Universo paralelo. Luiz Fernando Sella

Universo paralelo - Luiz Fernando Sella


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un poco más. Durante el segundo año, mejora –me respondía él, esperanzado.

      Ya en el segundo año, salí del laboratorio de Anatomía para entrar en el de Microbiología. En esta materia, estudiábamos los parásitos, los hongos y las bacterias en láminas.

      Al regresar a mi casa, mis padres me preguntaban:

      –¿Cómo marcha la carrera?

      –Me parece que no me está gustando...

      –¿Por qué, hija mía? –me preguntaban mis padres, un poco preocupados.

      El año anterior lo había pasado enteramente con difuntos; y ahora con “bichos” muertos. ¿Cómo era posible que estuviese feliz?

      –Aguanta un poco más. El tercer año es muy interesante –decía mi padre, convencido de que todo iba a mejorar.

      Durante el tercer año, los alumnos comenzaban a ir frecuentemente al hospital. Con nuestros estetoscopios en el cuello y vistiendo ropa blanca, ya comenzábamos a sentirnos “más médicos”. A esa altura de la carrera, los alumnos comienzan a tener los primeros contactos con pacientes “vivos”.

      Un hospital universitario funciona como un centro de referencia. Y, como tal, acaba recibiendo los peores casos de la región.

      –Dani, ¿cómo está yendo la carrera? –insistía en preguntarme mi padre.

      –Creo que no me está gustando...

      –Aguanta, que el año que viene todo va a mejorar.

      *****

      El tiempo fue pasando, y yo ya estaba entrando en el cuarto año de la facultad: noches enteras sin dormir, estudios y más estudios... y una infinidad de enfermedades y palabras diferentes con las cuales tenía que familiarizarme.

      A fin de poder soportar todo eso, finalmente acabé encontrando mis “válvulas de escape”: participaba de todas (o casi todas) las fiestas de la Universidad; aprendí a contemplar la naturaleza en las innumerables cascadas y valles de la región. ¡Hasta participé de una banda de rock integrada solamente por mujeres! ¡Cuántas juergas y peligros pasé durante ese período!

      En esa época, ya no vivía más en la casa de los estudiantes japoneses. Érika se había ido, a fin de realizar pasantías. Entonces me fui a vivir en una casa en la que compartía el alquiler con otras tres muchachas. La casa siempre estaba llena de gente, ¡todo era solamente fiesta! Desde temprano por la mañana hasta la noche, siempre estábamos recibiendo las visitas de amigos de otros cursos de la Universidad. Las personas se sentían muy cómodas: siempre había algo para comer, espacio para tomar sol, un atelier de arte en el fondo... ¡Todo era una maravilla! Sin embargo, a pesar de toda la alegría, el tiempo estaba pasando...

      Llegó el quinto año de la Facultad, y las cosas comenzaron a ponerse más serias. En ese período, hasta el sexto año, entrábamos en la fase del internado: casi todas las actividades se realizaban dentro del hospital. A los alumnos se los dividía en grupos pequeños, y se los distribuía entre las diversas especialidades y las diferentes salas agrupadas por enfermedades. La competitividad aumentaba entre los estudiantes, y la mayoría ya comenzaba a definirse en cuál área querría especializarse.

      –Me parece mejor que disminuyamos las fiestas aquí, en casa, pues las cosas se están poniendo más serias ahora –comenté con mis compañeras de casa.

      Y ellas, rápidamente, estuvieron de acuerdo.

      Todo estaba acordado. Sin embargo, un día, cuando volvía de una guardia, después de treinta horas sin dormir, llegué a la casa. Estaba loca de ganas de dormir.

      –¡Hola, Tim Tim! ¡Qué bueno que llegaste! –con estas palabras me recibieron algunos amigos.

      Miré hacia adentro de la casa, y vi que había muchas personas; estaban comiendo y bebiendo, al son del rock and roll.

      “No lo puedo creer”, pensé. Mi cuerpo y mi mente estaban prácticamente anestesiados de tanto sueño. Y lo que yo más deseaba en ese momento era tomar un baño y dormir.

      –Resolvimos hacer una cenita para conmemorar la absolución de Neguinho –intentó explicarme una amiga, señalando hacia un muchachito que venía en mi dirección.

      Él era de baja estatura, tez negra, y tenía una sonrisa graciosa, pues mostraba los dientes medio arruinados en su boca.

      “¡Madre mía!”, pensé. “¡De donde será este muchacho!” No me acordaba de haberlo visto antes, ni en las fiestas ni en ningún otro lugar. Estaba tan cansada y confusa que ni siquiera podía razonar coherentemente.

      –Entonces, chicos, me parece que necesito dormir –dije, intentando disculparme, para no ser antipática.

      Una compañera se me acercó y comenzó a contarme un hecho que había ocurrido algunos años antes de que yo ingresara en la Universidad. Un comisario había apresado a varios estudiantes por drogas, y aquel muchacho había acabado siendo el chivo expiatorio de esa confusión. Había estado preso durante dos años, y justo aquel día había recibido la absolución. Y la “conmemoración” estaba siendo hecha justamente en mi casa.

      Sin entender de una manera clara lo que estaba sucediendo, me quedé medio cohibida, sin saber qué hacer, hasta el momento en que ese muchacho se acercó a mí y me dijo:

      –Me gustaría mucho agradecerles por la recepción de todos ustedes aquí, en esta casa. Le agradezco mucho a Dios por lo que él ha hecho en mi vida: yo era analfabeto, y aprendí a leer la Biblia en la cárcel. Me gustaría compartir con ustedes, una vez por semana, un texto bíblico y hacer una oración en esta casa. ¿Podría hacerlo?

      “¿Leer la Biblia aquí, en casa? ¡Qué cosa extraña!”, pensé.

      Sin embargo, después de entender mejor la historia del muchacho, ¿cómo podría negarme a un simple pedido?

      *****

       El contacto con la Biblia

      Todas las semanas, el muchachito venía con una pequeña Biblia debajo del brazo. Como la casa estaba siempre llena de personas, nos reuníamos todos en una gran mesa en la cocina y acompañábamos la lectura bíblica. Para leer un capítulo, Neguinho demoraba casi media hora. Al terminar una frase, yo ni me acordaba acerca de qué estaba leyendo. Sin embargo, todos respetaban la reverencia con la que él realizaba aquella lectura. Después de leer, él nos contaba acerca de su experiencia dentro del presidio. Terminábamos la reunión haciendo un círculo tomados de las manos, y realizábamos una oración.

      Se sucedieron algunos encuentros de este tipo en nuestra casa. No sé cuántos. Y nadie tenía Biblias en la casa.

      Me pareció que era necesario que procurásemos algunas, de modo de acompañar la lectura del muchacho.

      Me acordé de una que había tenido en mi niñez. Sin embargo, a pesar de haber estudiado toda mi infancia en un colegio católico y de haber tomado el catecismo, nunca había leído la Biblia. Llamé por teléfono a mi casa, pero nadie sabía dónde estaba mi Biblia.

      Una amiga consiguió el teléfono de la Sociedad Bíblica del Brasil y encargamos algunas. De esta manera, comenzamos a acompañar la lectura de aquel humilde y simpático muchachito.

      Cuando las Biblias llegaron por correo, percibí que tenían algunos mapas acerca de los viajes que había realizado el apóstol Pablo por Asia Menor, con algunos datos históricos interesantes. Observé que aquellas Biblias eran diferentes; en realidad, aquellas eran Biblias de estudio, con explicaciones que yo nunca había visto o estudiado.

      “¿Qué significó la muerte de Jesús?” “¿Por qué ese hombre había cambiado la historia del planeta?, y ¿por qué él quita los pecados?” Y “¿Qué es el pecado?”; todas estas preguntas me habían acompañado durante la infancia. No obstante, nunca


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