La reina del café. Gonzalo Lema

La reina del café - Gonzalo Lema


Скачать книгу
hombre fue victimado en el piso y colgado luego tan sólo para disimular. Su osamenta era mediana, pero muy ancha. Y tenía músculos desde el cuello. Su peso estaba en unos noventa kilos. ¿Quién hubiera podido alzarlo si se resistía?

      Dejó de observarlo y dio la vuelta. Los policías tenían lista la bolsa de plástico para guardar el cadáver previa inspección. El fotógrafo le sacó una última fotografía con flash y Blanco pensó que se lo había tomado en cuenta. Se sintió un pescador que exhibía su pez espada verticalmente para una revista especializada en caza y pesca.

      Se alejó del lugar para que retiraran el cadáver del aire. Los policías se organizaron y empezaron a jalar el cuerpo hacia el piso firme. Luego lo tendieron sobre la bolsa. Tenía el cráneo hundido en la nuca. Un buen golpe de martillo. Eso era todo. Quizás con el golpe ya se había muerto, pero lo colgaron para confundir a todos con un suicidio.

      —¿Nombre del occiso? –preguntó por pura curiosidad.

      —Felipe Ortiz –le dijo el policía de los apuntes–. Cincuenta y un años. Natural de Mizque. Albañil. Indígena. ¿Quiere saber el número de su cédula?

      Blanco negó con la cabeza.

      El coronel Uribe llegó a su lado y lo tomó del brazo. “Venga por aquí”, le dijo. Lo llevó por las gradas hacia abajo, lentamente, y le fue hablando en el trayecto con tono bajo.

      —¿Está ocupado en algo, Blanco? –le preguntó con afecto.

      Blanco se sorprendió del tono. Pensó que podía confiarle un poco de su intimidad:

      —En sobrevivir –dijo, con sinceridad.

      El coronel Uribe detuvo sus pasos para observarlo bien. ¿Estaba bromeando el hombre? ¿Con qué cara le había dicho eso? Pero no halló burla alguna. Retomó las gradas empujando del brazo a su excamarada.

      —Van a tratar de involucrarme en la muerte de Felipe –dijo, y ratificó su temor moviendo la cabeza–. Hay gente en la institución que no me quiere. Que no me quiso nunca.

      Blanco siguió bajando las gradas sin emitir opinión. Uribe dejó pasar varios peldaños antes de hablar. Lo hizo con un tono afectivo.

      —Lo mejor va a ser que usted me colabore, camarada –le dijo y le apretó un poco el brazo–. Naturalmente, será recompensado.

      Blanco siguió bajando las gradas sin decir nada. Respirando cada cierto trecho. El coronel Uribe usaba uno de esos perfumes sacados a golpes de las maderas del trópico. De cualquier trópico. Y bajaba las gradas dejando una estela de su aroma. Los zorrinos hacen lo mismo. Se sonrió por su propia ocurrencia.

      —Yo le digo al comandante que tengo mi propio investigador –dijo Uribe, persuasivo–, y ellos se cuidan de sacar conclusiones apresuradas. Usted investiga un poco aquí y otro poco allá, hasta que se cierre el caso. ¿Qué puede importarnos, pues, la muerte de un albañil?

      Y llegaron a la planta baja. Santiago Blanco miró hacia el kiosco de Gladis, al otro lado de la acera, y la halló atendiendo a tres personas.

      Uribe lo manoteó en el pecho.

      —¿Algún ratón le ha comido la lengua? No me ha dicho nada, usted.

      Blanco había dejado de mirar hacia el kiosco y miraba un cuarto de ladrillo, con techo de tejas rojas, al fondo del ingreso del garaje. Se quedó pensando un momento.

      —¿Y quién vive ahí? –le preguntó apuntando con la quijada.

      El coronel Uribe torció todo el cuerpo para mirar de frente el cuarto. Ahí no vivía nadie. Se lo usaba para guardar herramientas y materiales de construcción. Con el tiempo serviría de vivienda a un sereno. Eso creía él, pero por supuesto que eso lo decidirían otros, en su momento. Los futuros propietarios de los departamentos.

      Santiago Blanco siguió mirando hacia el cuarto. Tenía una puerta de ingreso y una ventana cuadrada. Parecía un primor.

      —¿Le echamos una mirada? –le preguntó con el primer paso dado.

      Los dos hombres caminaron hacia el cuarto. Uribe llamó por su móvil al chofer de su vagoneta y le pidió que le acercara todo el manojo de llaves que estaba en la guantera. Mientras tanto se pusieron a atisbar por la ventana. No tenía mucho fondo, pero sí tenía algo de largo.

      Cuando abrieron la puerta, un olor espeso a fierro, grasa y pintura les salió al encuentro. El piso era de mosaico y las paredes eran de ladrillo visto. Del cielo falso colgaba una bombilla con un foco de luz amarilla.

      Santiago Blanco encaró al coronel Uribe de inmediato.

      —Le acepto –le dijo, con voz firme–, pero con una condición: que me deje vivir en este cuarto unos seis meses. Como parte del pago.

      El coronel Uribe retrocedió un paso sorprendido y gozoso.

      —¡Oh, jo, jo! –exclamó divertido–. ¡Cómo no! ¡Es un trato!

      Y le estrechó la mano con fuerza.

      Los dos hombres se dirigieron a la puerta a paso lento. Uribe le pasó un brazo por sobre el hombro a su empleado. Afectivo.

      —Comienzas hoy mismo, Blanquito –le dijo a media voz–. Traé tus cosas e instalate a tu gusto. Ya tienes la llave. Ahora te dejo mi tarjeta con mis números. El edificio es tuyo. Cuando esto concluya, tú me dices cuánto te debo. No te afanes mucho. Más bien, cuidá el edificio.

      Santiago Blanco se quedó solo en la puerta de calle. Como el cadáver había sido retirado del espacio donde flotó, la acera lucía despejada. Los albañiles de la obra se hallaban reunidos en grupo en la acera del frente, bajo un viejo eucalipto, inmenso y hermoso, que sobrevivía al empuje del cemento. Santiago Blanco los llamó con una mano.

      Los hombres se le acercaron con desconfianza.

      —¿Cuál de ustedes se ha deshecho de don Felipe? –preguntó como si les disparara con un revólver.

      Los hombres retrocedieron un paso. Eran indígenas. Alguno tenía bigote. Todos cargaban una bolsa de tocuyo en la espalda.

      —Alguna de sus cholas ha debido matarlo –dijo un joven.

      —Algún marido celoso –corroboró otro.

      —Dios se lo ha llevado –afirmó otra voz.

      Una carcajada general desconcertó a Blanco. ¿Así que no lo querían? ¡Se reían de su jefe muerto!

      —¿Tienen todo para seguir trabajando? –les preguntó.

      Los hombres asintieron.

      —Trabajen tranquilos –les dijo–. Hagan todo por todo lado, salvo el quinto piso. Prohibido subir allí. Al que suba lo cuelgo como a don Felipe. Pero, ¡la puta!, ¡los polis se han llevado la soga!

      Los albañiles estallaron en una carcajada.

      Santiago Blanco cruzó la calle y se dirigió al kiosco. Gladis lo vio llegar y siguió trabajando al interior. Blanco se sentó en un taburete y palmeó dos veces, como en los bares. Ella asomó toda la cabeza como un canario ante la jaula abierta.

      —¿Tienes trabajo? –le preguntó.

      Blanco se sorprendió con la pregunta.

      —¿Por qué? –preguntó a su vez.

      —Por tu prepotencia –le dijo ella–. ¿Se te ofrece algo?

      Santiago Blanco se alzó de hombros.

      —Quería decirte que ya tengo trabajo. Y que seremos vecinos.

      3.

      El edificio Uribe había comenzado a construirse el año 2009, fines. El plano indicaba cinco plantas, un garaje subterráneo, otro en planta baja, una terraza superior, un área social inferior, cuatro departamentos por piso y un penthouse en el último. Miraba hacia el sur y algo hacia el oeste. Tenía toda la obra gruesa concluida. Faltaba revocar las paredes y colocar el


Скачать книгу