La reina del café. Gonzalo Lema

La reina del café - Gonzalo Lema


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Poco a poco sintió que el ritmo cardiaco se le estabilizaba. Cerró los ojos con fuerza y sacudió la cabeza.

      —Buenos días –le dijo una voz.

      Blanco se sobresaltó. Al fondo del mismo piso, en un rincón oscuro e incómodo, el capitán Flores hacía su trabajo. Tenía una linterna encendida y una lupa grande entre sus manos. Una libreta sobre el piso y un lapicero. Unas cintas que se colaban a las paredes para buscar huellas. Y un termo con café caliente.

      —¿Qué busca aquí? –le preguntó el capitán Flores con tono de pocos amigos. Con la mano derecha sostenía la lupa inmensa, que parecía el ojo de un marciano–. Este espacio está precintado por la Policía.

      Blanco volvió a sacudir la cabeza. Y a respirar. El corazón le latía todavía algo desbocado.

      —Soy el investigador privado del coronel Uribe y sereno del edificio en construcción –alcanzó a decir la idea completa. Luego respiró todo lo que pudo por la boca–. Mi nombre es Blanco. Santiago Blanco.

      El capitán Flores lo observó cuidadosamente con la línea de su ceja arrugada. Poco le faltó para acercar la gruesa lupa contra su rostro. De pronto asintió y se le acercó unos pasos. Parecía burlón.

      —¿Desde cuándo trabaja en todo eso? –le preguntó.

      —Desde el día del crimen –respondió Santiago Blanco, resignado con la verdad–. En ambas funciones.

      El capitán se sonrió. Si eso era cierto, entonces no sabía qué había sucedido con el albañil Felipe Ortiz. No conocía nada del asunto. Estaba en pañales como cualquier hijo de vecino…

      —¿Y ha averiguado algo? –le preguntó golpeando el borde de la lupa en la palma abierta de la otra mano.

      Blanco logró inflar al máximo sus pulmones y pensó que ya estaba bien. También vio que abajo Gladis bajaba las maderas de ambas ventanas laterales del kiosco y se encaminaba al interior. Parecía el inicio de un día productivo para todos.

      —La señora de Ortiz me dijo que todo el mundo quería a su esposo, pero luego empezó a maldecir contra varios albañiles que trabajan aquí que son de su barrio –dijo. Luego miró su Longines–. Lo más probable es que estén cambiándose en el primer piso.

      El capitán siguió con su juego. Era un hombre algo petizo, gordo, de unos cuarenta años, que llevaba el bigote como todo oficial de policía. Simulaba ser rudo, de pocas palabras, pero se notaba que babeaba por sus hijos. Quizás por un primer nieto. Había seguido atento lo que decía el investigador privado llamado Santiago Blanco, y había asentido mientras lo escuchaba. También lo miró de arriba a abajo y lo midió intelectualmente. Y se sonrió.

      Santiago Blanco advirtió ese gesto. Estaba más que acostumbrado a que eso le sucediera siempre. Muchos años atrás, una familia de alemán con aymara lo contrató para disimular un caso, convencida de que Blanco nunca daría en el clavo. Lo peor fue descubrir que un camarada jefe les había dicho eso. Que él era un inútil. Y ahora mismo, mientras Flores medía sus alcances, se acordó de Uribe y sus palabras. Lo contrataba para disimular, no para descubrir nada, quedaba muy claro. Pero el juego de la medición del prójimo era de nunca acabar, porque él también tenía medidos por centímetros a Uribe y Flores. Con la ventaja de que, desde un tiempo atrás, pensaba siempre primero en él mismo por delante de todos. Y luego otra vez en él mismo. Así estaban las cosas.

      —Para darle un martillazo en la nuca, alguien tuvo que estar muy enojado con él –dijo, y movió las cejas hecho al gracioso–. Y para luego colgarlo… ¿Para qué cree usted que lo colgaron?

      El capitán Flores dejó de jugar con la lupa. La pregunta lo obligó a recapacitar. Seguro que con el martillazo el hombre ya estaba muerto. Además, si no lo estaba, se le aplicaba un segundo martillazo y asunto concluido. Pero no se contentaron con eso, sino que le amarraron una soga al cuello, pasaron la soga por la viga, y empujaron el cuerpo al vacío. Debió ser muy de madrugada, porque los curiosos de la acera dijeron que, cuando descubrieron el cuerpo, este no se movía. Ya estaba quieto en el aire.

      —Es una de las tantas señales de la mafia –dijo el capitán, docto–. Se intimidan de esa manera.

      “Se intimidan de esa manera”. Blanco se quedó con la frase en la cabeza. Pero, ¿el capitán Flores la había dicho a propósito? Al parecer, no. La había dicho por mera fuerza de la costumbre, aburrido de constatar el comportamiento de las mafias. Pero, al decirla, había ligado con facilidad al coronel Uribe. Ese era el asunto. La Policía tenía al coronel Uribe como mafioso. Uno de los tantos oficiales de policía absorbidos por la mafia.

      —¿Y usted encontró algo? –preguntó Blanco.

      El capitán Flores se había retirado del lugar para caminar sin rumbo por el piso. “Aquí no hay nada”, se le escuchó decir. Pero unos segundos después, pareció despertar.

      —Nada que usted no sepa –dijo. Sin embargo, alzó un dedo en señal de advertencia–. Pero usted no puede estar en este piso. Está precintado por la Policía. Salvo orden fiscal.

      También le mostró el camino de salida.

      Santiago Blanco bajó contando los peldaños. Estaban armados en dos líneas de seis, con un codo amplio en medio para el descanso de rigor. Contó cuarenta y ocho. Le faltaban los peldaños hacia la terraza superior. A los doce, ya le flaqueaban las dos rodillas. A los veinte, las rodillas y los muslos. Temió caer. Se detuvo un rato. A un costado se veía el hueco del futuro ascensor. Luego siguió con los pasos temblorosos hasta dar pie con tierra. Allí se tranquilizó. Unos segundos después cruzó la calle, se sentó en un taburete del kiosco y se dedicó a observar atento y feliz a la dueña atendiendo con unos sándwiches a dos hombres muy humildes.

      —Hola, Soledad –le dijo él con todo el sentimiento posible de su lejano recuerdo.

      La aludida detuvo en seco su faena:

      —Estúpido –le contestó.

      5.

      No era posible picar a fondo la columna porque se caía el edificio. Pero a Blanco lo fastidiaba que Flores no saliera nunca de ese rincón. El Chino le había dicho al oído que la mañana que vaciaron las columnas del quinto piso, su padrino Felipe les había dado libre sin ninguna explicación. “Así era de cabrón”, dijo. Fue algo premeditado, porque les anunciaron dos días antes y además se los repitieron. “No vengan el martes”. Y cuando llegaron a trabajar el miércoles, todas las columnas ya estaban paradas. Encofradas. Vaciadas.

      —De ese martes no cobramos ni un peso –dijo el Chino.

      —Y nadie les dijo con qué gente las vaciaron… –dijo Blanco.

      —No nos dijeron nada.

      Por eso es que Santiago Blanco tenía un cincel y un martillo en sus manos, listos todos para la dura pelea. El asunto era que luego la Policía preguntaría quién diablos lo hizo. ¿Podría uno alzarse de hombros? No parecía nada fácil. Y el mismo coronel Uribe haría la misma pregunta mirándolo a los ojos. Y podía incluso botarlo de su cuarto por olisquear demasiado. Y otra vez la pobreza de la indigencia. La calle.

      Santiago Blanco dejó en el suelo las dos herramientas y tomó los recaudos para encender la linterna. No debían verlo desde la calle. Y se acercó a la columna desmochada para observarla milímetro por milímetro. También la golpeó con el mango del martillo. Más tarde, como una hora después de haber subido, bajó a su cuarto y se durmió con la cabeza puesta en la lejana Soledad.

      A las seis de la mañana ya había desayunado linaza y rollo con queso en el kiosco. Gladis estaba de buen humor aunque no se estuvo quieta ni un momento. Dispuso con gran prolijidad todo lo que su kiosco albergaba. Desempolvó con trapo húmedo los vidrios de las ventanas. Echó un cubo de agua a la acera y barrió una gran superficie con escoba de paja. El mismo Blanco ayudó alzando los tres taburetes, enredándose con la cadena que los unía y cambiando de lugar.

      —Pareces contenta –le dijo él.

      Ella


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