espíritu estaba en paz. Instaló en todos los puestos de mando del imperio a personas de su familia y de su clan, con quienes sabía que podía contar.
Pero no pensó en su edad. Ahora tenía casi setenta años y su cuerpo, otrora vigoroso, estaba minado por la enfermedad. Los médicos se esforzaban por aliviar los dolores que a veces la hacían aullar en medio de la noche como una hiena herida. Su mal se agravó rápidamente y se hizo tan evidente que, al ver que tenía los días contados, muchas de sus antiguas víctimas empezaron a levantar cabeza. Algunos recordaron al joven príncipe Liu Huan y le enviaron un mensajero al fuerte de la frontera donde se ocultaba.
Liu Huan era inteligente y aprovechó esa oportunidad extraordinaria. De noche también, volvió en secreto a Chang-ngan rodeado por un puñado de partidarios, que abrieron una de las puertas del palacio a orillas del Wei donde agonizaba la anciana emperatriz. Armados hasta los dientes, recorrieron en silencio los pasillos y los patios, y llegaron hasta la lujosa habitación en la que, rodeada de sahumerios, Lu descansaba en una cama bordada. Pero en el instante en que aparecieron, al oír que estallaban los lamentos, supieron que su enemiga había dejado de vivir, frustrándoles la venganza final. Era el 21 de julio de 180 a. C.
En ese momento, al pie del lecho mortuorio, los hombres de Liu Huan masacraron a todos los parientes de la difunta. La habitación se llenó de sangre…
La pesadilla había terminado. Liu Huan se convirtió en el emperador Hiao Wen. La gran dinastía de los Han, nacida de un campesino astuto, marcaría a China tan profundamente que, hasta el final del Imperio, todos los emperadores se enorgullecerían de titularse Hijos de Han.
Una clienta famosa para Locusta
(37 d. C.)
–¡Es un niño! –gritó el liberto, mientras se preguntaba si su amo no estaría demasiado ebrio como para oírlo–. ¡Un magnifico varón, lleno de salud! ¡Y se parece a ti!
Cneo Domicio Enobarbo entreabrió un párpado, bajo el cual se filtró una mirada tierna. Su boca gruesa se torció en una mueca que podía simular una sonrisa sin entusiasmo.
–¿Se parece a mí? –dijo con una voz ligeramente pastosa–. ¡Lo siento por él!
–Bueno –se sonrojó el griego–, también se parece a su madre…
–¡Peor! De Agripina y de mí, solo podía nacer un monstruo. ¡Por lo que tú me dices, es así!
Enobarbo logró levantar su pesada estructura de la cama sobre la que se había desplomado después del banquete, bebió de un trago un vaso de vino falerno y luego se apoyó sobre el hombro del liberto para apuntalar su marcha vacilante. Este se dobló bajo el peso y balbució:
–¿No estás contento, amo?
El ancho rostro de Enobarbo pareció partirse en dos. Su risa estentórea descubrió sus fuertes dientes blancos, que parecían volver más rojos su cabello y su barba.
–Claro que estoy contento, ¡porque ahora soy libre! He perpetuado mi estirpe, puedo irme a vivir lejos de la zorra de mi mujer. ¡Vamos a ver al último de los Enobarbo! ¡Y luego, Polión, regresaremos a Sicilia!
Desde la suntuosa habitación en la que descansaba después de dar a luz, Agripina observaba cómo el mar azul lamía la arena de Anzio y pensaba casi lo mismo que su esposo. Ese nacimiento los liberaba de una vida en común, iniciada hacía nueve años, que se había convertido en un infierno. En aquel momento, ella tenía trece años y él treinta más, pero se había enamorado de ella, y a ella, bisnieta del emperador Augusto pero pobre, le atrajo la idea de casarse con uno de los más importantes ciudadanos romanos. A primera vista, Enobarbo (que significa “barba de bronce”) parecía hecho de la misma materia que su barba, la materia de los emperadores ¡y, justamente, la vocación de Agripina era ser emperatriz!
A decir verdad, dos años después de la boda, Enobarbo había tenido un buen comienzo, al recibir el título de cónsul, pero le gustaban demasiado las borracheras, las mujeres, los gladiadores y las riñas en el barrio de Suburra