Asesinas por el puñal o el veneno. Juliette Benzoni

Asesinas por el puñal o el veneno - Juliette Benzoni


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hermosas del país para someterlas a la elección del príncipe. Así lo dictaba la costumbre: cuando un príncipe no estaba comprometido con una princesa extranjera, seleccionaban para él, con el mayor cuidado, unas tres o cuatro mil candidatas entre las más bellas de sus súbditas para que pudiera elegir. No se consideraban ni el rango ni la fortuna: solamente la juventud, la belleza y la salud.

      Constantino VII había dado esa orden por pedido expreso de su hijo, feliz al ver que, por una vez, pensaba más en el matrimonio que en sus placeres. Ignoraba que el príncipe ya había elegido y que montaba esa gigantesca comedia para salvar las apariencias. Por intervención de Romano, ya habían sacado a Anastasia secretamente de la taberna de su padre; la llevaron a una casa de la ciudad, en la que el emisario del emperador la “descubrió”, como por casualidad.

      Llegaron mujeres jóvenes desde todos los puntos del imperio, y las instalaron en el palacio de la Magnaura, donde eunucos y matronas hicieron una primera selección, y luego una segunda. Al final, solo quedaron doscientas jóvenes, entre las cuales estaba, por supuesto, Anastasia.

      En el día fijado para la presentación, las bañaron y las adornaron suntuosamente; luego, fueron entrando una tras otra para arrodillarse, sobre los mosaicos azules de la sala del trono, frente a dos íconos rutilantes de oro y piedras preciosas que eran el basileus y su hijo Romano. Por supuesto, Anastasia fue elegida como la futura esposa.

      Para no despertar susceptibilidades, ocultaron su origen más que modesto. Se dijo que era oriunda de Macedonia y pertenecía a una antigua familia arruinada y caída en el olvido. Crátero, a quien su futuro yerno colmó de oro, aceptó desaparecer y radicarse en Asia Menor. Por último, siguiendo la costumbre, Anastasia cambió su nombre de pila por otro, más elegante de acuerdo con el código de la corte.

      Convertida en la princesa Teófano, la joven tabernera se casó con gran pompa, en octubre de 956, con el príncipe Romano, bajo las cúpulas de Santa Sofía. Poco más de un año después, en el palacio de pórfido reservado para los partos imperiales, la joven dio a luz un varón que recibió el nombre de Basilio. Así empezó el camino al poder para la hija de Crátero.

      Entre los altos funcionarios del palacio sagrado, uno de los más activos, de los más ambiciosos también, era sin duda el parakoimomenos, o ministro, José Bringas. Como muchos dignatarios, era un eunuco, ávido e inteligente, fríamente cruel y con un único objetivo: el poder. Ya como princesa, viviendo dentro de las murallas del palacio, Teófano apreció al hombre en su justo valor y pensó que podría serle útil.

      La limitación física de Bringas le daba un fácil acceso al gineceo, los aposentos de las mujeres: por lo tanto, a la joven esposa de Romano no le costó ningún trabajo atraerlo. De inmediato se ganó su voluntad con algunos obsequios, porque él era avaro e interesado, y luego con algunas picardías en las que era una experta. Interpretando el papel de una niña admiradora, le hizo creer que tenía por él un gran respeto, una enorme consideración y que pensaba que él era mucho más apto que el viejo emperador para dirigir los destinos de Bizancio. Conquistado por esos agradables halagos, Bringas empezó a soñar con un futuro en el que esa adorable muchacha, tan sencilla e inteligente, desempeñara el papel principal en el palacio sagrado. Ella sería una basilisa ideal, sobre todo porque solo pedía que él, Bringas, la manejara.

      Por eso la escuchó con oído complaciente cuando ella suspiró:

      –El emperador es un hombre notable y lleno de bondad, pero yo creo que, desde hace algún tiempo, está envejeciendo. ¿No le aconsejarías tú, amigo, que se retirara, que le dejara su lugar a su hijo? A su edad, debería querer descansar, ¿no te parece?

      El tono era tan ingenuo que Bringas no pudo evitar una sonrisa.

      –Quizá me parezca a mí, pero él no piensa de ese modo. Pretende morir en el trono.

      –¡Ah! –se limitó a decir Teófano–. ¡Qué pena!

      Pero su insinuación fue escuchada: pronto, en octubre de 959, el basileus Constantino, preocupado seguramente por no seguir afligiendo más tiempo a una joven tan encantadora, murió tan de súbito que alguien habló por lo bajo de veneno. De todos modos, su lugar quedó libre.

      Teófano empezó a lucir la pesada corona de oro y piedras preciosas de las emperatrices de Bizancio, mientras que, en Santa Sofía, Romano se convertía en el basileus Romano II y recibía su propia corona de manos del patriarca Polieucto. Ese mismo día, con gran pompa, la nueva soberana tomó posesión de los legendarios aposentos de las basilisas, fastuosamente adornados con mármoles y pórfidos excepcionales que formaban con el oro y las gemas un magnífico abanico de colores.

      Algunas semanas después de ese gran acontecimiento, cuyo esplendor había conmocionado a la gran ciudad del Cuerno de Oro, tuvo lugar una extraña escena en el gineceo del palacio. Cinco mujeres sollozaban a los pies de Romano II, que permanecía impasible. De pie en un rincón, las observaba Teófano, con una malévola sonrisa en los labios…

      Esas cinco mujeres eran la basilisa Elena, viuda de Constantino, madre del joven emperador, y sus cuatro hijas. Lloraban desesperadamente, abrazadas, porque una orden de Romano acababa de asignarle a cada una de las cuatro muchachas un convento. Solamente Elena, su madre, podía permanecer en el palacio, pero la angustiaba la partida de sus hijas.

      –Hijo mío –suplicó–, no puede usted arrojar así fuera del mundo a sus hermanas. ¡Son jóvenes y bellas, y desean vivir como todas las mujeres y no enterrarse vivas en un convento!

      –Solo la vida religiosa es digna de ellas –respondió Romano desviando la mirada.

      Su voz sonó tan temblorosa que la princesa Ágata, la mayor, comprendió de dónde venía el golpe. Se puso de pie de un salto y obligó a su madre a imitarla.

      –No se humille así, madre, porque es pura pérdida. Comprenda que esa decisión no viene de su hijo. Es esa miserable mujer que está detrás de él, esa Teófano salida de no se sabe dónde, quien nos echa de nuestra casa.

      –¡Ágata! –gritó el emperador–. ¿Te volviste loca?

      –Me gustaría estarlo. ¿Crees realmente, gran basileus, que engañas a las personas que conocen bien esta ciudad? ¿Crees que no se dieron cuenta de que es un invento lo de la antigua familia macedonia? Aquí todo el mundo sabe que esa muchacha viene del barrio Zeugma, que su padre…

      La princesa no terminó de hablar. Ante una señal del emperador, llegaron dos guardias: sacaron de la habitación a la joven, que seguía gritando, loca de ira, y la llevaron hasta el convento de la Propóntide, donde permanecería encerrada. También llevaron allí a sus tres hermanas, sin que Elena pudiera hacer nada para defenderlas. Entonces, la madre, desesperada, enfrentó a Teófano:

      –¡No tienes corazón ni entrañas, basilisa! Pero escucha mis palabras: algún día, a ti también te encerrarán en un convento… ¡o directamente en una tumba!

      Luego se retiró a sus aposentos. Pero aquel episodio había sido demasiado cruel. Con el corazón herido, la emperatriz Elena vegetó algunas semanas más y luego falleció… en forma bastante oportuna.

      De este modo, se cumplió una gran parte de los deseos del eunuco Bringas. Como primer ministro, manejaba todos los asuntos: el basileus le encargaba todas las tareas, mucho menos interesantes para él que la caza. Pero, de vez en cuando, Romano se acordaba de que era emperador y tomaba decisiones que no siempre eran del agrado de Bringas. Y sobre todo, una enorme parte de los ingresos del imperio terminaba en las arcas de Teófano.

      Romano, perdidamente enamorado de su joven esposa, que en esos años había tenido otros dos hijos, un varón y una niña, no podía negarle nada. La cubría de oro y joyas.

      Con la maternidad, la basilisa había madurado como un fruto magnífico y, en la corte, más de un hombre estaba secretamente enamorado de ella. Bringas, en cambio, empezó a encontrar demasiado exigente a su antigua socia y, aunque aún no había descubierto el fondo insondable de astucia de su verdadero carácter, deseaba que se pusiera un freno a su lujo delirante.

      El 15 de marzo de 963, exactamente dos días después


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