Feminismos para la revolución. Laura Fernández Cordero

Feminismos para la revolución - Laura Fernández Cordero


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sus exigencias insaciables; lo obligan a rendirles un culto de amor y de veneración; y cuando, al final, ustedes agonizan, él puede recobrar el aliento e intenta enderezar sus propios miembros deformados, su cabeza gacha, pero prueba en vano: sus miembros y su cabeza no dejarán de estar encorvados, y su porte raquítico lleva para siempre un germen de destrucción.

      ¡Ah! Apoyada en un inmenso haz de puñales parricidas, en medio de los gemidos que de tantos pechos emanan, solo en nombre del padre y de la madre, me aventuro a alzar la voz por la ley de la libertad, de la liberación, contra la ley de la sangre, la ley de la generación.

      ¡Ya no más esclavitud, no más explotación, no más tutela! ¡Emancipación para todos, para los esclavos, para los proletarios, para los menores, los grandes y los pequeños!

      Sin embargo, tengan cuidado: haría falta que el poder de la paternidad contra el que me alzo pueda al menos cubrirse con cierta apariencia de razón, de legitimidad, que ese derecho se base en algo.

      Ahora bien, cualquier certidumbre, cualquier presunción de paternidad, choca contra mi teoría de la puesta a prueba, del misterio; certidumbre, presunción igualmente dudosas hoy día.

      […]

      Para nosotros que junto con tantos otros creemos y proclamamos que la propiedad dejará de existir, que la herencia desaparecerá, porque la propiedad, la herencia son un privilegio de nacimiento, y todos los privilegios de nacimiento deben ser abolidos, sin excepción.

      Para nosotros que reclamamos la clasificación según la capacidad, y la capacidad según las obras.

      Para nosotros que, en todos lados, en todos los hombres, no vemos sino funcionarios que son sucedidos o reemplazados, pero no heredados.

      Para nosotros, la objeción cae por sí sola y pierde su valor.

      A quienes pretenderían que abolir la herencia significaría destruir la sociedad yo respondería que la sociedad se agota desde hace siglos, apegada, sin tomar aliento, a esa obra de destrucción; que ha perseguido la herencia de posición en posición, quitándole sucesivamente todas sus prerrogativas; que hoy en día la propiedad, reducida a su más simple expresión, se ampara vanamente detrás de las numerosas filas de la guardia nacional, al abrigo de un bastión hecho de leyes y ordenanzas. La descomposición ya la ha alcanzado; los términos “impuesto progresivo” ya tintinean como un toque fúnebre a los oídos del propietario ocioso y alarmado.

      Antes, el hombre era el esclavo, la propiedad, la cosa del hombre, transmisible por herencia. ¿Qué ha sido de la esclavitud, esa gran propiedad? Destruida, aniquilada… y, sin embargo, la sociedad subsiste cada vez más bella, más grande, más perfecta.

      ¿Qué ha sido de la herencia del feudo cubierto de vasallos cargados de diezmos y cánones? La sociedad se ha sepultado bajo esa ruina de la edad media.

      ¿Qué ha sido incluso de la herencia del título que confería derechos y privilegios? La tierra tembló en sus polos cuando dos o tres privilegiados fueron los primeros en quemar sus pergaminos y sus credenciales en el altar de la patria, en plena asamblea nacional.

      Sé que una revolución no se hace en un día, bruscamente, de improviso; comprendo que son necesarias ciertas cautelas para producir cambios y que la sociedad no se transformará sino poco a poco, con una transición imperceptible y controlada.

      No es mi obra ni mi misión, al menos aquí, indicar en qué consisten o en qué consistirán esas precauciones.

      Por consiguiente:

      Ya no más paternidad siempre dudosa e imposible de demostrar.

      Ya no más propiedad, ya no más herencia.

      Clasificación según la capacidad, retribución según las obras.

      Y, por ende:

      Ya no más maternidad, ya no más ley de la sangre.

      Digo no más maternidad.

      En efecto, la mujer liberada, manumitida del yugo de la tutela, de la protección del hombre del que ya no recibirá alimento ni salario, del hombre que ya no le pagará más el precio de su cuerpo; la mujer deberá su existencia, su posición social, solo a su capacidad y a sus obras.

      Para ello, es necesario que la mujer haga una obra, cumpla una función. Y ¿cómo podría hacerlo si sigue estando condenada a dedicar una parte más o menos larga de su vida a los cuidados requeridos por la educación de uno o varios hijos? O la función será descuidada, mal cumplida, o el niño terminará siendo mal educado y privado de los cuidados que exigen su debilidad, su largo crecimiento.

      ¿Desean liberar a la mujer? Y bien, del seno de la madre de sangre, lleven al recién nacido a los brazos de la madre social, de la nodriza funcionaria, y el niño será criado de una mejor manera, puesto que se ocupará de él aquella que tiene la capacidad de criar, de desarrollar, de comprender a la infancia; y todas las mujeres podrán clasificarse según su capacidad y recibir retribución por sus obras.

      Entonces, solo entonces, el hombre, la mujer, el niño se verán liberados, todos, de la ley de sangre de la explotación de la humanidad por la humanidad.

      Entonces cada una y cada uno, todas y todos, serán las hijas y los hijos de sus obras y solamente de sus obras.

      Charles Fourier

      Besanzón, 1772 - París, 1837

      Después de la gran revolución, Francia fue pródiga en planes radicales, utópicos, socialistas y desafiantes de los límites de la Libertad, la Igualdad y la Fraternidad. Charles Fourier sumó a esa tríada el Placer. Su programa era grandilocuente: consideraba que los 400 000 libros que constituían el patrimonio cultural de la humanidad estaban errados y que él, como Newton o Colón, sería un hito en la nueva concepción del Cosmos.

      Había nacido en 1772 en Besanzón, ciudad de antigua universidad y relojería exquisita. Comerciante por mandato familiar, se prefería filósofo y arquitecto social del nuevo orden basado en el goce de la comida y del amor. Fue enlistado, preso, liberado, y corrió hacia París para dar a conocer sus ideas. Eran tremendas. Desde 1809, editó largos tratados que el gran público recibió con indiferencia y los grupúsculos admirados, con devoción. Solitario y sin hogar estable, pergeñó viviendas colectivas a las que llamaba Falansterios y un orden general que llamaba Armonía. Gris en su apariencia, soñó un erotismo de la abundancia y estableció que el lazo social era pasional y sexual. Y que organizarlo suponía una cuestión de Estado. Lo escribió cuando aún no se había inventado el Psicoanálisis y apenas nacía la Sociología. Lejos de la irracionalidad o la celebración de los instintos, lo suyo era el cálculo matemático: ¿cuántas almas deseantes deben combinarse con otras apaciguadas?, ¿cómo expandir las manías lúbricas y los gustos personales?, ¿cuál es la composición ideal entre industria y ocio?, ¿cuántos mayores gozarán de las caricias de la juventud?, ¿cada cuánto es preciso variar el trabajo y la compañía para intensificar el disfrute?

      El escandalizado teórico del anarquismo, Pierre-Joseph Proudhon, lo llamó “pornócrata”, y Fourier lo merecía porque solía describir orgías edificantes, amor público entre mujeres y caricias reparadoras del daño moral, además de elogiar la poligamia, denostar el matrimonio y burlarse del adulterio. Planificada como una coreografía, la fiesta amatoria invitaba a todas las edades y a todos los cuerpos desechados por la Civilización. A pesar de sus loas a la variación y a la inconstancia –que Claire Démar aplaudiría–, todas las mañanas bebía vino blanco en el mismo bar y, cada mediodía, esperaba un inversor para hacer realidad sus proyecciones.

      Su escritura, dada al neologismo y a las mayúsculas, revivió en los imaginarios del surrealismo, del situacionismo y de los años sesenta. Hasta entonces, parte de su obra era desconocida porque Victor Considérant y otros


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