La reina del café. Gonzalo Lema

La reina del café - Gonzalo Lema


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lindo. Si se tenía dinero, la obra necesitaba entre tres y cuatro meses. Pero con los siete albañiles se llegaría mínimo a un año.

      Después de mirar el edificio hasta tener una idea exacta que pudiera reproducir de memoria, Blanco caminó hacia su cuarto. A la izquierda de la puerta, y contra la pared lateral, estaba su cama de plaza y media. Apoyada contra la pared de la única ventana, una mesita módica con una pila de suplementos literarios antiguos, y un termo eléctrico. Y, contra la pared del fondo, el esqueleto de madera de un colgador grande y de un mueble para zapatos. Del palo principal colgaban tres camisas y dos pantalones. Abajo, un par de zapatos cafés viejos. Eso era todo. Más un cajón de cartón de ropa interior. Y de ropa sucia. El baño estaba cerca de la lavandería: un inodoro, un lavamanos y una ducha.

      Santiago Blanco se sonrió muy contento. “Mejor imposible en esta vida”, se dijo. El coronel Uribe le había dejado quinientos bolivianos para los gastos iniciales y le había apretado además la mano en un intento serio de demostrarle su confianza.

      —Quiero vivir tranquilo. Cero temores –le dijo.

      Santiago Blanco asintió. Casi de inmediato cruzó la calle y se plantó frente a Gladis. Ella lo miró desconcertada.

      —Vamos a liquidar cuentas –le dijo él.

      Gladis buscó en los bolsillos del mandil la libretita y hojeó hasta dar con la página. “Comandante”, leyó. Dibujó una raya y empezó a sumar con dificultad.

      —Ciento ochenta pesos –dijo–. Con ochenta centavos.

      Blanco puso sobre el mostrador un billete de doscientos. De otro bolsillo sacó una moneda de un boliviano y la dejó al lado del billete.

      Gladis asintió. Sacó un arrugado billete de veinte y lo depositó sobre el mostrador. Luego buscó veinte centavos en su monedero y se los colocó al lado de los veinte bolivianos.

      Santiago Blanco se guardó el vuelto con parsimonia pero siguió mirándola sin moverse. Gladis se sintió desconcertada. Se alzó de hombros.

      —El Longines –dijo Blanco, y estiró una palma abierta.

      La mujer se sorprendió. “Ah, sí. Está en mi casa”, dijo. “Lo traigo mañana mismo”. Y sostuvo la mirada fija del exinvestigador.

      Santiago Blanco asintió. No había apuro. Pero lo cierto era que le disgustaba andar preguntando la hora a la gente. O pararse en una esquina con el brazo derecho al este y adivinar la hora con la sombra sobre el piso. Y recordaba al colgado de la víspera.

      —Lo necesito –dijo.

      De inmediato caminó rápido hacia la esquina de la avenida y se subió al vuelo a un micro lleno de gente. Viajó más de media hora hacia el sur de la provincia. A la Tamborada. Se apeó en la parada del micro y preguntó por la familia de Felipe Ortiz en una tienda oscura, sin nada para vender.

      —¿El finado? –le preguntó la doña. Tenía un saco de lana con los botones en los ojales equivocados. Una pollera vieja. Los pies ocultos en el piso de tierra muy por debajo de la acera–. Lejos de aquí está. Tienes que caminar recto y volver a preguntar.

      Blanco se paró en la puerta y ubicó el este. Se paró mirando al norte y buscó su sombra en el piso. Eran las nueve en punto. Se sonrió feliz de su picardía. Caminó por la calle polvorienta. Cada vez que pasaba un vehículo, una densa nube de polvo lo cubría de pies a cabeza. Él seguía su camino. A los trescientos metros, preguntó en una tienda que resultó ser una carnicería. Bajó de la acera más de una grada al interior. También se encontró con piso de tierra. Se acercó al mostrador de lata y reparó en que no había carne para la venta. “¡Señora!”, gritó. No había carne pero sí moscas por el antiguo olor a carne.

      Un señor, vestido de camisa y pantalón bien planchados, con abarcas finas, salió del fondo de la casa con paso seguro. Cuando vio a Blanco, se detuvo un momento y vaciló. No esperaba un cliente de la ciudad. Esa era la verdad.

      —¿Qué se le ofrece? –le preguntó con desconfianza.

      —Busco a la familia del señor Felipe Ortiz –dijo Blanco.

      El señor pareció pensar una respuesta conveniente.

      —Ya no vive aquí –dijo. Luego corrigió–: Se ha muerto. En la siguiente cuadra está su casa. Clarito vas a ver. Está con coronas de flores. Su camioneta está parqueada en la puerta.

      Santiago Blanco le agradeció la información. Salió a la calle y se cruzó con un micro a toda velocidad, con la bocina activada. Una nube gruesa de polvo sucio pareció darle un empellón. Él se dio la vuelta para cuidar sus ojos. Eso era todo. Nadie lo salvaba de una buena ducha. Y se sonrió pícaro porque sabía que la ducha lo esperaba en el edificio.

      La casa estaba allí, oculta por la camioneta doble cabina. En la puerta se amontonaban las coronas de flores. Blanco se detuvo por un instante para mirar todo aquello. La zona era lechera, pero la pobreza imperaba sin clemencia. Si bien se tenía planta externa de energía eléctrica, no se podía pensar que el agua potable estaría al llegar. Ni soñar con el alcantarillado. El terraplén del camino se ubicaba medio metro por encima del ingreso a las casas, y eso se debía a que la ciudad tenía una pendiente muy fuerte hacia el sur. Si llovía torrencialmente al norte, pues se inundaba el sur.

      Blanco suspendió las cejas debido a su capacidad analítica.

      Tampoco veía vacas. Ni toros. Lo que iba a suceder era que las casas comenzarían a proliferar en la zona y se enterraría para siempre el proyecto de la lechería. Eso iba a ser irremediable.

      Los ladridos desganados, sin pulmón, de un perro flaco lo sacaron de sus profundas cavilaciones. Detrás del perro, tres niños sin zapatos jugaban con un palo. De inmediato apareció una señora vestida con blusa y falda negras. Apresurada.

      Santiago Blanco preguntó por la familia Ortiz. Del finado. Y esperó por la respuesta. Esta es. Nosotros somos. Yo era su mujer. La señora se puso a llorar amargamente. Los niños se quedaron quietos. El perro volvió a ladrar sin fuerzas y dio un paso hacia adelante.

      La señora pareció calmarse un poco. De la manga derecha se inventó un pañuelo blanco, menudo, y se sonó la nariz.

      —¿Gusta pasar, caballero? –le preguntó.

      Blanco asintió con la cabeza. Sin embargo, el perro sin alma le ladró saliéndole al paso. Uno de los niños alzó una piedra y amenazó al perro.

      —Pase, nomás –dijo la señora–. No hace nada. Está viejo, sin dientes. No come ni siquiera huesos de conejo.

      La señora marcó el camino bordeando una acequia de riego. Blanco caminó detrás de ella. Luego los tres niños. Por último, el perro. Entraron al patio de la casa y la señora limpió una silla con un trapo blanco que no se supo de dónde lo sacó. Después espantó las moscas, que eran miles. Y también amenazó a los niños y al perro. “¡Fuera, vayan a jugar!”. Y le hizo una seña a Blanco para que ocupara la silla. Ella se acomodó en una tabla sostenida por dos pilas de ladrillos.

      —Soy investigador privado –dijo Blanco, con calma–. Trabajo para Uribe, el coronel. ¿Lo conoce, no? Y he venido a preguntarle quién odiaba a su marido.

      La señora estalló en llanto. A su Felipe no lo odiaba nadie. Y menos en la ciudad, porque allí no lo conocían. ¿Quién, pues? Tenía su carácter, cierto, su mal humor, pero era bueno. Ayudaba a la gente. Algún ladrón me lo ha matado. Alguien que quería robar del edificio. Eso seguro ha pasado. Usted me lo va a decir.

      Se sonó la nariz con el mismo pañuelo diminuto. Se entró a su casa a tomar agua. Blanco imaginó las moscas. Rogó por que no le invitara nada. Volvió a aparecer más tranquila y se sentó en la misma tabla.

      —Va a disculpar –le dijo. También se jaló la falda hasta casi los tobillos flacos y huesudos.

      —Sus albañiles parecían indiferentes a su muerte –le dijo con calma y con tono apagado–. No me pareció que sufrieran.

      —Esos


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