La reina del café. Gonzalo Lema

La reina del café - Gonzalo Lema


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Blanco asintió. Detrás de unas flores rojas estaba la jaula de los conejos. Él ya los veía. Y los escuchaba. Y también estaba la casa del perro, desfondada, a punto de periclitar.

      —Ayúdeme a averiguar quién mató a su esposo –le pidió–. O dígame si cree que se suicidó.

      La señora alzó la vista sorprendida. ¿Que se suicidó? ¿Cómo, pues? ¿Acaso sufría aquí, en su hogar? Felices éramos. Siete años de casados. Tres hijos. Y cinco nietos de los hijos que tuvo con su otra mujer. ¿Quién dice que se suicidó?

      Santiago Blanco se puso de pie. Eso era todo. En realidad necesitaba conocerla. Tener una idea de la casa. Del barrio. Eso lo ayudaba a pensar mejor. Se sacudió un poco el polvo del camino. El perro le volvió a ladrar sin ganas y sin fuerzas.

      —Vivo en el mismo edificio donde su marido trabajaba, doña –le dijo sin formalismos–. Tiene que avisarme si sabe algo, por favor. Seguro que también vendrá la Policía.

      —Esos ya vinieron –dijo ella, y se pasó el pañuelo sucio por la nariz.

      Blanco se despidió dándole la mano. Después trepó al borde de la acequia y serpenteó hasta el camino. Allí cobró altura, más de medio metro. Caminó hasta la parada de micros sintiendo que sus zapatos estaban llenos de arena. Y su mano llena de moco. Se la limpió en el pantalón.

      A la hora estaba en su cuarto. Reunió toda su ropa sucia en un atado grande, se puso pantalones cortos, y se dirigió a la lavandería silbando sin melodía. También encendió la radio para escuchar lo que pasaba en Bolivia y el mundo.

      Al mediodía trepó sigilosamente hasta el cuarto piso y sorprendió a los albañiles durmiendo la siesta. Ellos almorzaban doce en punto, jefe. Su chairo frío. Media hora. Y dormían hasta la una. A esa hora retomaban sus obligaciones.

      —¿Novedades? –preguntó–. ¿Ya saben quién se liquidó a don Felipe?

      —Nunca lo sabremos –dijo uno de ellos–. Mucha gente quería matarlo.

      —Dios se lo llevó –insistió la misma voz de la mañana.

      —El coronel debe saber algo –dijo el Chino–. Compadres de sangre eran.

      Después fue como si bajaran el telón. Se pusieron las gorras sobre las caras sucias de yeso y simularon dormir. Una radio mal sintonizada sonaba al fondo del piso.

      Santiago Blanco bajó las gradas con calma y en silencio. Se metió a la ducha un rato largo. Empezó frotándose la cabeza con las diez uñas y terminó, veinte minutos después, frotándose con los dedos los talones hasta dejarlos rojos. Se apretó los cabellos para escurrirlos. Se alisó la piel para abajo, echando el agua. Se frotó el cuerpo con una toalla.

      Ya en su cama, pretendió dormir una siesta breve, pero se pasó de largo la tarde hasta las ocho de la noche. Unos golpes en su puerta lo despertaron. Se puso de pie lo más pronto posible y encendió la luz. Agarró por el cuello una botella vacía de cerveza y escondió la mano detrás de su cuerpo. Luego abrió la puerta con una sonrisa hipócrita.

      —Hola –dijo Gladis, sonriente–. Sólo para dejarte el reloj.

      Santiago Blanco pareció desinflarse del todo. Agarró el reloj y la mano de la mujer, y jaló a ambos al interior del cuarto.

      4.

      Blanco soñó fatigado que una mujer de piel blanca y suave dormía en su cama. Él la acariciaba mientras ella hundía el rostro en la almohada. Él le decía palabras de amor, pero ella guardaba silencio como si no le escuchara nada. Él buscaba abrazarla y ella desaparecía de sus sueños para su desesperación. Entonces todo comenzaba de nuevo como si fuera una película en rotativa. De pronto, Blanco se sentó bruscamente en la cama, muy asustado del sueño recurrente que terminó pulsando un punto sensible en su memoria, y creyó escuchar su propio grito apagado. Gladis, que dormía a su lado, cambió de posición. Blanco se llevó las manos al rostro, confundido, y trató de entender lo que recordaba de su sueño e hilarlo con la realidad.

      Al cabo de un momento, lo comprendió todo:

      —Soledad.

      Gladis giró en la cama y se puso de espaldas con la sábana hasta la quijada. “Vaya, por fin me reconociste”, exclamó. Blanco se sorprendió. Se agarró la cabeza para ponerla firme en su lugar. ¿Qué le estaba pasando? ¿Qué confusión estaba viviendo? ¿O soñando? Respiró profundamente para entender todo con más calma. Se puso a respirar seguido.

      —Soñaba un deseo –dijo, con voz de medianoche.

      —Lo sé –dijo ella–. Yo he soñado lo mismo durante años.

      Santiago Blanco se recostó de espaldas. “¿Por qué dejaste que pasara tanto tiempo?”, preguntó con voz inaudible. Porque en el clande de la calle Calama, casi veinte años atrás, Blanco ya le había confesado su amor. Ya la había solicitado para pasar a hacer habitación. Ya le había propuesto que viviera con él. Y, a cambio, encontró no sólo su negativa rotunda, sino su desprecio. Inclusive escribió un graffiti en la pared del frente. Gladis se sonrió, pícara. Era verdad todo eso. Pero ella estaba enamorada de él, su comandante, que era un truhán. Un borracho. Un mujeriego. Un hombre que no tenía límite. Y ella no podía ceder y entregarse. Quería, más bien, que reaccionara. Que saliera de esa vida. Pero el resultado fue que terminó casado con una falsa rubia.

      —Marilú –dijo Blanco–. La mujer que se avergonzaba de mi profesión.

      —¿Cuánto duró ese matrimonio? –preguntó ella.

      —Unas pocas semanas –dijo él.

      Un suspiro sentido llenó la noche. Soledad era la muchacha blanca de su sueño. Y de sus sueños. Toda una vida consagrada a su culto. Al dolor de no tenerla. Una suerte de herida abierta. Con sangre viva. ¿Qué dirían los suplementos literarios de su dolor? Si se ponía a buscar en sus páginas, algo hallaría. Había un Mitre que simplificaba con maestría los sentimientos de los hombres.

      —¿Y cuán viejos estamos ahora para gozarnos? –preguntó él.

      —Muy viejos –dijo ella–. Pero se puede igual. Y vale la pena.

      Santiago Blanco giró el cuerpo hacia la mujer. Ella hizo lo mismo. “¿Y tienes hijos?”, le preguntó a susurros. Gladis asintió. Tenía un hijo de más de veinte años que trabajaba en Yacimientos en Sanandita, Tarija. En el Chaco. Llevaba solo su apellido, claro. Era técnico titulado. Cuando se embarazó de él, dejó su oficio. Se empleó de cocinera en un hotel, en un restaurante chino, en los pollos fritos, y por fin pudo hacerse de un kiosco. Ese era su capital. También su esperanza. De eso viviría hasta morir.

      —Porque no tengo renta –explicó a media voz–. Como vos.

      Santiago Blanco asintió. También le dio un beso en la frente y en medio ojo. A él no le había ido nada mejor. Había dejado la Policía sin edad de jubilarse, cansado de la inutilidad de su trabajo y de la corrupción. Había renunciado a su querida chapa para sentarse casi de inmediato en las plazuelas sin ganas de hacer nada, pasando mucha hambre. Ya no vivía en la calle Calama, sino donde podía. A veces en los hotelitos del sur. En las residenciales. A veces en los parques. A veces en las iglesias. A veces en las galerías de la plaza, junto a los mendigos y sus perros. Esperando la caridad de las monjas. “Me empobrecí totalmente”, dijo, como si contara un secreto. Pero también haciendo, a veces, trabajos rápidos como el de ahora. De investigador privado.

      —No tengo futuro –dijo, con voz ronca–. Hasta ahora no tengo renta.

      Gladis lo besó en la punta de la nariz. Se estrechó más a su cuerpo. “¿Sabías que te deseaba desde jovencita?”, le preguntó. Y le daba rabia que las locas de sus compañeras se fueran a hacer la siesta a su cuarto. Al lado de donde ella se comía las uñas de la pura rabia. Se moría de celos. Pero ella no quería ser una más en su vida, porque él se hubiera dado el gusto y se hubiera ido para siempre. En cambio, se quedaron pensando uno en el otro, ¿sí? Como una obsesión. Hasta que se encontraron.

      —Juntos


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