Feminismos para la revolución. Laura Fernández Cordero

Feminismos para la revolución - Laura Fernández Cordero


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de sensibilidades diversas sostenidas por lesbianas que no son mujeres, mujeres y hombres trans, mujeres cis, travestis, identidades no binarias, denominaciones queer y cuir, géneros fluidos, cuerpos gestantes, etc., en una indetenible creatividad personal y política.

      Esta antología busca contrapesar el efecto de novedad de la marea feminista, no porque carezca de una faceta inédita, específicamente la masividad y cierta aceptación cada vez más generalizada, sino porque la búsqueda es comprenderla desde esos pasados que le dan fuerza. Para acompañarse con las escrituras de otros tiempos memorables. Para anticipar nudos políticos y teóricos que ya se han enfrentado, y para desanudarlos con ideas previas que esperan volver al ruedo. Y, sin dudas, para enriquecer las autocríticas, ese bien tan propio.

      Las quejas por la falta de acuerdo o por la pluralidad excesiva de los feminismos parecen desconocer que más que un partido vertical, una camaradería obsecuente o un club de iguales, fueron siempre un campo de debate. Un vital desacuerdo que resistió la invitación a la ortodoxia y al recitado de catecismos. Conocer los inicios con perspectiva crítica permite comprender que aquellos primeros feminismos se forjaron con fe en el Progreso, bajo la irradiante luz de la Razón, en el imperio de la Ciencia de los países colonialistas. ¿Acaso puede sorprender tanto el vocabulario racista de una francesa de salón o el pánico homosexual de una señora de pueblo? ¿El pudor de una paria de la moral de su tiempo?

      El usual señalamiento de esas tensiones problemáticas como un descubrimiento de último momento o como un factor de perspicacia personal (resaltado por títulos efectistas) demuestra que es necesario insistir en la historia de los feminismos. Dar a conocer con mayor ahínco los jaques que se hicieron a las hegemonías y a los divismos, las persistencias de sus memorias como calderas en continua ebullición. Sí, tenemos en ellas vestales ilegibles y celebrantes del sexo. Alianzas y rupturas, silenciamientos vergonzantes, redescubrimientos y nuevas ediciones de una palabra que no cesa. Y también por eso nos llaman marea.

      Adentrarse en el pasado feminista ayuda a contrarrestar los análisis que tienden a clausurar al feminismo buscando una coincidencia con el fin del ciclo revolucionario de las izquierdas. Esas propuestas suelen identificar el triunfo del neoliberalismo con el del feminismo liberal, como si este fuera un sinónimo del feminismo en toda su extensión, o como si se tratara de una deriva reciente provocada por la cooptación capitalista, y no una expresión feminista fundante combatida por obra de las militantes de izquierda. ¿Se olvida que el anarquismo ya denunciaba el corazón burgués de las sufragistas y que las socialistas advertían que al feminismo se lo podía tragar entero el capitalismo con todas sus astucias? El malestar de la derrota histórica que atraviesa a cierta izquierda no se condice con la festiva potencia del fenómeno feminista actual. Ni justifica deplorar ni simplificar con la etiqueta “políticas de identidad” una de las revoluciones de la subjetividad, la vida cotidiana, la filosofía política y las sexualidades más dinámicas de la historia. Contra esto, hay remedio: encarar la lectura y el estudio de la gran cantera teórica y política feminista con la misma seriedad y pasión con que se aborda hasta el último de los manuscritos que nos legó Marx.

      Esta antología parte de la idea de que los famosos encuentros y desencuentros de las izquierdas deben leerse allí donde las voces se quiebran. Por ejemplo en estos textos, breves trances desafiantes que, aunque firmados con nombre propio, recogen saberes de la práctica política colectiva, donde lo personal y lo político estuvieron siempre abrazados. Cada uno deja ver cómo estas mujeres y algunos hombres que (sobre todo en el anarquismo) supieron percibirlo pusieron en duda la homogeneidad de la Humanidad, ese desvelo de las izquierdas. La repetida enunciación en primera persona y en femenino, así como las invocaciones a “obreros” y “obreras”, sin más, resquebrajaban la idea de un conjunto universal, homogéneo y definitivo.

      En esa interlocución, el feminismo no participa como un partido compacto ni como un movimiento de contornos definidos, sino como forma de enunciación singular. Una posición enunciativa de la revuelta, revulsiva incluso contra sí misma. Una voz que va en la senda de Virginia Woolf, hablando de recursos económicos cuando la convocaron a discurrir sobre “la Mujer y la novela”; de Julieta Lanteri, inscribiéndose como candidata cuando no le permitían ser electora; de Audre Lorde, advirtiendo sobre las insidiosas herramientas del amo; de Sara Ahmed y la tipificación de la aguafiestas que sabemos ser; de Virginie Despentes, convocando a las putas, las gordas y las feas frente el feminismo presentable; de Lohana Berkins, narrando su adolescencia y transformando mis ideas antes, siquiera, de leer a Judith Butler.

      Desacatadas, las mil lenguas de la enunciación feminista no caben en ninguna revolución, la desbordan. Una práctica del decir sin olvidar la historia de aquellas voces que, desde las izquierdas, pudieron renegar del feminismo y aun así legarnos feminismos que se comprometan con el fin del capitalismo y con la imaginación de un mundo sin explotación. Un movimiento de innúmeras bocas para dudar de los cierres y las burocracias, para agitar las secretarías generales y los comisariatos. Para enrarecer partidos y sindicatos, y habitar los aparatos de Estado con un ojo en la puerta de salida. Feminismos disidentes para leer la letra minúscula de las políticas públicas, los registros civiles y las utopías. Para denunciar la feminización de las deudas, vociferar contra la debacle ecológica y habitar las luchas antirracistas, antifascistas, antipunitivistas y antiespecistas presentes y futuras. Feminismos para revisar entidades como “ciudadano”, “vecino”, “compañero”, “camarada”, en una imparable invención subjetiva que tiene para ofrecer redefiniciones de la mujer tanto como estrategias para fugar de esa categoría si es preciso.

      En esa cantera inagotable recolecté estas pocas voces. Ahora solo resta una invitación: leer los textos en voz alta. En soledad o en ronda. Leerles los gritos y los silencios, porque en cada una de sus puntuaciones apasionadas reviven los feminismos para la revolución permanente de la mismísima Revolución.

      Mar del Plata, verano de 2021

      Claire Démar

      Ca. 1800 - París, 1833

      Escribió Mi ley para el futuro (1834, póstumo) y se suicidó. Tenía poco más de 30 años. Al nacer la llamaron Émilie d’Eymard, pero ella, que renegaba de casi todo, quiso olvidarlo. Recién comenzaba el XIX, un siglo auspicioso para ser mujer en París y elegir un nuevo nombre; uno que, como su paso por aquel mundo, fue breve y centelleante. Pronto se deslumbró con las propuestas de Henri de Saint-Simon y su escuela. Siguiendo a ese teórico a quien se considera precursor de las ciencias sociales y del socialismo moderno, sus adeptos agitaron ideas antidogmáticas y esperanzadas en un porvenir industrial y científico. Convocaron a las mujeres y proclamaron su emancipación; sin embargo, terminaron por erigir una secta casi religiosa con uno de sus discípulos, el megalómano Père Enfantin, en la cima. Decían esperar a la MUJER, una mesías que estaba siempre por llegar. Pero no llegaba. Algunas saintsimonianas, más cercanas al trabajo manual, se sintieron traicionadas; para ellas la emancipación era una utopía urgente. Marie-Reine Guindorf, Désirée Véret, Jeanne Deroin, Eugénie Niboyet y Suzanne Voilquin lo dijeron en periódicos de vida breve como La Femme Libre [La Mujer Libre], L’Apostolat des Femmes [El Apostolado de las Mujeres] y La Tribune des Femmes [La Tribuna de las Mujeres]. Con ellas dialogaba Démar; pero, como su furia era mucha, escribió en solitario un folleto vibrante: Appel d’une femme au peuple pour la libération de la femme [Llamamiento de una mujer al pueblo por la liberación de la mujer], de 1833.

      Dirigía sus críticas a toda la Francia de los años treinta porque, tras la prometedora gran revolución de 1789, se encontraba en un retroceso político y cultural, a pesar del avance de la burguesía. Como si Olympe de Gouges no hubiera denunciado que los Derechos del Hombre y del Ciudadano ignoraban a las mujeres, el Código napoleónico de 1804 y el gobierno monárquico de Luis Felipe I las obligaban a volver a luchar por su autonomía, el divorcio, la educación y la igualdad ante la ley. En medio de un fructífero desacuerdo femenino, Démar agitaba la versión más radical, polemizaba con fervor y señalaba la desunión y la indiferencia sobre su escritura. Se sabía intensa. Sin emancipación de la mujer


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