La reina del café. Gonzalo Lema
amarillo, sucio de tanto trajinar, acezaba cerca de allí y buscaba agua y cariño. Los albañiles almorzaban en el cuarto piso y miraban a Blanco. Les hizo una seña con la mano. Dos hombres llegaron al kiosco y curiosearon en el mostrador, luego siguieron su camino. Gladis apareció a la carrera al final de la calle con una bolsa de pan.
Santiago Blanco le sonrió.
—Tengo trabajo para toda la vida –le dijo, muy contento.
Gladis no le creyó. Ella sabía que los empresarios y los jefes eran los dueños del mundo. Prepotentes. Arbitrarios. Dictadores. Y el coronel Uribe no podía ser, pues, la excepción.
—¿Te has vuelto cura? –le preguntó, irónica.
—Más que eso –dijo él, muy seguro–. Sé toda la verdad. La parte más importante. Y, si quiero, podría saberlo todo.
Gladis se quedó pensando un momento, sin hacer nada.
El tráfico de la calle pareció intensificarse. Un colectivo se aproximó a la acera y derramó seis niños, un anciano y una linda cholita con su bolsa llena de mercado. Blanco la siguió con la mirada.
—Entonces, te van a matar –dijo Gladis–. Mejor es saber sólo la calle donde vives. Nada más. Todo es peligroso.
Santiago Blanco se impacientó. Él había caminado desde la avenida de El Prado para contarle su buena nueva, y ella más bien lo desanimaba. ¿Quién la entendía? Además, quedaba claro que ya no olfatearía más. La vida le había enseñado a pensar en él, en ser más cauto. Pero no le gustaba que nadie le tomara el pelo. Santiago Blanco no era un tonto.
—Quiero que vivas conmigo –le dijo a Gladis de sopetón–. Tú con tu negocio, y yo de capataz al frente. Vamos a ser felices.
Gladis dejó de hacer ruido al interior de su kiosco. Todo se detuvo. ¿Y acaso la felicidad era una obligación? ¿Quién le había dicho eso? Ella sabía, por experiencia propia, que la vida no era así. Estaban en la vida para bregar. Para trabajar. La Biblia decía eso. Y la felicidad pasaba fugazmente por cada quien, como había pasado ya la otra noche. Un ratito. Pero nadie debía hacerse ilusiones de ser feliz siempre. Eso no existía.
De pronto, se puso a llorar.
Santiago Blanco se estiró por sobre el mostrador y la tomó de la mano. Tonta. Tontita. Él sabía lo que estaba pensando. La jaló un tanto hasta lograr tomar su rostro con ambas manos.
—Ese “ratito” ha llegado –le dijo–. Para quedarse.
Cochabamba, septiembre, 2012.
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