El corazón a contraluz. Patricio Manns

El corazón a contraluz - Patricio Manns


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atroces, sobre todo porque no existían medios para aliviarlas. Entonces algunos de los conocedores recurrían a la técnica del ungüento. Si la herida fue abierta por una flecha, untaban la flecha con una preparación especial. El preparado lo conservaban siempre dos hombres que habían llegado de Suffolk, uno de los condados orientales de Gran Bretaña, y sus principales componentes lo constituían dos gramos de moho de una calavera humana sin enterrar –lo que en Tierra del Fuego abundaba más que en ninguna otra parte–, un poco de grasa de la rabadilla de un ñandú hembra, y cuarenta miligramos de polvo de los mostachos de un lobo de mar quemados en una cuchara. El lobo de mar tenía que haber muerto sin ayuda del hombre. Los especialistas de las heridas de cuchillo fueron nativos del Condado de Essex. Su técnica consistía en buscar antes que nada el arma. Cuando no era posible encontrarla, sea porque se perdió en el campo de batalla, sea porque el heridor huyó con ella, echaban mano de un facón muy similar, lo engrasaban metódicamente con una porción de tocino entibiado, y lo colocaban atravesado en el lecho donde yacía el herido. Pero otros curanderos, originarios de Baviera, sostenían que el cuchillo debía ser envuelto en un trozo de lino engrasado y puesto cerca de la herida, cuidando siempre de conservar el filo del arma hacia arriba. Para curar la herida de bala se extraía el proyectil. El imaginaria que oficiaba de curandero, generalmente un tipo oriundo de la Baviera renana o de Hesse, metía el proyectil en su boca hasta limpiarlo completamente de sangre. Lo desinfectaba luego con una bocarada de grapa y lo envolvía en un pedazo de tela cortado de la vestimenta del herido, justo en el punto en que el proyectil había penetrado. El principio general de este tipo de medicina espontánea –vieja como el mundo– era el de curar el arma para sanar la herida.

      Nunca se vio ojos como esos ojos. Estaban siempre enrojecidos, cargados de un sueño inatrapable, reblandecido el mirar por tantas noches blancas, secos porque no había nada que llorar, más habituados a la vigilia que al reposo, a espiar que a leer, a fisgonear debajo de la basura que a levantarse hasta el paisaje. Ojos que pasaban cada día de una errancia a otra, de una baraja a otra baraja, de una batalla a otra batalla, hasta que en una de esas se les quedaba el parpadear estacado en el sudario de la neblina. Unos por aquí, algunos por allá, se habían ido acercando. Y no bien oyeron hablar de El Páramo, o de las Estancias y sus libras esterlinas, o del oro que parecía cubrir todas las playas del litoral fueguino, atravesaban el Estrecho de Magallanes en la primera barcaza que se ponía a tiro, o en embarcaciones de fortuna, y cruzaban la tundra de la isla que algunos llamaron el Onasín, porque en ellas vivían los Onas, y otros, como Antonio Pigafetta, cronista oficial de la expedición de Hernando de Magallanes, la Tierra del Fuego. Pues nadie sabía explicar por qué motivo, y así hubiera viento, lluvia o nieve, ciertas llamas rompían la oscuridad con lenguas tan altas que su fulgor era perceptible a mucha distancia. Los primeros navegantes conocidos –históricamente otros les habían precedido sin dejar constancia en las bitácoras de su paso por el Estrecho–, atribuyeron estos fuegos a los indios. No obstante, cualquier pazguato de la región, o un marinero sabelotodo, acodado en un bar de Punta Arenas, juraría que aquellas hogueras crepitantes, delgadas y largas como un roble, flameaban ya cuando ningún Selk’nam había nacido aún, y la Tierra del Fuego estaba poblada, entre un sinnúmero de otras especies, grandes y pequeñas, marinas y terrestres y aéreas, por mastodontes, pequeños caballos de largo pelo rojo, y el llamado elefante peludo de la era glacial.

      VII

       El capataz tautológico

      ¿Jadearía la vulpeja con el hocico cazado entre dos barrotes de la jaula, la espuma sobre los colmillos, los ojuelos brillantes, mientras el rústico asno se ocupaba sin ningún complejo de su tafanario? ¡Hi! ¡Hi! ¡Hi! “Échate un poco más atrás”, dicen que pedía la vulpeja con un estrangulado hilo de voz. Ambrosio Comarcano, máster ès Letras de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Chile, asesino de su mujer, capataz de El Páramo, y futuro abuelo de Olegaria Comarcano, la intelectual regente de un insólito prostíbulo de Puerto Natales, estaba de servicio esa mañana dominical, inspeccionando la totalidad de las instalaciones, como lo estipulaba el Manual administrativo del capitán Julio Popper. Mientras sus botas agujereaban el barro, imaginó un silencio muy largo, atravesado por jadeos, quejumbres, boqueadas de placer, por ese tipo de placer que, obtenido sobre un cuerpo sin su consentimiento, se va desenvolviendo poco a poco, venciendo sus propias reticencias, hasta que se le obliga a participar en él. El silencio sería solo una propiedad del asno, pues la vulpeja retorcería su carcasa sin poder ejecutar ningún otro movimiento que fuera más allá de sus rítmicas convulsiones. ¿Habría entrado a robar cándidamente el agua del asno, al cual, por la fuerza de sus cascos traseros y sus intempestivos furores debieron relegar en una jaula? Nadie lo había aclarado la noche anterior pero el cuento era bueno. ¡Hi! ¡Hi! ¡Hi! ¡Hi! El capataz Ambrosio Comarcano, oculto de la justicia en El Paramo desde un tiempo ya, puesto que llegó cuando acababa de cumplir los veintisiete años, reía bajito dirigiendo sus pasos hacia el galpón que abrigaba las habitaciones destinadas al personal técnico. La tienda y el almacén estaban cerrados.

      “—Échate un poco más atrás, querido”, habría repetido la vulpeja con voz apenas audible. El capataz se detuvo ante las casas silenciosas del domingo, donde todos al parecer dormían, salvo los guardias.

      “—Un asno dañaría horriblemente el tafanario de una vulpeja”, pensaba, no sin cierto placer. Naturalmente si aquello ocurriera alguna vez. Estaba a punto de decirse que allí no había nadie cuando divisó al cazador de orejas y brazo derecho de Julio Popper, Sam Hyslop, caminando hacia las cuadras. Parecía sobrio. ¿Cómo terminaría la escena? “—Échate un poco más atrás, por los cuatro demonios que me hicieron sedienta, y la irresponsable proliferación de tus centímetros —¡Qué digo! ¡De tu hectómetro!—” contaron que quiso gritar todavía la vulpeja. Aunque parecía maldecir y suplicar con un muslo entero de pollo atravesado en la garganta. “—Eso, eso— murmuró Ambrosio —una disputa en plena maniobra”. El asno, sordo como una tapia, continuaría empujando hasta que la zorra acabaría por sentir que una substancia espesa y caliente le caía sobre las corvas, y tan bien podía tratarse del esperma asnal, como de la sangre de las entrañas vulpejales. En la posición en que la tenían, no podía ver lo que acontecía alrededor, y menos atrás. Tenía la impresión de que la estaban confundiendo con un asado turco a causa del asunto del burro, cuya longitud sobrepasaba el cuerpo de la vulpeja, y cuya dureza, y cuyo sentido de la porfía facilitaba su penetración en no importa qué agujero. ¡Hi! ¡Hi! ¡Hi! ¡Hi! El capataz Ambrosio Comarcano saboreaba su chascarro intelectual mientras marchaba a lo largo del espacioso galpón situado al extremo norte de la fortaleza, más arriba de la casa de Popper, dotado con ochenta colchonetas y mantas, y destinado al sueño de los guardias. En el galpón del sur dormían los peones. Acto seguido cruzó la habitación de los segundos capataces a sus órdenes mirando distraído. En un altillo, defendido de las pupilas intrusas por una delgada pared, y al cual se ascendía empleando una escala móvil, se hallaba su propio lecho, sus fotografías clavadas en los tabiques, su lavatorio, su jarra de agua, floreada y de ancha boca, y detrás de la pata superior derecha del catre, la botella de grapa a medio vaciar con que entibiaba la soledad de los inviernos.

      “—Queridito, sácalo una tercera parte te lo ruego, déjame participar, me estás convirtiendo en un trozo de carne que gira sobre el fuego, ¡en un miserable asado al viento que ni siquiera tiene el derecho de besar la llama que lo quema!” ¡Hi! ¡Hi! Besar la llama que lo quema. Los jadeos del asno propulsados contra su pequeña nuca le impregnarían de un maloliente agua sexual los pelos del cogote, pues estaba, según ellos, atracalada encima de un tronco, a cierta altura del suelo, y el entrante arremetía con todo su caudal. Ambrosio podía imaginar la situación de la vulpeja, mientras revisaba las instalaciones personalmente, tocando con sus guantes el hornillo donde se calentaba el café, y más allá, los motores a vapor, la fragua, el torno, el banco carpintero y los otros accesorios de trabajo. “—Domingo es día de guardar, y es lo que hizo el asno, guardando el mástil dentro de la vulpeja hasta hacerle sangrar las partes”. ¿Pero la escuchó por fin? “—Amorcito, no te salgas de ahí, solo échate un poquito para atrás”.

      “—¿Qué mierda quieres? —gritaría el asno, súbitamente colérico— ¿No te basta que te acaricie el corazón por


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