Otra Argentina es posible. Néstor Jorge Bolado
resulta evidente el importante flujo de fondos que se pudo haber aplicado al crecimiento de nuestra economía y en beneficio de la sociedad en su conjunto y se dilapidaron inútilmente, ya sea en el pago de intereses, en sobreprecios en contrataciones, en subsidios innecesarios o en asistencialismo electoralista.
Las consecuencias se ven a simple vista. Los costos de esas decisiones los termina pagando la sociedad directa e indirectamente. El resultado son menores oportunidades de crecimiento y trabajo, aumento de la pobreza y, luego, mayores impuestos y gastos del Estado en asistencia social y en combatir el delito.
Otro efecto colateral adverso, como consecuencia de los frecuentes incumplimientos de nuestras obligaciones y el mal clima de negocios, es la baja calificación crediticia del país. Esta no solo implica la suba de las tasas de interés a las cuales tanto la actividad pública como la privada acceden en los mercados para financiarse, sino también un menor atractivo o limitaciones a potenciales inversores para direccionar capital y recursos a nuestra nación. Si bien el grado de objetividad de las calificadoras de riesgo internacional en sus informes en ocasiones ha sido cuestionado, no se puede negar que la calificación, en distintos grados de inversión, representa una opinión sobre el país en cuestión. Estos informes son fáciles de comparar y utilizar para poder evaluar la situación económica y financiera de distintos países y empresas. Por ende, constituyen una importante herramienta para la toma de decisiones acerca de dónde invertir y con qué riesgos.
En un mundo globalizado y con la rapidez de acceso a la información de la que se dispone, Argentina ha sido muy perjudicada por bajas calificaciones, y esto se ve reflejado en nuestro porcentaje de inversiones en relación con el PBI. Para radicarse o expandirse, las empresas multinacionales eligen a los países mejor calificados y con menores riegos. En efecto, en las últimas décadas, las inversiones productivas del exterior que hemos conseguido han sido considerablemente inferiores a las deseadas y necesarias. Más aún, con frecuencia estuvieron asociadas a empresas que ya operaban en el país. Por otra parte, esos fondos que estaban destinados a países emergentes se concretaron igualmente en la región, beneficiando a nuestros vecinos.
Siguiendo con los costos implícitos y explícitos de nuestras aparentes inofensivas actitudes y comportamientos, está el de la tasa interna de retorno esperada para una inversión a realizar. Simplificadamente, se trataría del porcentaje de ganancia a obtener del capital promedio invertido en un determinado proyecto. Es notorio y evidente que, a mayor incertidumbre y riesgo, los potenciales inversores locales y extranjeros exigen rentabilidades más altas y, en consecuencia, mayores costos finales para los consumidores. Estas inversiones solo se concretarán en la medida que les aseguren un rápido período de recupero de la inversión inicial, por medio de las ganancias de ese proyecto, y que deberá ser superior al de otros países o actividades en las que se puedan concretar. En otras palabras, hay inversores que para invertir y mejorar su rentabilidad incrementando precios o bajando costos gestionan y obtienen mercados cautivos o cerrados a la importación, subsidios estatales, tarifas de servicios subvaluadas, protección arancelaria o beneficios impositivos. Lógicamente, nada de esto es gratuito. Todo tiene su costo: o el consumidor paga un precio más alto por igual servicio o producto que en el exterior, o el costo lo absorbe el Estado, genera más déficit y lo pagamos entre todos vía más inflación y/o impuestos. Ambos casos implican recursos que no se pueden gastar o invertir en otros bienes o actividades.
Del mismo modo, a lo largo de nuestra historia y cíclicamente llegaron inversiones financieras transitorias y de oportunidad, que aprovechaban nuestras serias incongruencias macroeconómicas. Ellas obtuvieron rentas de corto plazo anualizadas de dos dígitos, garantizadas en dólares, imposibles de conseguir en otras inversiones en el resto del mundo. Se colocaban fondos a tasas de interés en pesos locales exorbitantes y, para asegurar su rentabilidad en dólares y no correr riesgos cambiarios, compraban divisas a término, a su vencimiento. Otro costo más que pagó inicialmente nuestro Banco Central y en definitiva toda la sociedad a cambio de nada y generando más inflación e incertidumbre.
En no pocas ocasiones el Banco Central, en un vano intento de estabilizar el tipo de cambio y/o contener la inflación cuando ya era evidente que era irreversible una devaluación del peso, se convertía en el único oferente de seguros de cambio y venta a término de moneda extranjera. Es decir, asumía un compromiso de venta de importantes cantidades de dólares estadounidenses a un valor político no determinado por el mercado, a una fecha futura. Estas operatorias se hacen a cambio de una prima, y muchas veces originaron cuantiosas pérdidas a su vencimiento por la diferencia a pagar entre la cotización pactada para esa fecha, más baja que la real después de la devaluación ya consumada.
Otro factor a tener muy en cuenta es el costo de oportunidad. Hay inversiones que por su tamaño, tecnología, complejidad y recursos involucrados se pueden efectuar en un momento determinado y solo en ése, y desaprovechar la coyuntura favorable y dejarla para más adelante implica elevados costos. En definitiva, en muchas ocasiones no se podrán concretar esa inversión y sus beneficios, se desaprovecharán recursos disponibles, no se generarán fuentes de trabajo adicionales, o bien las inversiones se realizarán cuando las condiciones de mercado o el acceso a la financiación no sean óptimas.
A manera de ejemplos, podemos mencionar entre los más recientes: la papelera Botnia, finalmente instalada en Uruguay; la pérdida del autoabastecimiento energético años atrás, con su correlato en sobreprecios de gas y combustibles importados; no haber empezado a explotar el yacimiento Vaca Muerta antes, aprovechando los altos precios del petróleo, y ya tener madurada la inversión, entre muchos otros.
A todo esto, hay que adicionar los costos que ocasionaron las crisis internas y externas que ha soportado el país, y las que nos hemos autoimpuesto gratuitamente, a raíz de la debilidad de las instituciones, sus propios errores y la fragilidad económica.
Finalmente, cabe destacar que a lo expuesto en los párrafos precedentes se le agrega el reducido tamaño de nuestro mercado local, en parte asociado a los altos niveles de pobreza y una localización geográfica alejada de los grandes centros de consumo y principales rutas internacionales. Se nos plantean, por lo tanto, desafíos adicionales que todavía no hemos podido superar, para poder reinsertarnos y competir en un mundo globalizado y en permanente cambio, con algunas posibilidades de éxito.
5. Una visión pesimista de nuestro país en el escenario global
Un examen retrospectivo de lo ya expuesto nos permitirá concluir, sin temor a equivocarnos, que hoy nuestro país no es viable en lo inmediato y mucho menos en el futuro. La crisis en la cual estamos sumergidos y nuestros propios condicionantes ya enumerados hacen casi imposible poder interactuar ordenadamente y sobre bases sólidas en un mundo globalizado. Nos encontramos frente a un contexto muy dinámico, contingente y con profundos cambios de todo tipo, que nos sobrepasa ampliamente, ante nuestra inercia y pasividad.
Se podría afirmar que la teoría darwiniana funcionará a pleno, y que las mayores probabilidades, como hasta ahora en otras especies, deberían ser para aquellos países o Estados que estén mejor preparados para los cambios de paradigmas en curso. Una amplia cantidad de innovaciones y avances en distintos planos de la ciencia, la tecnología, el conocimiento, la ecología, la energía, las relaciones internacionales, la salud, la esperanza de vida, las profesiones, los trabajos, los hábitos de consumo y muchos más han llegado para quedarse, y otras están en camino.
Una parte de los trabajos y las profesiones de hoy no tendrán cabida en el futuro. Los efectos más relevantes que ya están ocurriendo o podrían llegar a suceder en la economía de una sociedad como la nuestra o similar serán devastadores.
La velocidad a la cual se están produciendo estos cambios y nuevos descubrimientos científicos se acelera. Esas circunstancias originan una obsolescencia tecnológica que hace altamente ineficientes procesos productivos, servicios, maquinarias y activos de todo tipo, o bien lo harán en un futuro no muy lejano.
Si se intenta mirar hacia adelante, las carreras universitarias y sus planes de estudio serán diferentes a las actuales, al igual que los conocimientos a impartir.
Paulatinamente, se produce o producirá una expulsión de importantes cantidades de recursos