La reina del café. Gonzalo Lema

La reina del café - Gonzalo Lema


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no saberlo yo –dijo.

      Media hora después, la vagoneta del coronel Uribe se subió torpe a la acera y bajó él por la puerta del copiloto. Santiago Blanco lo vio y cruzó la calle a su encuentro. Juntos ingresaron al edificio.

      —Sabes, Blanquito, la Policía está a punto de archivar el caso por tratarse de un intento de robo –le contó–. Creo que es lo mejor para todos. Seguramente el ladrón estaba escondido por ahí y fue sorprendido por mi maistro. Esas cosas pasan.

      Santiago Blanco se alzó de hombros.

      El coronel Uribe, pese a su sobrepeso, subió los peldaños de dos en dos hasta el cuarto piso. Santiago Blanco llegó retrasado al mismo lugar. Ese piso, le parecía al dueño, el ideal para almacenar el yeso. “Hay que revocar antes de que lleguen las lluvias”, dijo. Y miró hacia la acera para apurar a los albañiles.

      —Voy a traer otro maistro –dijo–. Y voy a terminar el trabajo lo antes posible. Quizás aumente el número de albañiles también.

      Blanco asintió en silencio. En ese edificio había cabida para unos veinte albañiles. Tal vez más. Y luego tendría que entrar la carpintería y la pintura. Cosas así. Se necesitaba más gente.

      El coronel Uribe miró hacia el quinto piso. “Una lástima de verdad”, se le escuchó decir, afligido, hablando consigo mismo. “Tendrá que esperar un poco”. Y volvió con ganas a mirar por la ventana del sur qué hacían los albañiles. Ya no los halló.

      —Quiero que también seas mi capataz, hijo –le dijo a Blanco como una orden a un niño–. Eres mi investigador, mi sereno y mi capataz de obra. Naturalmente, con sueldo.

      Blanco asintió.

      Más tarde, Santiago Blanco se presentó en la empresa propietaria de los camiones mezcladores de hormigón que habían realizado el vaciado de las columnas del quinto piso. Primero leyó el letrero desde la acera, con una mano de visera sobre las cejas, y luego subió con paso firme cuatro gradas hasta encontrar a la señorita de la recepción.

      —Buenos días –le dijo.

      Naturalmente la señorita no le contestó el saludo. Apenas se limitó a alzar la mirada a desgano y fruncir el ceño. Claro que no le gustaba lo que veía. La vida en Cochabamba había cambiado tanto que ya le parecía un verdadero tormento. El dinero estaba sólo con los cholos y no con la gente decente. Estos ya no construían, sino que vendían servicios. Asesoraban. En cambio, los otros aplastaban las bellas casitas y levantaban edificios con su dinero. Dinero del contrabando o de la cocaína, seguramente. Sucio.

      —Buenos días –repitió Blanco acentuando la voz.

      —Buenos días –dijo ella, con el ceño fruncido–. ¿Sí?

      —Sólo busco asesoramiento del ingeniero encargado de vaciados de hormigón –dijo Blanco, con tono firme–. ¿Con quién…?

      “Lo dicho”, pensó ella. Alzó el teléfono y marcó un número. ¿Hola? Mi reina, mi amor, mi cielo. Sí, un cliente. Exactamente. Se rió con ganas. Cómplice. Qué se va a hacer. Estamos mal. Yo creo eso, lo mismo. Hemos perdido el tiempo, vieja. En fin. Nunca es tarde. ¿Que suba?

      —Tercer piso, oficina C –dijo ella, seca–. Por las gradas, por favor.

      —¿El edificio no tiene ascensor? –preguntó Blanco.

      —Tiene, por supuesto –dijo la señorita–. Pero pedimos a los clientes que lo usen a partir del cuarto. En el cuarto está la gerencia y planificación. Los contratos están en el tercer piso.

      —¿Y dónde va más gente? ¿Al tercero o al cuarto? –preguntó Blanco reposando un puñete grueso sobre el escritorio de la dama.

      —Al tercero, pero el ascensor está para ejecutivos de nuestra empresa –insistió ella, molesta–. O de otras empresas.

      —Pero nosotros somos los clientes, los que ponemos la plata para que usted, por ejemplo, asiente sus nalgas frías en esa silla o en las faldas de los ejecutivos, ¿verdad? –preguntó Blanco con un segundo puñete asentado, esta vez, sobre el canastillo de papeles de la secretaria.

      La secretaria pareció horrorizarse con lo que escuchaba. Se puso de pie de un brinco. “¡Oiga, usted!”. Quiso llorar sin ganas. Y se quedó quieta con los brazos estirados a lo largo del cuerpo. Paralizada.

      —¡Es usted un vil atrevido! ¡Voy a quejarme! –exclamó y buscó el teléfono para hablar con alguien.

      Blanco se recostó un tanto sobre el escritorio. Luego abrió los ojos como platos, satisfecho de lo logrado. Se sonrió.

      —Dígale a su jefe que un maleducado cliente de treinta mil metros o más de vaciado la ha tratado muy mal –dijo. Luego movió el índice hacia el teléfono–. Mientras tanto, subo. ¿Dónde queda el ascensor?

      La puerta del ascensor se abrió sin emitir ruido alguno. Las luces del pasillo se encendieron de inmediato, muy cordiales. Santiago Blanco se sintió un verdadero rey. Quiso jalarse las solapas del saco, pero estaba sólo con camisa. De todas formas se alisó la ropa sudada con cuidado. Se miró los zapatos. Carraspeó. Por fin avanzó hacia la oficina C.

      Lo recibió una mujer idéntica a la de abajo. Furiosa. Con un lapicero entre las manos. A la espera de que Blanco la saludara y le pidiera hablar con el ingeniero, su jefe.

      Pero Blanco acortó camino:

      —Con su jefe.

      La mujer mordió la punta del lapicero. Lo hizo crujir.

      —Yo soy el jefe –dijo, feliz–. La jefa.

      Blanco asintió. Se sentó frente a ella en una silla de plástico. Sintió que las cuatro patas temblaban. Miró a la mujer a los ojos y logró que parpadeara.

      —Entonces usted vació las columnas del quinto piso del edificio Uribe –preguntó afirmando–. Soy investigador.

      La mujer sintió el golpe. Reclinó su espalda contra la silla. Y se tomó un rato largo para pensar.

      —Así es –dijo.

      —¿Y qué más vaciaron en las columnas? ¿Sabe si monedas de la Colonia o algún otro tesoro? ¿Un cadáver, quizás? ¿Algo que la Policía debería saber? –preguntó Blanco recordando, un tanto nostálgico, los viejos interrogatorios que practicó.

      La mujer comenzó a respirar sobresaltada. Santiago Blanco la miraba y le alzaba las cejas, juguetón. También golpeaba con los dedos sobre el escritorio que tenía una superficie de vidrio.

      —No miramos nunca dentro del encofrado –dijo ella–. Nos limitamos a colocar la manguera y vaciar.

      —¿Y si no estuvieran los fierros, vaciarían igual? –preguntó él, y se sonrió. Por supuesto que no le creía. Es más, había dado en el clavo–. Se fijan, ¿verdad? Dígame, señora, ¿qué había en la maldita columna del quinto?

      Para preguntar todo eso, Blanco había reclinado el cuerpo en el filo del escritorio. Por eso sintió que un botón de su camisa se partió en dos. Pero también pudo ver de cerca el miedo profundo en el rostro de la señora. Siguió en esa posición. No quiso quitarle ni un poco de presión.

      —Si me lo dice, me callaré para siempre, ¿me cree? –insistió Blanco. Luego movió la cabeza afirmativamente. Juguetón. Atrevido. Ella se asustó mucho con la actitud del hombre. Su mala predisposición de un principio se desvaneció y dejó pasar un ánimo temeroso.

      Blanco volvió a sentarse en su silla.

      —Un cadáver –dijo ella y pareció desinflarse súbitamente como un globo pinchado. Luego se apresuró a implorar con las dos manos–: ¡Son cosas de los malditos clientes, porque nosotros sólo vendemos servicios! ¡Recuerde que usted me prometió callar!

      Blanco asintió. “No me diga más”, dijo, y se puso de pie. La mujer también se puso de pie, muy nerviosa. “Confío


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