La reina del café. Gonzalo Lema

La reina del café - Gonzalo Lema


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lateral del kiosco, la llevó al interior, y se acodó en el mostrador. Después de mirarlo un rato, entre divertida, irónica y coqueta, le ofreció la mano.

      —Soy Gladis –le dijo–. Yo trabajaba en la calle Calama.

      Santiago Blanco se quedó pensando. ¿Cuánto tiempo hacía de eso? ¿Y cuánta historia de por medio? Todavía con la mano en el cuello de la gaseosa, escuchó a la mujer algo más.

      —Recuerdo que una noche lo agarraron a patadas y nosotras lo defendimos. ¿Sí? ¿Se acuerda? –preguntó Gladis mientras sus manos no dejaban de trabajar–. Después, igual se lo llevaron.

      Blanco se sentó en el taburete y respiró profundo. Esa noche lo patearon sus camaradas, los policías, para que ya no olfateara en los negocios del jefe. Después lo embutieron de droga. ¡Y sí! Recordaba lo sucedido, pero entre los arañazos y chillidos de las chicas del clande, no recordaba a Gladis. Sin embargo, a juzgar por lo que veía, debió ser la reina del local.

      —Donde quedan pasas, uvas hubo –dijo para sí.

      Una sirena de patrullero se anunció al fondo de la avenida.

      Blanco tomó el sándwich entre sus dos manos y le aplicó un mordisco grande. El jugo del huevo se le escurrió entre los dedos. La gente se había amontonado frente al edificio en construcción y algunos de los curiosos antiguos explicaban a los recién llegados moviendo las manos, apuntando al hombre que colgaba quieto y tieso de la viga. A juzgar por su sombra, eran las siete y treinta clavados de la mañana.

      También llegó una vagoneta del año, se trepó a la acera con gran prepotencia, y bajó del interior el coronel retirado Uribe. El patrullero se le cuadró. Casi de inmediato llegó otro vehículo de la Policía con agentes civiles. El coronel Uribe se hacía visera con la mano derecha y miraba al albañil colgado del quinto. El policía de la motocicleta ordenaba a los curiosos que despejaran el área y dejaran trabajar. También acordonó la acera de un poste de luz a otro. En ese momento divisó a Santiago Blanco que mordía como nadie el sándwich. Le pareció cara conocida, pero siguió con su faena.

      Blanco terminó el sándwich con los dedos pringosos debido al jugo del huevo. Se los chupó uno por uno. Gladis trabajaba en el fondo del kiosco ordenando sus ofertas. El coronel Uribe subía las gradas del edificio en medio de los policías de uniforme y de civil. Estaba gordo y grande, como crecido gracias a su opulencia económica. También estaba más moreno y más seboso. Cuando por fin alcanzó el quinto piso, apoyó el cuerpo sobre una columna y empezó a meter aire a sus pulmones como un ahogado. Blanco lo veía todo.

      Los policías sacaban fotos del albañil y de todo el ambiente. Al cabo de un rato largo, uno de ellos bajó las gradas a la carrera en busca de una bolsa de plástico con cierre. En el camino le quitó la gorra al patrullero y se hizo perseguir juguetón hasta la misma acera. En tanto, Santiago Blanco había terminado la linaza y se disponía, sin ganas, a marchar del lugar. ¿A dónde iría? Pues, no lo sabía.

      —¿Hay atención mañana? –preguntó serio.

      Gladis no lo miró para responderle:

      —Los pobres trabajamos todos los días.

      Un chiflido les llegó desde el quinto piso.

      —¿En qué horario? –insistió Blanco.

      —De sol a sol –dijo ella y se volteó resuelta para verlo–. Convendría ir amortizando la deuda. Podría perder el reloj.

      Santiago Blanco se sonrió.

      Un segundo chiflido surcó la mañana. El coronel Uribe batía los brazos como un capitán de barco. Estaba claro que lo llamaba. Algunos policías gritaron su nombre. Santiago Blanco asintió con la cabeza y les alzó una mano.

      —Voy a honrar la deuda –dijo, y se sonrió sin ganas–. Tengo palabra.

      —En la calle Calama nos debías un montón –dijo ella con una sonrisa.

      2.

      Santiago Blanco respiró profundamente apoyando un pie pesado en el primer peldaño. Pese a sus hambres, tenía veinticinco kilos en el cuerpo que no consideraba suyos. Le dolían las rodillas y el tendón de Aquiles. Cuando estaba de buen humor, levantaba las piernas y se daba un descanso. Luego se friccionaba los tendones con amor de madre. “Los tendones de Aiquile”, decía y se reía para sí. Pero además respiró para insuflarse paciencia. Nunca había sido fácil el diálogo con el coronel Uribe. Cuando trabajaba en la Policía, se dedicaba a escribir sus informes a máquina sin mirar al patio. Sin escuchar las voces de los oficiales. Y, tan pronto como podía, sin más se escurría a la calle para sus investigaciones. La voz pesada y nasal de Uribe lo atormentaba. Y sus dichos. Y siempre le metía la mano al que estaba al frente. Unos golpes en el pecho de macho de barrio.

      Santiago Blanco respiró y comenzó a trepar. Sus cincuenta y tres años iban a notarse, por supuesto. En el primer descanso ya le cayeron a la camisa las primeras gotas de la frente. En el segundo descanso, las sienes le martillaban la cabeza. En el tercero, sintió ganas de vomitar. En el cuarto, se le desarregló el corazón. Y en el quinto, el coronel Uribe lo esperaba con una botella sobaquera con whisky. Y una sonrisa ladina.

      —Tome una tapa de esto –le dijo seco, como una orden–. Es bebida dilatadora. Va a combatir su vergonzosa taquicardia, hombre.

      La muchachada de uniforme y de civil se carcajeó. Blanco asintió y se llevó la tapa a la boca. Era cuestión de esperar apenas un tanto. Y de respirar.

      —¡Eso es! –exclamó Uribe–. Usted era deportista, Dormido. Y de los buenos. Qué, ¿ya no juega fulbito?

      Santiago Blanco negó con la cabeza. Los partidos de fulbito en el patio de su institución eran memorables. Blanco jugaba de arquero. Es decir: no corría. Se limitaba a recibir pelotazos de los rivales. Y seguramente lo hacía mal, porque empezaron a llamarlo “Dormido”. Pero con el tiempo se convirtió en el arquero titular de Homicidios. Su equipo se enojaba con él si no asistía a jugar.

      —Deme otra tapa –solicitó Blanco.

      La muchachada volvió a reírse. El coronel Uribe se la sirvió hasta el tope. “Es un vaso dilatador”, explicó otra vez. También se llevó la mano al corazón. Lo que pasaba era que Blanco estaba muy gordo, muy pesado, y su corazón seguramente sufría. Y sus pulmones no recibían mucho oxígeno, porque el hombre era un sedentario. Por último, esa sangre estaba contaminada de alcohol. El cuadro era un desastre. El camarada vivía de puro milagro.

      Uribe levantó las cejas cuando advirtió que Blanco respiraba a pulmón lleno. Atestiguó ese buen momento con una sonrisa.

      —¿Qué le parece? –le preguntó apuntando al albañil.

      —¿Está muerto? –preguntó con sorna Santiago Blanco.

      La muchachada se rió con ganas.

      El coronel Uribe volvió a levantar las cejas. Asintió. Blanco siempre había sido contestón. Ahora lo recordaba. Malcriado con los jefes. Se pasó una mano por medio rostro y se alisó el bigote cano. Bien visto, parecía una rata vieja.

      —Le presento al capitán Flores –le dijo, y apuntó a un gordo sin uniforme que buscaba algo en los rincones oscuros del piso.

      Ambos se saludaron con un movimiento imperceptible de la cabeza. El capitán Flores también tenía bigote, pero además lucía una sola ceja que iba de un extremo a otro de su frente. Apenas se volteó para saludar a Blanco y pronto retomó su observación.

      —Este muerto era mi maistro albañil –explicó Uribe e hizo una pausa. Luego golpeó a Blanco en pleno pecho con el dorso de la mano–. Era un pendejo de bueno, el mejor albañil que he conocido en Cochabamba. Pero renegón, malcriado, abusivo…

      Santiago Blanco se acercó hasta el borde del piso, se agarró de la columna, y lo observó. Tenía una hora y media de muerto, o dos. No estaba con ropa de trabajo. Inclusive seguía con zapatos de calle. Sin abarcas. Tampoco tenía su sombrero de periódico con forma de barco.

      —Alguien


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