Universo paralelo. Luiz Fernando Sella
São Paulo y aventurarme en un restaurante.
–No me parece que sea una buena idea –me dijo mi padre, bien serio.
–¡Tú no sabes cocinar! –me recordó mi madre.
–¡Esta es una oportunidad única; no puedo perderla! –les respondí, intentando convencerlos de que aquella sería mi única chance de salir del estrés.
Estando ya recibida, con el diploma en la mano, yo pensaba que era lo suficientemente adulta como para tomar mis propias decisiones. Y mis padres sabían que discutir sería una pérdida de tiempo.
–Tú eres la que sabe –dijo mi padre–. En caso de que todo salga mal, tienes que saber que estaremos aquí, esperándote.
No aguardé un segundo más. Acomodé mis cosas y salí con un automóvil lleno de valijas. Vivir en Floripa sería realizar un antiguo sueño. Y yo sabía que para poder estar más cerca de Dios necesitaría vivir más cerca de la naturaleza, y en un lugar más tranquilo.
En medio de la carretera, me puse a reflexionar acerca de lo que sería vivir en la isla. “Tendré una vida más simple: sin miedo a los asaltos; sin tener que estar en medio del tráfico, para ir a trabajar; nada de villas miserias en las proximidades. ¡Seré la persona más feliz del mundo!” Y tuve una sensación de libertad en el alma. Estar cerca de la playa y de la naturaleza me fascinaba.
Cuando llegué allí, fui rápidamente al lugar donde tendría mi primer negocio.
El restaurante estaba dentro de una embarcación, con vista hacia el mar desde todos los ángulos. Entré en el salón: el piso estaba lleno de polvo, con algunas sillas desparramadas y puestas en pilas. Las cacerolas y la vajilla estaban dentro de armarios húmedos y arruinados por el salitre del mar, lo cual demostraba que el restaurante había estado abandonado hacía algún tiempo.
Sin embargo, los rayos de sol que se reflejaban en el agua del mar, las gaviotas que volaban y el olor del mar impedían que algún pensamiento negativo floreciera en mi mente. Yo alimentaba la convicción de que estaba en el lugar correcto, en la hora correcta. Tomé mi celular y llamé a Carlos:
–Llegué. ¡El lugar es realmente maravilloso! ¿Vamos a negociar con el propietario?
–Ah, Dani, ¿ya llegaste? –me respondió él, titubeando.
–Sí, aquí estoy. ¡Y lista para cerrar el negocio!
–Claro. No te pude llamar antes... pero ya vendieron el restaurante...
–¿Cómo es esto? ¿A quién se lo vendieron? –pregunté asustada, despertándome en ese momento del sueño.
–Discúlpame, Dani. No te pude avisar. Fue todo muy rápido. Llegó un empresario de São Paulo, con mucho dinero. Él está comprando todo por aquí.
–¿Quién es ese tipo? –pregunté, indignada.
–Es un amigo de Tchelo, que trabaja aquí, en la marina –continuó diciéndome.
Fastidiada por la vuelta atrás de mi compañero, fui a aprovechar la playa con un matrimonio de amigos que estaba en la isla a fin de pasar unos días conmigo. Cuando les conté acerca del restaurante, ellos quisieron conocer el lugar, para verificar las condiciones en las que este se encontraba. Y había algo que me decía que tenía que volver allí.
Cuando llegué a la embarcación, al estacionar el automóvil frente a un jet ski, pude notar que había un hombre que arreglaba el motor de la máquina. Y entonces descendí del automóvil.
–Hola. Mi nombre es Daniela –me presenté–. Sé que el restaurante ya fue vendido, pero ¿podría dar una mirada con mis amigos?
–Sí –me respondió el hombre de una manera indiferente, sin siquiera mirarme, mientras sostenía varias herramientas en las manos.
–Y, por casualidad... ¿sabes quién lo compró? –insistí.
Dejando las herramientas en un rincón, se volvió hacia mí y, con cara de sorpresa, me dijo:
–Sí. Es un amigo mío, de São Paulo. Él también es japonés. Resolvió venirse para aquí con la intención de huir de la rutina y del estrés que ha estado soportando en los últimos años. Y, dicho sea de paso, está buscando un socio. ¿Por qué no lo llamas? Estoy seguro de que ustedes van a llevarse bien –me sugirió, anotando los datos del contacto en una tarjeta.
Aquello, simplemente, no podía ser una coincidencia. ¡Parecía que todo se estaba preparando para que yo viviera en la tan soñada “Isla de la Magia”!
CONSTRUYENDO MI CASTILLO EN LA ARENA
Por Daniela
–¡Mamá, es de verdad! –dijo la criatura pellizcándome el brazo.
–¡Discúlpeme, señorita! Resulta que en Floripa nosotros solamente vemos a los japoneses en los libros –dijo la madre, intentando arreglarlo.
Esto había sucedido cuando yo todavía era una niña, en un período de vacaciones que pasé con mi familia en la isla. Realmente, encontrar descendientes de orientales en Florianópolis era una rareza. Y ese era uno de los motivos por los cuales mi madre no había aprobado mi mudanza a ese lugar.
–¿Cómo vas a encontrar un marido allá? –preguntaba ella, preocupada por mantener las tradiciones de la cultura.
Mi madre es la más pequeña de ocho hermanos. Todos los miembros de la familia, aun cuando se pusieron de novios en el Brasil, se casaron con descendientes de japoneses. Al primer primo que se puso de novio con una gaijin (en japonés significa “extranjero”) acabaron mandándolo al Japón para estudiar, en una tentativa de la familia de deshacer la relación entre ellos.
Desde que era pequeña, siempre viví en ambientes en los cuales la cultura japonesa estaba presente: la primera escuelita, la música, la comida. En la facultad, la colonia japonesa también era muy activa. Hasta el alojamiento de estudiantes en el que viví desde el momento en que llegué a Botucatu estaba siendo patrocinado por una entidad del Japón.
Mantener la cultura y las tradiciones de nuestros ancestros era una preocupación que siempre estuvo muy presente en nuestra familia.
La decisión de mudarme a Florianópolis quebrantó a todos, principalmente a mis padres. Yo no sabía mucho acerca de mi futuro socio; sin embargo, el hecho de que él fuera japonés me trajo cierta seguridad.
Sentí que estaba en el lugar correcto, a la hora correcta.
*****
Las primeras emociones en la “Isla de la Magia”
Mis primeros días fueron intensos después de conocer a Marcos. Mi socio era muy comunicativo y enérgico; su ritmo de trabajo era el de alguien que recién hubiera llegado del Japón:
–¡Tenemos que agilizar las cosas! ¡La temporada comienza en dos semanas! –ordenaba él, con aires de general.
Igual que yo, él no tenía experiencia en el ramo gastronómico. Abrir la empresa, contratar empleados, comprar la vajilla, conseguir proveedores, hacerse de un stock, hacer la propaganda, armar el menú... todo era nuevo; para mí y para él. Sin embargo, a los tropezones, armamos un restaurante en solamente dos semanas.
Explorar una nueva área, totalmente diferente de la Medicina, sería un gran desafío para mí. Sin embargo, como siempre me gustó enfrentar los desafíos, encaraba todo con naturalidad. Hasta que comenzó la temporada de verano.
“Triiiiiinnnnn”, sonó el teléfono del restaurante.
Era una amiga que había vivido conmigo en la facultad, y que participaba de los estudios bíblicos en São Paulo.
–Y, todavía mejor –continuó contándome ella–;