El corazón a contraluz. Patricio Manns

El corazón a contraluz - Patricio Manns


Скачать книгу
en regiones industriales como Cataluña. El gobierno federal suizo recibe plenos poderes para la implantación de la Seguridad Social, y el gobierno turco designa tres obispos búlgaros para regir la diócesis de Macedonia. Se organiza en Argentina el partido Unión Cívica Radical. Julio Popper tramita su incorporación. También en Argentina, una infortunada revuelta sin mayor trascendencia, impulsa al presidente Miguel Juárez Celman a renunciar al cargo, el cual es ocupado por el vicepresidente Carlos Pellegrini. Popper, que había bautizado el actual Río Grande, en Tierra del Fuego, con el nombre del presidente dimitido –Juárez Celman–, cambia inmediatamente este topónimo por el de Río Pellegrini. Francia lanza una campaña bélica contra el monarca de Dahomey, quien es derrocado y obligado a reconocer el protectorado de París. Se acentúa la expansión francesa en el interior del África. El continente negro rebalsa de protectores de todos los pelajes. El monarca Leopoldo, en un acceso de generosidad, concede al reino belga el derecho de anexar el Estado del Congo, propiedad personal del soberano. En La Plata, Argentina, funciona el primer alumbrado eléctrico del país. Cecil Rhodes asume las funciones de Primer Ministro de la colonia de El Cabo, en África del Sur. Gran Bretaña y Alemania reconocen el protectorado francés sobre Madagascar. La definición de protectorado encubre eufemísticamente términos mucho más precisos –colonia, colonialismo– derivados del apellido castellanizado de Cristóbal Colón, náufrago ítalo-judeo-español descubierto en las playas antillanas por un grupo de americanos originarios. Los estados más ricos del globo están empeñados en una salvaje competencia por acrecentar el número de sus protegidos, no solo en África. El gobierno del Estado de New York impone a los médicos la obligación de aplicar gotas profilácticas en los ojos de los recién nacidos. Otros estados de la Unión establecen la misma medida, cuyo objeto es combatir la ceguera producida por las infecciones gonorreicas, enfermedad de moda en la City de aquel tiempo. En el verano austral de l890, Julio Popper realiza a su turno, la tercera captura de Drimys Winteri, y mata en combate singular al hermano de esta, Edward Bouverie Pusey Selk’nam.

      VI

       Descripción de los soñadores de ciudades

      No pocos mataban el tiempo en La Pulpería afilando su facón o limpiando su rémington. Para hacer esto se instalaban en los corredores, cercados por cajas de botellas de grapa, entre monturas y avíos de cuero con espeso olor a curtiembre o vaharadas de animal sudado. Ciertos cuchillos reverberaban como espejos, tanto, que algunos los afirmaban de canto en una ventana para afeitarse. Esta era la razón por la cual los afeitados usaban dos facones en el cinto: no podían manchar con sangre el que servía de espejo, aunque la sangre no refleja el rostro del muerto, sino el del matador, pero de una manera muy turbia.

      No siempre los aguzaban: a menudo los limpiaban de aquellas sangres traídas de la tundra, pues ya lo han dicho: la sangre se seca en el cuchillo cubriéndolo con una pátina de laca. Esta laca morada es perceptible hasta a una legua de distancia y significa: “Paso, yo he matado”. Pero tanto la laca sanguínea como el aguzar les tomaban horas, porque no solo estaban obligados a cumplir esa tarea, sino que ella les complacía en extremo. Así, realizaban cada movimiento con mucha lentitud, aprovechando el tiempo. Inclinados, con un pitillo humeando bajo los mal cuidados mostachos –cuando los había– frecuentemente amarillos de nicotina, se empecinaban en concluir un callado trabajo que en uno u otro caso no podía producir sino remordimiento, aunque todos lo negaran levantando las voces. El remordimiento, entonces, parecía ser apenas una secreción estigmatizada de la conciencia de los débiles y de los cobardes. Aquellos de mirada dura, profundamente decididos a regresar un día a los lares perdidos, a la mágica tierra originaria que la distancia pintaba de nostalgia, limaban en cruz la punta de plomo de las balas para que al abrirse dentro de la carne enemiga, mataran con más anchura, más rapidez, más seguridad. La cuestión capital era la vida puesta en juego, primero la propia, luego la de los otros, vestidos o desnudos. El rito de la preparación matinal de las armas pasaba antes que nada por el amordazamiento de la conciencia, la congelación de la conciencia y de algunos otros sentimientos, afluentes de ella: la piedad, la sinrazón, el asco al contemplarse de repente las manos carniceras, la repulsión al considerar sus rostros ante el espejo –aun fuera el del cuchillo–, rostros que por dibujar un aprendido y permanente rictus de suma crueldad, deformaban el espejo, retorcían el cuchillo, y no al revés. Pues nadie viene a la vida matando: arrastradas por el viento de un tiempo maligno es que las manos de muchos hombres terminan volviéndose bermejas. Más de alguno intuyó tal vez que, ya de regreso, si escamoteaba su cuerpo a la muerte de la tundra, continuaría matando en su aldea natal, porque la muerte de los otros asume el carácter de una costumbre bien anclada en la siquis del cuchillero o del tirador, cada vez que se trenza en una disputa o un malentendido, una mujer o una mirada torva. La convocatoria de la muerte es una apuesta cuyo resultado dirime toda diferencia.

      El aguardiente les entraba al cuerpo y les salía casi agua ardiente del cuerpo, calentándolo, para protegerlo de la soledad y el desamparo, y para dejarlo siempre apuntando hacia adelante, allí donde estaban los otros apuntando para acá. Una parte de la esperanza de vida suplementaria se nutría del acto de limar la punta de las balas o limpiar las entrañas de las armas de fuego con mortal rigor. La muerte era la muerte del otro, o todo estaba en juego por una sola bala atascada, por un solo silencio del gatillo.

      Todos poseían el arte de reconstituir ciudades sobre sus cabezas –ciudades probablemente desaparecidas para siempre de la contigüidad física del soñador–a partir del humo de los cigarrillos, de las pipas, de la neblina que surge de las copas. Entre algunas de tales ciudades se estiraban ríos fortuitos, muy anchos y muy calmos, pues procedían de la memoria, y en la memoria, la violencia se estraga un poco, las olas se aplanan, el fuego se agazapa. Cuando lo que emergía del humo era un río, el efecto de los puentes intimidaba al aguzador de cuchillos, atolondraba al deshollinador de fusiles, allegaba temblores a la mano tatuada, la que esperaba degollar el juego de los otros con una carta de oro, esas cartas que caen de la mano y arrasan, que tienen el filo de una espada y portan consigo el polvo de la luna sobre los cementerios. A veces se estiraba también una calle encima, o un grupo de edificios, o casas solitarias irguiéndose en mitad de un campo de fresas, o al costado de un trigal o frente a una hortelanía de papas, repollos, rábanos, ajos y cilantro. Entre el portento de la luz de un mediodía apócrifo, corrían sombras de sonrisas negras, como las sonrisas impresas en el negativo de una fotografía, de las que cierto sedimento anodino fue captado y retenido para siempre en el cartón que sustituyó a la memoria, eternizado por un irresponsable dedo que suplantó a la memoria. Porque no siempre la memoria es un privilegio del intelecto. Las figuras, las casas, los prados aledaños trascendidos por los frutos salvajes o las manzanas domésticas, los descascarados edificios irreconocibles, los muelles vacíos, los pañuelos deshabitados, pasan como gotas de agua o coágulos de sangre a través de los intersticios de una piedra muy alta, una piedra que flota entre todas las piedras del universo y que, naturalmente, ignora lo que sucede con aquello que secreta sobre esa clase de ciudades que los sueños reconstruyen con nebulosa paciencia, con ahínco horizontal, incluidos los sueños de la vigilia. La arquitectura recreada por el soñante es una arquitectura que abruma su espíritu en forma regular, ya que es deforme, cambiante, lúdica, y por ello, imposible de retener, ni menos, de reconocer, reflejándose en el pozo del corazón como la transfiguración de un acto muy sombrío. Las ciudades son un espacio inhumano donde los hombres albergan la mayor parte de sus vidas. Solo una pequeña parte de sus vidas es hospedada en los desiertos, en las tundras, en las estepas, en las islas, en las montañas, en los valles solapados o abiertos. Pero las ciudades perdidas y recobradas por el sueño se parecen como dos gotas de sangre, y las gotas de sangre se parecen como dos o más ciudades hundidas en el pecho de los soñadores de ciudades. Acabado el trabajo diurno, y habiendo bajado sus andamios el crepúsculo, llegaba la hora natural de La Pulpería, de la grapa, la hora en que se reaguzaban los cuchillos mellados por aquel pesado trabajo de desollar corderos, de escarbarse los dientes, de cortar orejas, y se limpiaban los fusiles anegados con la sombra negra de la pólvora y de los presentimientos. Porque una vez, a Anatolio Seisdedos se le trancó el arma. Frente a él, sentado en el suelo, herido, había un falso buscador de oro, que le apuntó diciéndole:

      —Me queda una sola bala verdadera. La tenía guardada para mí en caso de apuro sin vuelta. Ahora es tuya.

      Y


Скачать книгу