Feminismos para la revolución. Laura Fernández Cordero

Feminismos para la revolución - Laura Fernández Cordero


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de la teoría de la interseccionalidad y de las invocaciones prosexo.

      Un ideario nunca es por completo original, pero el reclamo del placer en primera persona, la fuerza de la experiencia personal como valor político y el tono con que proponía desestimar la paternidad y liberar a la mujer de la crianza hacen de su breve obra una entrañable rareza. Casi sin dar respiro al combate, su prosa despliega disquisiciones teóricas sobre la política de las emociones, la corporalidad del deseo y una filosofía de la materia que le hizo un lugar en las carpetas de trabajo de Walter Benjamin.

      Antes del disparo mutuo que pacta con su amante y la silencia, ella (nos) habla. Y esa verba hace empalidecer las tesis de La mujer y el socialismo de August Bebel (1879) y El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado de Friedrich Engels (1884), las dos biblias de las izquierdas. Pero con Démar no se trata de precedentes, sino de tonalidades; y la pregunta que abre resuena potente y clara: ¿cuántas estridencias caben en una revolución?

      Ustedes han renegado de la cátedra del apostolado, abandonándola por la tribuna del debate; su palabra dogmática ya no habla solamente de las necesidades, los sufrimientos de la mujer; ya no le pone con autoridad los límites de cierta ley para el futuro, sino que alienta a cada mujer a revelar sus necesidades, sus sufrimientos, a formular por sí sola su ley para el futuro.

      Y ustedes han obrado con sensatez.

      En efecto, hoy en día, cada palabra de mujer debe ser dicha, y será dicha para la liberación de la mujer, porque, hoy en día, una voz de mujer enérgica, poderosa, de grandes repercusiones, o bien temerosa, indecisa o inarticulada, amiga o enemiga discordante y contrariada como los mil y un ruidos confusos, el estrépito fúnebre provocado por el choque de las sociedades que se derrumban y quedan en ruinas, las civilizaciones que se demuelen, o, si no, suave y armoniosa como el himno de las fiestas del porvenir… Cada voz de mujer será oída y escuchada.

      Por ende, ustedes han tomado la única posición conveniente y posible, han hecho un llamamiento y ya no juzgan más.

      Ustedes tienen que velar por que cada una diga o, al menos, pueda decir todo lo que siente, todo lo que ama, todo lo que quiere.

      Y yo, una mujer, respondo a su llamamiento.

      Y yo, una mujer, voy a hablar, yo que no sé retener mi pensamiento cautivo y silencioso en el fondo de mi corazón, que no sé velar sus formas hombrunas, groseras y audaces, poner a la VERDAD un vestido de gasa, detener en el borde de mis labios una palabra franca, libre, valerosa, una palabra desnuda, verdadera, mordaz, punzante, para esclarecerla con el filtro de las conveniencias del mundo antiguo, pasarla por el tamiz místico de la mojigatería cristiana.

      Yo voy a hablar, yo que, sola ahora, sin el apoyo, el aliento o la aclamación de ninguna mujer, ya he hecho un llamamiento al pueblo. Y no importa qué haya sido de mi llamamiento.

      Lo digo sola y sin ayuda de ninguna mujer, porque no es inútil comprobar el escaso vínculo que nos une. Sí, sola, porque incluso las mujeres que se decían nuevas, que pretendían hacer un apostolado, no se dignaron a detenerse en una gacetilla escrita, tal vez sin talento, pero al menos con conciencia y entusiasmo, y que se alejaba removiendo, en beneficio de ellas, toda la podredumbre cadavérica de las viejas instituciones y de una ley moral impotente. ¡No! Ni una de esas mujeres fuertes tuvo la fuerza suficiente para dar cuenta de esa actitud. Y, sin embargo, la autora y el escrito les eran conocidos.

      No es que me queje o esté irritada; así son las cosas, señoras, porque, sin duda, así tenían que ser. Las acepto tal como me las ha enviado la providencia o la voluntad de ustedes. Pero son hechos personales que tengo en mi haber; tomo nota de ellos y los relato. Los analizo, porque quizá también sea algo bueno; y algunos días también habrá sido bueno tomar nota de los hechos, analizarlos, relatarlos: por lo demás, tienen una relación directa, una íntima ligazón con el sentimiento, con el pensamiento que les voy a manifestar, y forzosa, naturalmente allí me llevan.

      ¡Sí, señoras, al igual que ustedes, espero; al igual que ustedes, hago todos mis votos y convoco la hora santa que establecerá las relaciones del hombre y de la mujer sobre los cimientos de esta ley moral nueva que, al resultar del concurso simpático y simultáneo del hombre y la mujer, rodeará al hombre y a la mujer de un lazo de amor religioso y puro! ¡Hora que, eternamente grandiosa y fecunda entre todas las horas de la humanidad, dará inicio a una nueva era de vida social para la gran familia de los hombres! Hora gloriosa en que todos los pueblos de la tierra, unidos en torno a un mismo estandarte de asociación, listos para marchar por las inmensas sendas de un porvenir de concordia y armonía, verán, por primera vez, al hombre y a la mujer –obedeciendo a las leyes de una atracción divina, confundidos uno en el seno del otro, pareja sublime– hacer realidad, por fin, al individuo social imposible hasta esa hora.

      Entonces, por fin se romperá la pesada cadena de la esclavitud que durante tanto tiempo atrapó en una red de desdicha a todas las naciones del mundo y así dejaba en manos de algunos ociosos privilegiados el trabajo, la libertad e incluso la sangre, incluso la vida, de varios millones de semejantes suyos que, fuertes, laboriosos, activos, nobles y confiados, gemían ante la astucia y la debilidad de un azote fratricida.

      Sí, la liberación del proletario, de la clase más pobre y numerosa, no es posible, estoy convencida de ello, si no es mediante la liberación de nuestro sexo, de la asociación de la fuerza y la belleza, la rudeza y la suavidad del hombre y de la mujer.

      Entonces, ¡corresponde a las mujeres hacer oír ese grito de liberación, repudiar la protección injuriosa de aquel que se decía su amo y no era sino su par! ¡Que se levante entre las mujeres la que, ramo de roble y olivo en mano, firmará el tratado de recuperación, alianza e igualdad!

      Yo también la convoco y la aclamaré con entusiasmo; yo también sumerjo la mirada en ese inmenso horizonte, preguntando a las naciones del Norte, del Sur, de Oriente y de Occidente: ¿dónde está?, ¿cuándo vendrá?

      ¡Y no hay ninguna voz que responda o pueda responder a estos gritos de un alma sufriente!

      Porque aún no ha llegado la hora; el mundo no está listo y, durante largo tiempo, seguiremos debatiéndonos en esta atmósfera pestilente de la ley moral cristiana, que nos ahoga; y durante largo tiempo también, nuestras voluntades, nuestras palabras, nuestros actos chocarán confusamente en medio de las tinieblas de esta noche, de este caos del pensamiento, antes de que una luz vacilante e incierta nos presagie la aurora de renovación, de redención definitiva, ese sol que, después de tantos siglos, verá que el pie de la mujer habrá aplastado para siempre la cabeza de la serpiente.

      Pero ¡pocas de nosotras podremos alzar un párpado debilitado por la edad para ver los rayos de esa aurora resplandeciente, pocas de nosotras podremos sumar nuestras voces al himno de alegría, a las aclamaciones incesantes que, de todas partes, saludarán en dulce concierto la llegada de la mujer mesías!

      Más venturosas, las que en el decurso de la vida lleguen después de nosotras formarán su cortejo numeroso y pacífico para entonces. En cuanto a nosotras, lamentablemente arrojadas en estos tiempos de destrucción, lucha y anarquía, tendremos un papel de lucha, de acción, que no será menos bello, menos noble, menos digno de los cantos piadosos de reconocimiento del porvenir, ¡si sabemos comprenderlo y estar a su altura! Desde luego, se dará cierta gloria a estas primeras mujeres que, ya olvidada cualquier individualidad, habrán hecho oír un grito de liberación y caminado sin mirar atrás hacia ese orden de mejores cosas que presagiamos, en medio de los insultos, de los ultrajes, de las calumnias, de los disgustos más crueles que incesantemente alzan contra nosotras aquellas mismas por cuya dicha luchamos.

      Lo sé, señoras: con más confianza que yo, no van tan atrás en el tiempo, al límite de las miserias y los sufrimientos de nuestro sexo y de la humanidad. Ya me parece oírlas decir, incluso, que las sendas de la providencia son amplias, secretas, misteriosas, y están por encima de nuestra débil inteligencia mortal, que, en nuestra fe, debemos descansar en ella, y que es irreligioso dudar de ello.

      […]

      Ustedes no se ofenderán. Lo


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