Asesinas por el puñal o el veneno. Juliette Benzoni

Asesinas por el puñal o el veneno - Juliette Benzoni


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la vida era agradable, fastuosa y dulce. Tenían las mejores relaciones con Inglaterra, gracias a los tres hijos que Isabel había dejado allí: el rey Enrique, Ricardo, conde de Cornouailles, y Leonor. Sin embargo, la posición política de Hugo era bastante delicada: para Angulema, era vasallo del rey de Inglaterra, pero para su feudo de la Marche, dependía del rey de Francia. Con una gran habilidad, logró mantener el equilibrio entre los reinos rivales… y también manejar la susceptibilidad de su esposa, que apenas toleraba reconocer como suzerano a su propio hijo, pero por nada del mundo quería oír hablar del rey de Francia, Luis IX, ni de su temible madre, Blanca de Castilla. Existía cierta tirantez entre ellos desde que, en 1236, el rey de Inglaterra se había casado con Leonor de Provenza, hermana de la reina Margarita de Francia. Isabel consideraba que la alianza no era digna de ella, pero tuvo que aceptar la situación.

      Sus relaciones con su esposo eran bastante extraordinarias, en el sentido de que se parecían a las de un caballero y su dama. Fuera del dormitorio conyugal, donde era el único amo, Hugo le mostraba a su esposa una especie de respeto, de deferencia cortés que destacaba su rango de reina, limitándose por su parte al rango poco glorioso de príncipe consorte. A ese hombre cuyos sentimientos no habían cambiado a través de los años, siempre enamorado de esa mujer, solo le importaba la felicidad de Isabel.

      Pero el orgullo de la exsoberana prevalecería una vez más, como en el pasado, sobre el amor y, por una bravuconada insensata y una tonta vanidad, destruiría toda esa felicidad, tan pacientemente edificada.

      En 1241, el hermano del rey Luis IX, Alfonso de Poitiers, cumplió veintiún años y tomó posesión de la herencia que le asignaba el testamento de su padre, el difunto rey Luis VIII: los condados de Poitou y de Auvernia. Y naturalmente, el joven príncipe fue, en compañía del rey, su hermano, de su madre y de toda la corte de Francia, a tomar posesión de su feudo y recibir el homenaje de sus vasallos, entre los que estaban Hugo de Lusignan y su esposa. Esto le recordó a la orgullosa Isabel su situación de vasalla. Y, a pesar de la prudente actitud de su marido, se desató en ella una terrible cólera. Lusignan lo notó cuando, al regresar con sus hermanos a sus propias tierras, el joven rey de Francia se detuvo por una noche en el castillo de Lusignan.

      Luis IX era sensible a los matices y consideraba importante que se le rindieran los honores correspondientes a su rango. Pero también tenía sentido del humor. Por eso, cuando entró a las salas del castillo, precedido por Lusignan, y vio que no quedaba ni un mueble, ni una colgadura, ni un adorno, ni siquiera una estatua en la capilla, señaló:

      –Yo sabía que usted tenía costumbres austeras, en Poitou, pero ¿hasta este punto? ¿No tiene usted un gusto demasiado pronunciado por la sobriedad?

      Rojo de vergüenza, Lusignan contempló su casa vacía. No entendía qué había pasado: en su furor, Isabel había vaciado el castillo, trasladando todo a otro lugar. Pero Hugo debía salvar las apariencias, Llamó a su intendente, que llegó de inmediato y se arrodilló frente a él, y le preguntó con dureza:

      –¿Qué sucedió? ¿Nos han saqueado los ladrones? ¿Dónde está mi dama?

      El hombre temblaba con todo su cuerpo. Lusignan era conocido por su mano pesada y, además, ese joven rey de cabellos dorados y ojos claros se imponía por su sola presencia.

      –La condesa… quiero decir, la reina, partió hacia Angulema. Se llevó todo lo que había aquí. Dijo… dijo que lo necesitaba para su palacio.

      Profundamente humillado, Lusignan no sabía qué decir, pero Luis IX lanzó una carcajada:

      –¡Hizo muy bien! ¡Dios quiera que a nuestra noble prima no le falte nada de lo que necesita, mientras que a nosotros nos bastará un montón de paja para dormir, pan y vino para cenar! No será ni la primera ni la última vez. No se atormente, Lusignan. Las damas tienen todos los derechos.

      Lusignan tuvo que tragarse su humillación, y más en ese momento, pues el rey podía suponer que era tan indigente que su esposa debía mudar toda su casa cada vez que viajaba. Por eso, apenas el rey y su escolta se alejaron hacia el Loire, fue a galope tendido hasta Angulema, totalmente decidido a pedirle explicaciones a Isabel. Pero ella no le dio tiempo. En cuanto lo vio, se abalanzó sobre él como una furia y, mostrándole la puerta, vociferó:

      –¡Fuera de aquí! ¿Cómo te atreves todavía a presentarte ante mí, cuando recibes con honor a los que te desheredaron? ¡No quiero verte más!

      –¿Con honor? –dijo Lusignan amargamente–. ¿Cómo hubiera podido hacerlo? ¡Eres tú quien me humilló vaciando mi residencia! ¿Qué parezco yo? Un miserable que no tiene con qué amoblar dos casas.

      –Me da lo mismo. Tu rey no pudo pavonearse en mis posesiones.

      –No son las tuyas, me parece, sino las mías, y yo soy tu esposo. En cuando a la manera de recibir al rey, olvidas que es mi suzerano.

      –No reconozco otro suzerano que yo misma. ¡Tú eras vasallo de la corona inglesa y yo soy reina!

      –¡Lo eras! Y en cuanto al suzerano, prefiero al joven rey Luis, que es prudente y venerado por el pueblo, antes que a tu hijo.

      La disputa no terminó allí. Durante tres días, Isabel, encerrada en su habitación, se negó a abrirle su puerta, apelando así a ese antiguo recurso que le había dado tan buenos resultados. Pero, al terminar el tercer día, cambió de táctica, pues comprendió que no era bueno humillar a un hombre como Lusignan. Aceptó volver a ver a su marido y lo hizo llorando. De pronto, Hugo, que no esperaba una manifestación de debilidad en esa mujer que nunca lloraba, se encontró totalmente desarmado frente a ella.

      –Isabel –murmuró, conmocionado–. ¿Qué te pasa? ¿Por qué esas lágrimas?

      –Porque siempre creí que tú eras ante todo mi defensor, mi caballero de honor, y dejaste que me humillaran si hacer nada para vengarte.

      –¿Yo? ¿Yo dejé que te humillaran? ¿Quién te humilló?

      –Lo sabes perfectamente. Tu rey y su odiosa madre, cuando fuimos al palacio de Poitiers para saludarlos. ¿No pensaste que, al actuar como lo hice en su visita a Lusignan, tuve buenas razones?

      –¿Cómo? ¿Fuiste humillada? ¿Y nunca me lo dijiste? Pero ¿qué sucedió?

      –En primer lugar, tuve que esperar tres días para ser admitida en presencia de tu rey y tu reina, y cuando por fin me presentaron, pude ver que el rey, sentado en una gran silla y las dos reinas, sentadas en otras, ni siquiera se pusieron de pie para recibirme, a mí, que soy su igual. No me invitaron a sentarme: me dejaron allí, de pie como una sirvienta, delante de toda la nobleza y todo el pueblo. Y no se levantaron ni cuando entré ni cuando salí, para mostrar el desprecio que sienten por nosotros, tanto por ti como por mí. ¿Y tú habrías querido que yo fuera, de rodillas, a abrirles las puertas de mi casa?

      Hugo, espantado, dejó fluir ese torrente amargo que terminó en sollozos convulsivos. Suavemente, se arrodilló junto a su esposa y tomó sus manos.

      –¿Por qué no me lo dijiste antes? ¿Por qué guardaste silencio?

      –Porque no quería que corrieras el riesgo de iniciar un conflicto que no deseabas. Pero cuando vi que querías recibir a esas personas, me indigné tanto, me sentí tan desdichada…

      Llorando cada vez más, Isabel dejó caer su cabeza sobre el hombro de su marido, que se deslizó junto a ella, sobre el largo banco de madera sobre el que estaba sentada. Guardó silencio por un largo rato. Finalmente, preguntó:

      –¿Qué quieres que haga, Isabel? Ordena: sabes que haré por ti todo lo posible y más aún.

      –¡Véngame! ¡Si no, lo juro por Dios, nunca más dormirás conmigo! No tenías por qué homenajear al conde de Poitiers, porque tú eres de un linaje tan alto como el suyo, y también eres, como él, de sangre real. ¡Además, eres mi esposo y yo soy reina!

      Hugo estaba demasiado confundido, demasiado desconcertado como para notar la repentina claridad, la repentina exigencia de su esposa, tan desesperada un minuto antes. Para él, lo único importante era que Isabel estaba en sus brazos y lo necesitaba.


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