Universo paralelo. Luiz Fernando Sella
–respondía yo, con mucho orgullo y convicción.
Cuando recibía regalos, los que más me interesaban no eran las muñecas, sino aquellos que tenían que ver con los hospitales, muñequitos vestidos de médicos, camillas y ambulancias.
–¡Dani va a ser médica! –decían todos.
Recibí la influencia para esta profesión no solamente de mi padre, sino también de dos primos médicos, que siempre fueron referentes para mí. Desde que era una criatura, siempre manifesté por ellos una gran admiración y cariño. Me acuerdo de un episodio en el cual mi prima, mientras estudiaba Medicina, me llevó a concurrir a una clase con ella. Y terminó recibiendo una observación del profesor, pues yo todavía era una criatura y estaba dificultando la clase.
Pasé mi infancia y mi adolescencia estudiando mucho.
–Dani, ¡ya es hora de dormir! –decía mi madre, a altas horas de la noche.
–Ya voy... Solamente necesito estudiar un poco más.
Yo necesitaba estudiar para ser siempre la mejor alumna. Cuando me sacaba un 9,5 en las pruebas me sentía frustrada, por no haber conseguido el tan deseado 10.
A los 16 años, cuando me estaba preparando para el examen de ingreso en la universidad, estando muy cansada de tanto estudiar y de la exigencia que yo misma me imprimía, comencé a cuestionarme: ¿Quién dijo que yo quiero estudiar Medicina?
Con el espíritu de rebeldía típico de una adolescente, fui a hablar con mi padre:
–Totchan [padre, en japonés], ya no sé si realmente quiero rendir el examen de ingreso para Medicina...
–Y entonces, ¿qué es lo que piensas hacer? –me preguntó mi padre, con los ojos extremadamente abiertos por el asombro.
–No sé. Creo que Publicidad –respondí, sin tener la más mínima noción de lo que realmente estaba queriendo hacer.
–De acuerdo –respondió él–. Sin embargo, si piensas que ya eres adulta y quieres hacer tu voluntad, a partir de ahora tendrás que solventarte: puedes comenzar a trabajar y a pagar tus cuentas; incluso el curso de preparación para el ingreso.
Tragué en seco. Las clases de piano que yo dictaba apenas alcanzaban a pagarme mis lujos. Y, con una mezcla de rabia y orgullo, resolví en ese mismo momento cambiar de idea y hacer el examen de ingreso a Medicina.
Cuando los padres de los adolescentes me cuentan acerca de sus hijos, sus dudas y sus nervios con los exámenes de ingreso a las universidades, me acuerdo de mi historia y las comparto con ellos, a fin de que se queden más tranquilos. No resulta fácil decidirse por una profesión cuando todavía no tenemos casi nada de vivencias y experiencias de vida.
*****
“Triiiiiinnnnn”, sonó el teléfono de mi casa.
–Dani, soy la madre de Érika. Salió la lista de aprobados en el examen de ingreso, y ¡vi tu nombre en el diario!
–¿Mi nombre?
Terminé aprobando en uno de los exámenes más demandados del país, casi sin quererlo. Tantos años estudiando, y ahora había llegado la hora de comenzar una nueva faceta de mi vida. Sin embargo, yo no estaba muy feliz. Me sentía insegura.
–Vamos a Botucatu, a fin de hacer tu matrícula y conocer la ciudad –me dijo mi padre.
“¿Botucatu?”, pensé, “¿Dónde quedará ese lugar?”
La facultad quedaba en el interior del Estado, a 250 km de São Paulo, en el Brasil. ¡Todo fue tan rápido! Ni siquiera tuve tiempo de pensar en lo que estaba sucediendo. Por primera vez estaría lejos de mi familia, viviendo con estudiantes de todos los lugares del Brasil, e iniciando una carrera a la cual le dedicaría la mayor parte de mi vida.
Vivir en el interior no formaba parte de mis planes; siempre fui metropolitana. Me gustaba mucho la vida agitada de São Paulo, las fiestas y los amigos.
–Dani, Érika va a vivir en un alojamiento de estudiantes japoneses. ¿Te gustaría compartir el cuarto con ella? –me preguntó mi madre.
El alojamiento de los estudiantes cobijaba a cerca de cincuenta alumnos, de los más variados cursos. Las alas masculina y femenina estaban separadas por una escalera en “T”, que estaba justo en el medio del edificio. Los cuartos estaban distribuidos en un corredor, y cada uno era para dos estudiantes. Dentro de los cuartos, solamente había una pequeña mesa para estudiar y un armario para colocar la ropa. Todo era muy simple, sin ningún confort. Los baños se compartían, así como también el lavadero y el comedor. Existía solo una heladera, para que pudiéramos dejar nuestras golosinas. Sin embargo, aun dejando el nombre escrito en letras gigantescas, no existía ninguna garantía de que tu yogur o tu chocolate estuvieran allí cuando tú los procuraras. Muy acostumbrada a tener todo muy organizado, siempre todo muy “derechito”, inmediatamente percibí que para sobrevivir tendría que cambiar mis conceptos. Mi vida de “niña mimada” había llegado a su fin.
Entonces, rápidamente me fui adaptando y armonizando con todos.
En los primeros días de clases, los veteranos hacían una fiesta de recepción a los recién llegados, donde todos eran “bautizados”. Después de un ritual en el que cada novato se quedaba en el centro de una ronda, se cantaba una canción; acabada esta ceremonia, teníamos que beber un vaso grande de cachaça (la bebida alcohólica destilada de la caña de azúcar más popular del Brasil). Los veteranos, todos a nuestro alrededor, aplaudían hasta que el novato tomara el último sorbo. Yo no estaba acostumbrada a tomar bebidas alcohólicas; sin embargo, ofrecer resistencia hubiese sido peor. Me acuerdo de que los ingresantes que se rebelaban contra esta chacota quedaban “marcados” para siempre con los veteranos. Aceptar las bromas de mal gusto parecía ser la única solución. En ese bautismo, cada uno recibía un apodo. Y el que yo recibí, inmediatamente después de haberme matriculado, fue “Tim Tim”.
*****
Mis primeras impresiones acerca de la medicina
–En este salón de clases, nadie entra y nadie sale –dijo mi profesor de Anatomía, omnipotente en su chaquetilla mugrienta, mientras ponía una traba a la puerta del aula.
El olor al formol se desprendía de los cadáveres, que habían sido retirados de un gran tanque de acero inoxidable. A los alumnos se los distribuyó en grupos. Cada grupo recibió una camilla, con un cadáver para disecar. Me quedé observando durante un instante, alrededor de mí, la reacción de mis compañeros de clase: algunos sentían náuseas a causa del fuerte olor del formol, que impregnaba todo el salón de clases; otros estaban atónitos, por la presencia de aquellos difuntos endurecidos. El silencio imperaba en el siniestro ambiente, y todos intentaban contener las emociones y los sentimientos que aquella escena les producía.
Durante el primer año, la grilla de materias estaba casi totalmente cubierta por las clases de Anatomía. Yo me pasaba horas y horas intentando memorizar los nombres de cada arteria, casa nervio, cada músculo del cuerpo. La complejidad de cada estructura impresionaba cada vez más mi mente; sin embargo, yo no sentía el más mínimo placer por convivir con los cadáveres. El formol se me quedaba impregnado en las fosas nasales, y todo parecía que tenía ese mismo olor: mi ropa, mis libros, la comida.
–¿Quiere comer carne? –me preguntaba la cocinera que servía las bandejas de comida en el almuerzo.
Solamente al observar los bifes, sentía náuseas.
–¡Es igual al cadáver! –comentaban los alumnos en el comedor, comparando la carne bovina con los músculos que disecábamos en las clases.
Desde ese momento, comencé a dejar de comer carne.
Apenas sí podía esperar a que llegara el viernes para ir a pasar el fin de semana en mi casa.
–Me