La herencia. Matthew Lopez
al día siguiente y vivimos allí durante un año sin ni siquiera salir de la zona. Cocinábamos, cuidábamos del jardín, leíamos bajo el cerezo. Y evitábamos todas las noticias sobre nuestros amigos, sobre el mundo exterior.
Pasó un año y Henry iba inquietándose. Empezó a viajar a Londres para emprender uno de los muchos negocios que acabaron haciéndole tan rico. Sin él, comencé a sentir ansiedad, así que una mañana temprano decidí volver a la ciudad. No había estado por allí en más de un año. Estaba aterrorizado ante lo que pudiera encontrarme. Estaba a punto de buscar algún sitio para comer cuando me topé con un viejo amigo de los dos. Se llamaba Peter West. Ay, Peter. Encantador, el hombre más listo que he conocido en mi vida. Y guapo a rabiar. Si no me llega a llamar en plena Quinta Avenida, no lo hubiera reconocido. Peter tenía «la pinta», la marca de los que estaban infectados. Su cara, que había sido tan bella, estaba amarillenta y hundida, sus músculos se habían esfumado. A simple vista estaba claro que lo tenía. Y me contó también que básicamente estaba en la calle. Su casero le había echado. Llevaba años sin saber de su familia. No tenía adonde ir. Cogimos el primer tren hacia el norte y llamé un taxi. El taxista se largó nada más ver a Peter. Allí estábamos, a cuatro millas de mi casa sin más medio de transporte que nuestras cuatro piernas. Hacía un día precioso y Peter sonreía inhalando el aire del campo con sus pulmones renqueantes. Caía el sol cuando nos acercábamos a la casa. Sentí que el cuerpo de Peter se relajaba de golpe. Le metí en la cama de una de las habitaciones de arriba. Peter pasó los siguientes cinco días muriéndose poco a poco. Le limpiaba cuando se lo hacía encima. Le abrazaba mientras lloraba de pena. Le consolaba cuando gritaba de dolor. No tenía ni idea de que yo pudiera ser tan fuerte.
Henry volvió de Londres al cuarto día de estar Peter conmigo. Cuando le conté que estaba arriba, estalló en cólera, acusándome de traición, de traer la plaga a nuestro hogar. Jamás había visto tanto miedo en la cara de un hombre como vi en la de Henry aquel día. Fue a su coche y se marchó.
Peter murió al amanecer del quinto día. Henry regresó a Londres y me dejó solo durante varios meses sin dignarse siquiera a llamar. Pasé las primeras semanas de mi exilio preguntándome si me había equivocado siendo tan bueno con un amigo. Pero, Eric, ver la devastación en la cara de Peter y el miedo en sus ojos – creo que, si lo hubiera dejado en aquella acera, volviendo a mi rincón de paz sin él, hubiera aborrecido esa casa mucho más de lo que Henry pudiera aborrecerla por haberme traído a Peter. Al final vi que abandonar la ciudad y a nuestros amigos fue el acto de cobardía más imperdonable que había cometido en mi vida. Me di cuenta de que la respuesta no era cerrarnos al mundo, sino abrir las puertas y dejar que entrara. Así que, mientras el silencio furioso de Henry atronaba desde el otro lado del Atlántico, traje a otros hombres que se encontraban en sus últimos días a nuestra casa. Reproduje aquella escena una y otra vez con amigos, conocidos y, llegado un momento, hasta con extraños. Uno a uno, fueron viniendo a mi casa y uno a uno fueron muriéndose.
Tras unos meses, Henry pidió a sus abogados que se encargaran del papeleo para nombrarme único dueño de la casa. Peter West es el motivo por el que esa casa acabó siendo mía. No sería el santuario que es si no fuera porque antes acogió la tortura y muerte de Peter. Henry no lo ve así y es cosa suya reconciliarse con ello. Creo que, tras treinta y seis años, Henry y yo seguimos intentando reconciliarnos. Y no sé si alguna vez lo lograremos.
Silencio.
ERIC.— No me imagino cómo fueron aquellos años. Ni siquiera puedo… Entiendo lo que fue, pero me es imposible sentirlo.
WALTER.— Dime el nombre de uno de tus amigos más íntimos.
ERIC.— Tristan.
WALTER.— Imagina que Tristan está muerto. Dime otro. ERIC.— Jasper.
WALTER.— Jasper también está muerto.
ERIC.— Jason.
WALTER.— Jason ha estado dos semanas en St. Vincent. La toxoplasmosis le ha dejado con demencia.
ERIC.— Jason, su marido.
WALTER.— Como no pueden casarse legalmente, el abandono es más fácil. Jason le ha dejado.
JÓVENES.— (Turnándose.)
Patrick ha muerto.
Alex ha muerto.
Colin ha muerto.
Lucas está infectado.
Zach se está muriendo de pneumocystis carinii.
Chris está sano.
Su pareja acaba de ser diagnosticada.
Acabas de visitar a Mark en el hospital. Esta noche visitarás a Will.
El funeral de Eddie es mañana.
El cuerpo de Michael está cubierto de lesiones de sarcoma de Kaposi.
Jeffrey está infectado pero asintomático.
Sati está muerto.
Daniel está infectado.
Stephen está infectado.
La pareja de Brian tiene neuropatía periférica. Grita de dolor al menor roce.
Scott está en París, espera que le traten con HPA-23.
Javier ha vuelto para morir en casa con su madre.
La familia de Jonathan no le deja volver.
Brandon está muerto.
Matthew está muerto.
Leo está infectado.
Kurt está infectado, pero no lo sabe.
David, su pareja, se enterará antes.
La hermana de Frankie te llama para contarte que está muerto.
Nadie sabe dónde está Adam.
Phillip está muerto.
Trevor está muerto.
Kevin está infectado.
WALTER.— Corren rumores sobre el encarcelamiento preventivo de hombres gais.
JÓVENES.— (Turnándose.)
Los políticos empiezan a barajar abiertamente cuarentenas masivas.
Se habla de ilegalizar la homosexualidad, hay rumores sobre deportaciones.
Aumenta la violencia contra los homosexuales.
La población estadounidense se moviliza por la pandemia: no contra la enfermedad, sino contra quienes la tienen.
Las empresas cancelan los seguros sanitarios de los empleados con sida.
WALTER.— Los estados aprueban leyes que obligan a quien venda una casa a divulgar si alguien con sida ha vivido antes allí.
JÓVENES.— (Turnándose.)
Sam está muerto.
Mark está muerto.
Miguel está infectado.
Paul lo tiene.
Ben lo tiene.
Carlos lo tiene.
Wesley está muerto.
Caleb está muerto.
David está muerto.
James está muerto.
Andrew está muerto.
Jacob está muerto.
WALTER.— Así era.
Final del Primer Acto.
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