Asesinas por el puñal o el veneno. Juliette Benzoni

Asesinas por el puñal o el veneno - Juliette Benzoni


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y por lo tanto, menos molesto, antes que a ese rey de Francia que bregaba por la grandeza y la unidad de su país. Logró incluso atraer al propio suegro del joven Alfonso de Poitiers, el ambicioso y ávido conde de Toulouse, que en esa aventura solo pretendía recuperar su Languedoc. Pronto se reunió a su alrededor un verdadero ejército, que Isabel contemplaba con una especie de embriaguez. Su brillante estratagema había triunfado y la famosa escena de humillación que le había relatado a su marido y que existía solo en su imaginación había producido el efecto que esperaba.

      Con gran regocijo vio partir a su esposo hacia Poitiers, al frente de sus partidarios, para abjurar allí de su vasallaje.

      –No lo reconozco como mi señor –le dijo sin ruborizarse Lusignan al joven Alfonso– y le retiro mi fidelidad.

      De inmediato, la tropa fue a incendiar las casas que había ocupado, poniendo en peligro a todo Poitiers, y volvió a ocupar sus posiciones.

      Triunfante, llena de felicidad y orgullo, Isabel vio desembarcar a su hijo, el rey de Inglaterra, al frente de una minúscula tropa de setecientos caballeros, pero con mucho dinero para solventar la guerra. Llegaba para ayudar a su madre, ignorando los reproches de su propia esposa, que se oponía a una guerra contra el rey de Francia, su cuñado, únicamente para darle el gusto a una mujer vengativa y amargada.

      –Pronto entrarás como vencedor a París –le dijo Isabel a su hijo– y ocuparás el lugar que te corresponde por ser el mejor y el más noble.

      Estas hermosas predicciones no se cumplirían. El rey de Francia respondió a la provocación enviando veinte galeras a las costas de Aunis para protegerlas del inglés y luego partió él mismo al frente de un poderoso ejército, y tomó el camino de los países rebeldes.

      Ante al piadoso soberano cayeron todas las ciudades, todos los castillos de los insurrectos. Hasta Taillebourg le abrió las puertas al joven rey, que estableció su campamento a orillas del Charente. Frente al ejército real, el de los rebeldes, del que Isabel estaba tan orgullosa, hizo un papel lamentable.

      Tan lamentable que la condesa-reina pensó que no era deseable enfrentarse en una batalla y pensó en otras formas de vencer. Tenía un mayordomo que siempre le había sido muy leal: lo llamaban Gaucher el Tuerto. Por su reina, ese hombre podía negar a Dios y matar a su madre sin la menor vacilación: ¡lo había demostrado con la indigestión del rey Juan!

      –Una sola cosa puede salvarnos de la cólera del rey de Francia –le dijo Isabel–. ¿Sabes cuál es?

      –La muerte. Así se hará, si usted lo desea, noble reina. Solo dígame cómo. ¿Espada? ¿Fuego?

      –Nada que sea tan visible. Tengo lo que hace falta…

      En un pequeño cofre, escondido dentro de otro más grande, tomó un paquete bien envuelto en plata y se lo tendió.

      –Aquí hay un veneno que mata sin misericordia y sin que la víctima tenga tiempo de quejarse. Acércate al rey, arréglate para entrar en su intimidad y dale este polvo.

      Gaucher el Tuerto tomó el paquete envuelto en plata, saludó y se retiró. Al llegar la noche, se dirigió al campamento real, con un primo, su cómplice habitual, a quien había puesto al tanto del plan. Se repartieron el veneno, pensando que dos asesinos valían más que uno solo.

      Pero el rey estaba bien protegido. El amor y el respeto de sus súbditos velaban mejor por él que un ejército entero. El aspecto dudoso de los dos hombres sorprendió, y luego preocupó. Finalmente, los arrestaron. Les encontraron el veneno y la tortura hizo el resto. Confesaron que la reina Isabel los había enviado para envenenar al rey de Francia.

      Poco tiempo después, Luis IX derrotó por completo a sus enemigos y Lusignan, horrorizado por lo que le había hecho hacer Isabel, pensó en someterse. A pesar de los gritos y la furia de su esposa, a quien debió encerrar en sus aposentos para que no se tentara de matarlo a él, le encargó a su amigo Pedro de Dreux, conde de Bretaña, que hablara en su nombre:

      –Mi señor rey –dijo este último–, su hombre, el conde de la Marche, que confiesa haberlo ofendido grandemente, se encomienda, no a su justicia, sino a su clemencia.

      Luis IX no conocía el rencor. Aceptó perdonar a Lusignan, pero con condiciones: entregaría sus plazas fuertes y, en cuanto a los feudos que aún estaban en su posesión, le rendiría nuevamente un homenaje de vasallaje al conde Alfonso de Poitiers, su legítimo señor. Además, el día en que rindiera, públicamente, como lo ordenaba la costumbre, el homenaje en cuestión, la condesa-reina, culpable de lesa majestad, también debería expresar, delante de todos, su sumisión.

      –¡Ella nunca lo aceptará! –gimió Hugo al enterarse de esas condiciones–. Preferirá morir…

      –Entonces dígale que eso le sucederá –respondió Pedro de Dreux–. Porque el rey aún tiene en prisión a los dos miserables enviados por ella para envenenarlo. Si ella se niega a someterse, en condiciones bastante suaves, realmente, para una vasalla que planeó la muerte de su suzerano, perecerá, sin duda, pero en una forma más ignominiosa y en manos del verdugo.

      –Está bien –suspiró el pobre marido–. Se lo diré.

      El 1º de agosto de 1242, el campamento real estaba instalado en una pradera, a orillas del Seugne, cerca de la ciudad de Pons. Habían puesto alfombras sobre la hierba verde, ricas colgaduras adornaban las tiendas, innumerables oriflamas danzaban bajo el sol y sobre la cabeza del rey brillaba la corona con flores de lis. Un instante más tarde aparecerían los señores rebeldes y, uno por uno, declararían ante él su sumisión, renovando su voto de vasallaje.

      Aparecieron, agobiados de vergüenza, y apenas osaron levantar la cabeza en el momento de ponerse de rodillas. Con una palabra, el rey les devolvió al mismo tiempo la estima por sí mismos y el gusto de vivir, porque practicaba, mejor que nadie, la virtud del perdón y, como un verdadero caballero, sabía cuánto le costaba al orgullo humano la palabra de sumisión. Pero no era a ellos a quienes esperaba la gran multitud que se había reunido allí para esa circunstancia, ni tampoco a ese gran Lusignan que, rodeado por sus dos hijos, había sido el último en hincar su rodilla.

      Finalmente, llegó ella, la reina vasalla que, por odio y exceso de orgullo, había querido descender hasta el crimen. Vestida con una larga túnica de lana negra, sin adornos ni joyas, con el cabello suelto bajo un velo de duelo y el rostro descompuesto. Se hizo un silencio.

      Erguida, con los ojos muy abiertos, caminó con paso de autómata hacia el trono, donde la esperaba el rey. En su pálido rostro, sus ojos verdes resplandecían con un fulgor afiebrado. Esta vez no quedaba nada de sus gracias de juventud ni de ese brillo soberano que, durante tantos años, había hecho que los hombres se inclinaran a sus pies. No era más que una mujer vencida que, desesperadamente, deseaba morir allí mismo, fulminada, antes de realizar los gestos que le exigían.

      Pero no. El cielo no se apiadó de Isabel. Un paso, otro paso, otro más… y llegó al pie del trono. Entonces, lentamente, en medio de un silencio de muerte, Isabel de Angulema inclinó la cabeza. Sus piernas se doblaron y, pesadamente, cayó de rodillas frente a ese hombre al que había querido asesinar.

      Pero ningún sonido salió de sus labios pálidos. Destrozada por la presión impuesta a su insensato orgullo, Isabel fue incapaz de pronunciar las palabras de sumisión. Rompió en llanto y ocultó su rostro entre sus manos temblorosas. Entonces, el rey se puso de pie y descendió de su trono.

      La reina vencida sintió que dos manos tomaban las suyas y una voz suave decía, en un tono lleno de piedad:

      –No hay pecado tan grande que no pueda perdonarse, prima, cuando el corazón muestra una gran contrición. Su dolor me conmueve en lo más profundo. Venga y ubíquese entre las damas, que la reconfortarán, porque deseo que ya no existan aquí vencedores ni vencidos, sino solamente habitantes de un mismo reino y servidores sometidos al Señor Dios.

      Pasmada, Isabel no daba crédito a sus oídos. Esperaba palabras duras, incluso burlas, una pena de prisión quizás. Por primera vez, al atreverse a mirarlo con ojos no cegados por el odio, vio que los ojos azules del rey estaban llenos


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