Feminismos para la revolución. Laura Fernández Cordero
digo que debemos escuchar con respeto y recogimiento, sin posibilidad de juzgar o de culpabilizar, cada palabra de emancipación que repercuta, por extraña, inaudita e incluso –me atrevo a decir– indignante que sea. Y voy un poco más lejos: sostengo que la palabra de la MUJER REDENTORA SERÁ UNA PALABRA SOBERANAMENTE INDIGNANTE, porque será la más amplia y, por ende, la más reparadora para todos los caracteres, para todas las voluntades.
[…]
Oigan bien: el púlpito cristiano se hace eco de las proclamas de matrimonio. ¡Abran los ojos! Los muros de la iglesia y de la casa consistorial están cubiertos con ellas; los periódicos mismos colman con ellas sus columnas inútiles. Si esa hilera de carrozas se estaciona delante de nuestros templos, a la puerta de las alcaldías de nuestros doce distritos, es para festejar alguna ruidosa boda. Ante el alcalde y ante el sacerdote, ante los ojos del mundo material y del mundo religioso, un hombre y una mujer han arrastrado un largo séquito de testigos de todas las edades y de todos los sexos; y el sacerdote que usa su estola con toques dorados, y el alcalde que lleva la banda tricolor [francesa], en nombre de Dios y del Código, han bendecido o ratificado una alianza indisoluble. Y allí vemos una unión legítima: ¡¡¡la que permite a una mujer decir, sin sonrojarse, tal día a tal hora voy a recibir a un hombre en mi ALCOBA de MUJER!!!… La unión que, contraída de cara a la multitud, se deja llevar lentamente a través de una orgía de vinos y danzas, hasta el lecho nupcial, convertido en lecho del libertinaje y la prostitución, y permite a la imaginación delirante de los invitados seguir de cerca y penetrar todos los detalles, todas las incidencias del drama lúbrico ¡puesto en escena con nombre de día de boda!
Si la costumbre o la ley que hace comparecer así a la joven esposa, palpitante y temerosa, ante la mirada audaz de toda una numerosa asamblea, que la prostituye a los deseos desenfrenados, a las indignantes burlas de hombres en ardor, exaltados por las fumaradas de una fiesta licenciosa; si, digo, esa costumbre, esa ley, no les parece una HORRIBLE EXPLOTACIÓN; si, reflexionando, nunca se han estremecido de disgusto y de indignación… me pierdo… Las consignas de dignidad de la mujer, de liberación, de emancipación de la mujer ¡¡¡ya no tienen ningún sentido para mí, no representan ya ninguna idea en mi pensamiento!!!
Sin embargo, estos son solo algunos de los resultados de la ley de proclamación pública, que ustedes reclaman como garantía, como base de la nueva moral.
También se debe a esa puesta en público que, en el antro de la rue de Jérusalem, ¡¡¡una pluma infame registre a tantas jóvenes perdidas, marchitas, en el libro rojo de la policía!!!
También se debe a la puesta en público que se lleven a cabo uniones brutales de una hora, que la desdichada prostituta comience en un rincón, en la esquina de la calle, y, con toda prisa, ¡¡¡termine en su reducto, en el altar de la depravación, para volver a comenzar un instante después!!!…
También se deben a la puesta en público esos escandalosos debates judiciales que, en nuestros cursos, en nuestros tribunales, hacen resonar ante nuestros jueces las palabras de adulterio, impotencia, violación, y dan lugar a investigaciones odiosas y a sentencias indignantes.
Pero dejemos de lado esta fatigosa enumeración, estos cuadros tan odiosos como repulsivos, y veamos si, como ustedes sostienen, el misterio podría prolongar aún más la explotación de nuestro sexo. ¿Cómo? Porque una mujer no hubiera confiado públicamente sus sensaciones de mujer; porque, entre todos los hombres que la colmarían de cuidados y atenciones, que le ofrecerían su amor, otra mirada diferente de la suya no habría sabido distinguir al de su preferencia; porque su vecina no podría animar una conversación maliciosa con detalles de su vida íntima; porque sus noches de amor no serían transparentes y claras; porque no abriría sus puertas y ventanas cuando quisiera para entregarse a los brazos de un hombre, prodigarle sus besos y sus caricias: ¿resultaría entonces que la mujer sería, necesariamente, el juguete, el esclavo de un hombre; que no habría más asociación posible; que la felicidad de la humanidad estaría por siempre destruida?… ¡¿Cómo?! ¡¿Una mujer sería explotada y desdichada porque, sin temor a verla desgarrarse, odiarse, podría dar satisfacción simultáneamente a varios hombres en su amor; procurar una porción de dicha y placer a todos los que no creerían poder encontrar dicha ni placer sino con ella y por ella?!
Dichosos los pobres de espíritu, señoras: ni toda la sutileza, ni toda la fineza del sentimiento o del razonamiento han logrado siquiera hacerme recelar de las altas razones que las llevaron a resolver tan perentoriamente esta cuestión. Sin embargo, es grave, y vale la pena sondearla, profundizarla. Por ello, tengan a bien suspender la reprobación, el anatema del que les parecen dignas tanto mi persona como mis teorías. En efecto, voy más lejos y […] creo en la necesidad de una libertad sin reglas ni límites y en una libertad tan amplia como sea posible, sostenida por el misterio, que considero la base de la nueva moral, aunque nos conduzca al revoltijo que les parece grosero e indignante.
Hoy en día, con mucha frecuencia, el hombre y la mujer son arrojados uno a los brazos del otro, sin amarse, sin conocerse, por voluntad de padres déspotas y arbitrarios, para satisfacer alguna razón de conveniencia, algún cálculo en su interés o en busca de fortuna. De allí que haya tantas uniones mal combinadas, tantas existencias desdichadas, condenadas a un sinfín de lágrimas, a un odio siempre vivaz, que a cada hora renace, se irrita, se exalta, que durante largos años se arrastra por obra de la astucia y la mentira, y aparece más de una vez, luego de atroces sufrimientos, para pedir al veneno o al puñal liberador el alivio final.
[…]
En el futuro, la unión de los sexos deberá ser resultado de simpatías más amplias, mejor estudiadas, desde todos los puntos de vista posibles, sin intervención de ninguna voluntad ajena, sin el concurso de ninguna circunstancia determinante más que el libre albedrío, surgido, las más de las veces, de la ebullición de la sangre ardorosa por la exaltación de los sentidos.
Señoras, tengo la desdicha –lo confieso para mi vergüenza de mujer sentimental–, tengo la desdicha de no creer en esos entusiasmos súbitos –por lo demás, tan poéticos– que del encuentro simultáneo de dos individuos hacen surgir un amor ardiente, muy impetuoso, irresistible, como del roce de dos guijarros surge una chispa vivaz. Tengo la desdicha de no creer en la espontaneidad de un sentimiento, en la irresistible ley de atracción de los espíritus. No pienso que un primer encuentro, una sola conversación puedan dar lugar a la certidumbre, la conciencia de un pensamiento, una sensación que seguirá siempre tal cual, siempre idéntica en todos sus aspectos. No es sino después de un largo y maduro examen, de una seria reflexión, que está permitido confesarse a una misma que, por fin, ¡ha encontrado a esa otra alma complemento de la suya propia, que podrá vivir su vida, pensar con su pensamiento propio, sentir con sus propios sentimientos, confundirse con aquella, darle y a la vez recibir impulso, goce y felicidad!
Entonces, tal como hoy, el tiempo y el estudio nos revelarán la existencia de una simpatía más o menos amplia, más o menos fuerte, más o menos completa, base de cada amor. Habrá que conocerse, relacionarse, estudiarse, probarse durante un tiempo más o menos largo, con el riesgo de perderse en medio de sueños engañosos, de decepción en decepción, perseguir un vano fantasma, hijo de una imaginación delirante, forma inasible a la cual un prisma mentiroso ha dotado de colores falsos, con el riesgo de abrazar, en lugar de una realidad, apenas una sombra fugitiva que se disuelve y se desvanece al tocarla, que desaparece con la luz.
Aceptar que, por desdicha, a veces habrá que confesarse que a fin de cuentas una se ha equivocado, que ha sido el juguete de aspectos falsos, de apariencias engañosas… Y, por último, señoras, apelo a su experiencia de mujer.
[…]
Por la inequívoca necesidad providencial de una ley constante e invariable del progreso, la vida se formula incesantemente en todo el universo, bajo el doble aspecto de concepción y de ejecución, bajo la forma de espíritu y de materia.
Comparen, analicen cada hecho, cada circunstancia, cada accidente; combinen, compongan de mil maneras cada uno de los seres de la humanidad, cada una de las porciones del universo, cada uno de los fragmentos del gran todo, y siempre llegarán a estos dos principios: espíritu y materia.
Un