Universo paralelo. Luiz Fernando Sella
Pude percibir que todos estaban muy felices.
Estando de acuerdo con todo lo que ya había estudiado, también me gustaba la idea de bautizarme. Sin embargo, estaba tan concentrada en el nuevo emprendimiento que resolví postergarlo.
–Lo siento mucho, pero no estaré con ustedes. ¡Que sean muy felices! –les respondí–. Más adelante, quizá yo también haga esta entrega a Dios.
*****
–¿Se acabó el shimeji? ¿Dónde has visto un restaurante japonés sin shimeji? –gritaba mi socio, disconforme conmigo–. Y el sakê, ¿todavía no llegó?
Terminé abriendo un restaurante donde no existía la mano de obra especializada ni los productos para elaborar los platillos del menú. Todo llegaba desde São Paulo, o de Curitiba.
–Por favor, ¿tienes pescado para el sashimi? –le pregunté al empleado de la pescadería.
–¿Eh? –me respondió él, con cara de quien nunca había escuchado aquella palabra.
–Sa–shi–mi –deletreé–. SA–SHI–MI. ¿Me has entendido? –repetí, desesperadamente.
Nunca me imaginé que sería tan difícil conseguir comprar pescado para hacer sashimi en una isla. Por no tener muchos orientales, Floripa no ofrecía lo mejor en materia prima para proveer a un restaurante japonés.
No me llevó mucho tiempo percibir que si quería ofrecer algo de buena calidad yo misma tendría que entrar en las cámaras frigoríficas de los pesqueros, para escoger los mejores pescados. Con botas blancas en los pies, delantal de plástico y cofia en la cabeza, allí estaba la médica convertida en gourmet, observando las branquias y los ojos de los pescados, aprendiendo a seleccionar los que estaban más frescos para el consumo del shasimi.
–¿Quiere llevar un salmón?
–¿Cuánto pesa? –le pregunté.
–Veinticuatro kilogramos. ¡Está fresquito! –me lo ofreció el vendedor, todo orgulloso.
–Lo voy a llevar –respondí.
Al sacar el pescado de la cámara frigorífica, apenas lograba cargarlo. ¡Era casi de mi tamaño!
–Deja que yo te ayude, muchacha. ¡Este no lo puedes manejar tú; no! –afirmó el vendedor.
Llegué al restaurante oliendo a pez muerto.
–Dani, están faltando nabos y el pepino japonés. El camión no los trajo de São Paulo –me dijo el sushiman.
–¿Cómo qué no? Ya lo pedí hace dos semanas.
Y así fueron mis primeros días en el nuevo negocio. Con el pensamiento de que Dios estaba dirigiendo las cosas, nutría la esperanza de que todo fuera a andar bien.
Cuando se acabó la temporada de verano, la sociedad inmediatamente se transformó en una relación amorosa.
Cuando estudiaba la Biblia, tuve el conocimiento de la instrucción de Dios: “No formen yunta con los incrédulos. ¿Qué tienen en común la justicia y la maldad? ¿O qué comunión puede tener la luz con la oscuridad?” (2 Cor. 6:14).1 Aun así, racionalicé: “Después puedo enseñarle la Biblia a Marcos. Él también va a entregar su vida a Cristo”. Finalmente, él demostraba ser una persona de principios, honesta en los negocios y con un círculo de influencia muy grande.
“¿Habrá Dios preparado todo esto para que nosotros nos encontráramos en Florianópolis? ¿Será esta la persona con la cual me casaré?”, me preguntaba. El lugar donde siempre quise vivir, un japonés más maduro para guiarme, un trabajo para proporcionarme mi sustento. Todo indicaba que esta sería una linda historia de amor.
*****
–Tengo que cerrar un negocio en el Japón. No sé cuándo vuelvo –me dijo Marcos, preparando una pequeña valija.
–¿Y el restaurante? –le pregunté.
–Búscate un administrador, para ayudarte. Tú no tienes habilidad para manejar el dinero.
Ya desde el principio, pasé por muchos apuros financieros y emocionales. Marcos no se quedaba más de dos semanas en el restaurante, y yo intentaba rebuscármelas durante su ausencia. Los negocios que él tenía demandaban que viajara todo el tiempo, y nuestra relación no se desarrollaba de la manera que yo esperaba; ni como socios, ni como novios.
Mi cotidianidad era muy vertiginosa, y no sentía cómo pasaba el tiempo. El restaurante me consumía todo el tiempo y, cuando caí en la cuenta, ya me estaba preparando para la segunda temporada de verano. Al reflexionar acerca de mi vida, caí en la cuenta de que estaba lejos de mi familia, lejos de mis amigos, lejos de mi profesión; y, lo peor de todo, lejos de Dios.
Entonces, comencé a sentirme culpable por no haber seguido las orientaciones de mis padres y haber despreciado el consejo de Dios. “¿Qué comunión podrá haber entre el que cree y el que no cree?”, meditaba yo, con mucha tristeza.
“¡Creo que seré infeliz por el resto de mi vida! ¡Perderé mi salvación!” Yo lloraba todas las noches al volver del trabajo. Estaba sola y muy angustiada, con el peso de la culpa en mi conciencia. Sentía la necesidad de desahogarme con alguien que pudiera entender mi angustia espiritual.
–Doña Regina, necesito hablar con usted.
Doña Regina era una de las cocineras del restaurante. Muy cristiana y tranquila, con un poco más de cincuenta años, era una persona que traslucía confianza. Ella sabía lo que me estaba angustiando y de la culpa que yo sentía. Le conté acerca del miedo que estaba sintiendo de perder mi salvación.
–¿Por qué estás creyendo eso? –me preguntó ella, con aires de madre.
–Porque yo estaba estudiando la Biblia con mis amigos, cambié mis hábitos de vida y, en vez de entregar mi vida a Dios, me vine para acá, para hacer mi voluntad, sin preguntarle a Dios si esa era su voluntad. ¡Y todavía, me uní en yugo desigual! Desobedecí voluntariamente a Dios. Actué en contra de lo que está escrito en su Palabra –desesperada, le continué relatando.
–Hija mía, quédate tranquila. Si estás arrepentida, es porque el Espíritu Santo te está hablando. Confiesa tus pecados a Dios en oración, y busca la iglesia en la que estabas congregándote, para continuar con tus estudios. Dios te va a perdonar, y te va ayudar en todo. Mantente siempre en oración y no te desanimes.
En la isla, no conocía a nadie que se congregara en la Iglesia Adventista del Séptimo Día, iglesia de la cual yo participaba en São Paulo. Sin embargo, por la providencia divina, aquel estudiante de Teología que había dado los primeros estudios bíblicos a nuestro grupo de amigos, Hércules, se casó con Érika, mi amiga de la infancia; ahora ellos estaban viviendo en una ciudad de Santa Catarina. Entonces, entré en contacto con ellos, y comencé a compartirles mis experiencias y mis frustraciones.
–¡Ven para aquí, a pasar el fin de semana con nosotros, Dani!
A pesar de estar viviendo en el mismo Estado, las ciudades estaban un poco distantes; sin embargo, el sacrificio de encontrarme con ellos valdría la pena. Necesitaba desahogarme con personas amigas, y me sentí muy aliviada al poder compartir con ellos mi situación. ¡Qué confort sentimos cuando estamos juntos con verdaderos amigos!
Mi amiga también estaba pasando por un momento difícil. Sus padres, por ser descendientes de japoneses, se habían puesto en contra de su bautismo y de su casamiento. Sin embargo, allí estaba ella: firme, enfrentando sus luchas y experimentando unas situaciones totalmente diferentes de las costumbres con las cuales había sido criada. No siempre yo podía viajar para encontrarme con ellos; sin embargo, el poco tiempo que pasábamos juntos era muy precioso. Inmediatamente, Hércules me preguntó:
–Tendremos un bautismo en la iglesia dentro de una semana. ¿Por qué no aprovechas esta oportunidad?