Feminismos para la revolución. Laura Fernández Cordero

Feminismos para la revolución - Laura Fernández Cordero


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abanico engañoso, bajo las amplias alas de un sombrero, y, con una mano sobre la conciencia, respondan a esto: “Díganme, señoras, ¿hay entre ustedes una sola que, en el seno de la unión más fecunda de dicha y alegría, no desviara por un momento, por breve que haya sido, la mirada de su esposo o de su amante para posarla, con complacencia y placer, en otro hombre y –haciendo, a escondidas, una comparación en completa ventaja de este último– no deseara que el amante o el esposo se le parecieran?”.

      Sí, si entre todas ustedes pudiera hallarse una sola con esa conformación, que se levante, me condene y me arroje la piedra, porque entonces habré pronunciado un discurso imprudente y calumnioso, y debo ser condenada por ello. ¡Estoy resignada!

      […]

      Desde el momento en que han mirado a un hombre con placer, con satisfacción, y que les ha parecido más bello, más espiritual que su amante o esposo; desde el momento en que lo han considerado superior a uno o a otro, no importa desde qué punto de vista, en qué relación del espíritu o de la materia, yo declaro: ha habido prostitución, se ha cometido adulterio, al menos en la intención. Solo el prejuicio, el temor o algún otro motivo desconocido las ha refrenado, y han sumado al adulterio las artimañas y las mentiras.

      Adulterio, artimañas, mentiras. Allí caemos incesantemente en la ley de la constancia respaldada en la puesta en público.

      Debemos confesar, entonces, que la más pura, la más fiel, ha sido culpable (hablo según los supuestos morales antiguos del mundo antiguo), culpable al menos de deseos, infiel con su voluntad… ¿Qué importa si el acto no siguió al pensamiento? Por una penosa necesidad habrá gemido muchas veces; y cuando hace alarde de su constancia, se vanagloria de ella, hombres, tengan la certidumbre de que en su corazón se desprecia y se apena de sí misma; porque su pretendida constancia no es más que mentira y engaño, para ella tanto como para las demás.

      Luego de la pomposa virtud teatral de las Lucrecias, tal vez podrían evocarse los furores de los Otelos para, de los celos a la constancia, llegar a una conclusión en mi contra.

      Por favor, respondan: ¿acaso son los celos otra cosa que la expresión más alta, mejor pronunciada, de ese egoísmo que remite todo a uno mismo, que, exento de condicionamientos, trabas o cualquier abnegación personal, querría encadenar para siempre el cuerpo al espíritu, el pensamiento, la voluntad, la sensación de todo ser amado, y así someterlo a su ley, a su placer, a su capricho? Los celos no son otra cosa que el sentimiento antisocial de propiedad que les hace decir: mi castillo, mis dominios, mi casa; que les hace rodear el castillo de una enorme fosa, la casa, de una fuerte muralla, los campos, de un impenetrable cerco vivo.

      Ustedes hablan de Otelo: ¿acaso no invocan también a las matronas, los eunucos y los mudos del serrallo…? ¿No hablan también de los grilletes, las cadenas y los cerrojos preservadores? Sublimes inventos de Italia, que garantizan la constancia, la fidelidad, permitan al esposo, vejete tembloroso, viajar seguro de la virtud de su joven esposa, cuya llave se ha llevado en algún bolsillo de su maleta… Es cierto que el amor también sabe, durante el reposo del himeneo, poner una llave postiza en manos del amante dichoso y compensar a la joven esposa lánguida, abandonada… ¡conmovedora y dulce reciprocidad de franqueza y de confianza!

      Por último, si me atreviera a poner mi propio ejemplo –algo que, según creo, puede permitírseme, después de lo anterior–, haría mi confesión con la ingenua espontaneidad, con la noble franqueza de ese pobre asno de la fábula que, en un prado, había mochado el pasto marcando el ancho de su lengua y que tigres y leones descuartizaron piadosamente en holocausto a los dioses irritados…

      Diría que yo, porque era celosa, y muy celosa, durante largo tiempo me creí constante y, más tarde, llegando a mirar mejor, a descifrar mejor el problema de mi individualidad, comprendí a las claras que, con la seguridad que dan el silencio y el secreto, ¡en verdad no sé muy bien qué podría haber sido de mi fidelidad! Entre todos los hombres, ciertamente hay uno a quien amé más que a los demás, hacia quien siempre me lleva con preferencia mi afecto; pero a fin de cuentas encontré a otros que me agradaban más o menos, y con los cuales voluntariamente bien habría podido, de vez en cuando, olvidar al primero, con la certeza de preservar toda su ternura, gracias a su ignorancia. Y esta historia mía es la de muchas mujeres: lo digo a expensas de mi amor propio, ¡maldito sea quien mal piense!

      Debo resumir.

      Los celos no son sino un sentimiento odioso de egoísmo y de personalismo, que no prejuzgan nada en favor de la constancia, por el contrario…

      La fidelidad casi siempre se ha basado solo en el temor o en la imposibilidad de hacer algo mejor o diferente.

      Y ello no es más que la consecuencia rigurosa de este hecho, de esta verdad: que solo existen naturalezas móviles, inconstantes. Porque la movilidad es la condición del progreso, y yo no podría concebir otra inmovilidad, otra constancia más que la de DIOS, el único eternamente y necesariamente inmutable, porque DIOS es todo lo que ES, es el progreso, es la vida.

      Por la proclamación de la ley de inconstancia, y solo por ella, la mujer se liberará.

      La unión de los sexos debe basarse en las simpatías más amplias, mejor establecidas; y como la vida se formula constantemente entre los dos aspectos del espíritu y de la materia, tendrá que haber simpatía del espíritu con el espíritu, de la materia con la materia, prueba más o menos prolongada de uno y otro por uno y otro, convivencia más o menos prolongada.

      En estos términos, ¿no se vuelve acaso necesario el misterio? ¿No es una garantía indispensable de la libertad para la mujer?

      […]

      Me parece que debería detenerme aquí, después de haber tratado, desde sus principales ángulos, la cuestión de la liberación de la mujer. Pero aquí no termina mi tarea, ya que esta cuestión plantea otra muy grave, a la cual está íntimamente ligada y de la cual depende: la cuestión de la filiación, de la generación.

      […]

      El hombre y la mujer, obedeciendo a la imperiosa voluntad de los sentidos, llevados uno hacia el otro por esa necesidad de placeres a la cual Dios, siempre bueno y previsor, ligó la conservación de nuestra raza, se arrojan uno a los brazos del otro, confunden su vida en un largo abrazo, y olvidan las consecuencias naturales y probables que deben surgir de esa unión por un misterio divino e insondable.

      Sin embargo, las leyes de la naturaleza reciben su sanción, y la mujer ha concebido.

      Entonces, maldicen ustedes a menudo ese desenlace natural de sus placeres, que de improviso viene a alterar sus cálculos de egoísmo y ambición, a interrumpir el curso de sus voluptuosidades.

      Después, se ven forzadas a someterse a los decretos de una voluntad más poderosa que la de ustedes, contra cuyos actos les es imposible luchar; y, transcurridos los nueve meses, reciben en sus brazos a esa débil criatura, cargada desde el vientre materno de su odio, de su injusta cólera; ¡esa criatura que no había pedido el ser!

      Pronto, tendrán en sus manos a ese nuevo individuo social, aún débil e imposibilitado, que al ritmo de los caprichos de ustedes se transforma en un juguete cuyos movimientos adaptan a los de su péndulo; con sus risas, con sus caricias, alientan las más mínimas futilidades de esa imaginación flexible que compone todos sus actos según cómo vea su rostro, según los pliegues de su frente; y ustedes se extasían, desfallecen de gusto y contento; se admiran ante cada una de las pretendidas gentilezas que salen del niño. El niño crece y desarrolla incesantemente su cuerpo y su espíritu; continúa los juegos que ustedes alentaban con sus caricias y sus aprobaciones; pero el prisma se ha roto, la saciedad colma el alma de ustedes; el disgusto y el aburrimiento suceden al entusiasmo, reemplazan la admiración… y un día, látigo en mano, inculcan a los miembros heridos de aquel una primera lección de injusticia y de saber vivir, que repetirán a menudo.

      A partir de ese día, ya no más reposo, ya no más alegría para él: le habrán asignado un casillero en el vasto tablero del mundo, sin preocuparse por si el desarrollo de su organización le permitirá llenarlo. Lo modelan, lo hieren, lo extienden


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