La herencia. Matthew Lopez
WALTER.— Me refiero a la conexión con la historia de tu familia a través del hogar familiar. Vivir en el mismo sitio en el que tu padre creció – eso está muy bien, Eric. Debe ser una parte muy importante de tu vida.
ERIC se queda en silencio.
He vuelto a decir lo que no debía, ¿verdad?
ERIC.— La verdad es que probablemente me desahucien a final de año.
WALTER.— ¿Desahuciarte? Lo siento. ¿En base a qué?
ERIC.— Es un contrato blindado. Si mi abuela no reside aquí durante más de un año, pueden revocarlo.
WALTER.— ¿Dónde vive ahora?
ERIC.— En esa urna que hay sobre la repisa. A ver, técnicamente reside aquí, pero parece que ellos no lo ven igual. Mis padres están en ello, pero no tiene buena pinta. Si miro el lado bueno, podría ser emocionante empezar un capítulo nuevo en mi vida. Pero no será en este apartamento y no tendrá su historia. Pero al menos tendré a Toby. Decidí hacerme amigo de Henry y de ti porque pensé: «Esos seremos Toby y yo algún día, tengo que estudiar cómo lo han hecho».
WALTER.— La verdad es que las nuevas relaciones se me dan fatal. Henry viaja mucho, estamos cada vez en una ciudad diferente, nunca lo suficiente como para echar raíces.
ERIC.— Eso debe ser duro.
WALTER.— Es parte del acuerdo.
ERIC.— ¿Piensas en tu relación como un «acuerdo»? Lo siento. Eso ha sido de mala educación. No me contestes.
WALTER.— Todas las relaciones en la vida de Henry son algún tipo de acuerdo. Henry es un hombre de negocios y por lo tanto ve el mundo exclusivamente en esos términos. Se preocupa sobre todo por las cosas que son de utilidad. Dinero, extremadamente útil. Intelecto, razonablemente útil. Personas, intermitentemente útiles. Emociones, en absoluto útiles. No suscribo esta forma de ver el mundo, pero Henry es así.
ERIC.— ¿Y tú cómo eres?
WALTER.— ¿Yo? Yo soy el hombre que se enamoró de Henry Wilcox. Henry nació en Ohio a finales de los cincuenta. Era la estrella del equipo de atletismo. El primero de la clase y presidente del consejo estudiantil. Más americano que una sinfonía de Aaron Copland. Se casó con Patricia Fitzgerald antes de acabar la facultad.
ERIC.— ¿Cómo?
WALTER.— Sí, sí. Los hijos llegaron poco después, Henry estaba encaminado a una vida de éxito, rectitud y profundo episcopalismo. Si un joven sanote de futuro prometedor y familia perfecta tenía deseos secretos y ansias vergonzantes, las escondía del mundo y de sí mismo.
Henry trabajaba duro, no se metía en líos y no tocaba lo que no debía. Al final, su esfuerzo lo llevó del Medio Oeste al centro financiero de los Estados Unidos, que también es el centro de la tentación de los Estados Unidos: Nueva York. La familia Wilcox llegó el 3 de julio de 1981. El mismo verano que yo.
Como tantos otros antes que yo, llegué a Nueva York como refugiado de un hogar que se había hecho hostil a mi presencia. Desde pequeño supe que la gente se sentía incómoda junto a mí. Tenía la cabeza en las nubes y era afeminado. En los pueblos pequeños tienen la rara costumbre de tolerar bien a los niños sensibles y delicados. Pero cuando crecí, mis padres me enviaron a pastores, a médicos, incluso a entrenadores. Andar por el pueblo se volvió peligroso, cada día de colegio representaba una posibilidad de violencia. Robaba los somníferos de mi madre, los acumulaba, planeaba mi suicidio. Me quedaba mirándolos todas las noches, sujetándolos en la mano hasta que una noche en la que estuve peligrosamente cerca de tragármelos, caí en la cuenta de que no quería cambiar y que lo que odiaba no era mi naturaleza, sino mis circunstancias. Así que me fui… no en busca de fama y desde luego no de fortuna, sino – simplemente – de dignidad.
El único sitio al que se me ocurrió ir fue Nueva York. Había leído sobre los sucesos de junio de 1969. Era el único sitio del mundo en el que sabía que podía encontrar otros chicos como yo.
Imagínate, con diecinueve años en el Times Square de 1981, con la Samsonite vieja de mi madre, preguntando a los desconocidos cómo se llegaba al Stonewall Inn. Al final, un proxeneta muy amable me indicó el camino.
Cogí un metro cubierto de grafitis hasta el centro, aferrándome tan fuerte a la maleta que me salieron ampollas en las manos. Llegué al mítico Stonewall Inn y descubrí que se había convertido en… un restaurante chino.
Puedes imaginarte la decepción.
Pero tenía mucha hambre. Y nunca había probado la comida china. Así que me quedé en el emporio del Dim Sum del señor Shun y supe que había hecho lo correcto.
Henry, por su parte, no lo tiene tan claro. Tiene veinticuatro años, ya es padre de dos niños y en un mes gana más de lo que la mayoría de hombres que le doblan la edad gana en un año. Tiene una casa de cuatro dormitorios en White Plains y se desplaza a diario a su oficina en el centro. Ahí está Henry, apurando martinis con sus compañeros después del trabajo. Ahí esta Henry, en la sauna del East Side Club. Ahí está Henry, en el tren de las once y media de vuelta a su hogar y a su familia. Ahí está Henry, bajo la ducha, lleno de arrepentimiento y culpa, tratando de extirparse su gran secreto de la piel. Ahí está Henry, colándose en la cama a la una de la mañana junto a una esposa que sospecha más de lo que cuenta.
Nos conocemos en una fiesta en una azotea con vistas a Christopher Street. Henry ha alquilado un apartamento en Nueva York mientras su familia pasa el verano en Montauk. Yo me fijo en él primero y siento una descarga eléctrica al contemplarlo. Cabello color miel, un poco largo, como se llevaba en aquella época. Pecho bien desarrollado, que amenaza la integridad de su polo. Me coloco en su campo de visión y espero a que se fije en mí. No tengo que esperar mucho. Charlamos hasta que no podemos más y nos dirigimos a su apartamento y a su cama.
Henry fue el primer, el único hombre al que amé. No, menuda mentira, qué poca vergüenza decirte eso. Henry Wilcox fue el único hombre que necesité que me amara. Fue bajo la mirada de Henry, con sus besos y por cómo me tocaba, que por fin empecé a intuir lo que yo valía. Me enamoré como un loco de su belleza, de su inteligencia, de su potencial… no, de su potencial no – de su seguridad.
No estaba previsto que yo fuera a ser el compañero de vida de Henry, pero estaba bailando conmigo cuando la fiesta se acabó. Para entonces, los cuchicheos sobre la enfermedad ya eran rumores. Los rumores se convirtieron en historias. Y las historias, en hechos. Henry había llegado a la fiesta a tiempo de ver su final.
Durante cinco años, Henry y yo nos aferramos el uno al otro por seguridad, por comodidad, mientras la ciudad ardía a nuestro alrededor. En el verano de 1987, ya estábamos superados por la cantidad de funerales y visitas a hospitales y la imagen de miles de hombres que habían estado llenos de vida echados a perder.
Decidimos buscar una casa tan lejos de la civilización como fuera posible. Al final apareció una casa de campo vieja y destartalada en un camino rural que no llevaba a ningún sitio, tres horas al norte de aquí, construida a finales del siglo dieciocho. Está apartada de la carretera, así que parece que estás solo en el mundo.
Y frente a la casa, lo que más me gusta de toda la propiedad: un cerezo enorme que lleva ahí desde la época en la que George Washington salía a talarlos. Dos veces al año da el espectáculo más increíble que te puedas imaginar. En otoño se incendia con hojas que van del naranja intenso al rojo. Y en primavera llegan las flores, llenas de vida, ruborizadas, que acaban cayendo al suelo suavemente, bailarinas de un ballet flotante.
Y – no sé si me creerás, pero es verdad – clavada profundamente en la corteza del tronco del árbol hay una dentadura de cerdo que lleva ahí desde hace no sé cuántas generaciones. Corría una superstición entre los colonos según la que, si mordían la corteza de un árbol, les curaba todos sus males.
ERIC.— ¿Y los curaba?
WALTER.— No. Claro que no. Pura superstición.