El corazón a contraluz. Patricio Manns
a la tierra Selk’nam. Por el contrario, los Anglicanos bautizaban a los nuevos venidos respetando la voz que identificaba a su raza: “Francis Drake Selk’nam”, “Thomas Cranmer Selk’nam”, “Allen Gardiner Selk’nam”, “Garland Phillips Selk’nam”, o el propio nombre de su hermano –que ella pronunció sin ninguna emoción particular–, “Edward Bouverie Pusey Selk’nam”. El ingeniero empujó dos gruesas bocanadas de humo, con aire sorprendido, y tosió. Se había parado frente a ella.
—Háblame de tu primera captura —dijo.
Asintiendo, Winteri contó que en cierta ocasión, cuando niña, su padre decidió conducir a la familia cerca de las montañas, donde el invierno es menos crudo y la caza fácil, pues los animales y las aves también hibernan allá. El lugar era conocido por los Selk’nam como Invernada. Atravesaron la tundra hostigados por los copos de la primera nieve. Su padre había mirado a lo lejos, estirando los ojos hasta asomarlos detrás del horizonte sudestal, y había visto que el invierno sería riguroso. Pero en el camino que conducía a la Invernada se hallaban algunas estancias de los blancos, las madrigueras de los que cazaban sus orejas. Marcharon mucho tiempo, uno detrás del otro, según la costumbre Selk’nam: cada uno de los que venía detrás pisaba sobre las huellas del precedente de modo que jamás un perseguidor podría establecer con verdadera certeza –pues también hay certezas falsas–, cuánta era la gente que marchaba. Añadió que a causa de este milenario ardid, era visible en el senderillo o la trocha un solo par de huellas muy profundas –el altísimo padre cerraba la marcha, porque a una columna Selk’nam no se la puede atacar jamás de frente–, como si por allí hubiera pasado apenas un hombre muy grande y muy sólido. Para eludir la acechanza de los cazadores de orejas, la familia avanzaba durante la noche y acampaba en el día. El día en Tierra del Fuego, a partir del otoño, es muy breve, y la noche, ancha y larga. Cuando las copas nevadas de las montañas se acercaron, el padre dispuso que a partir de ese momento marcharían debajo de la luz, pues debían atravesar dos ríos, uno de los cuales era de vena gruesa. Primero alcanzaron el río llamado Agua Paulatina, que traspusieron sin ninguna dificultad. Dos jornadas más lejos, la columna se topó con una pareja de guanacos, que fornicaba cerca de la ribera norte del gran río conocido como Agua Rauda. Absorto en la refleja preparación de su flecha, el padre no vio venir las balas que le astillaron la espalda. Otras balas siguieron el doloroso camino de la primera, y las de esa descarga torcieron rumbo para romper el vientre de la madre y los pechos de la hermana mayor. Edward Buverie Pusey Selk’nam no fue baleado, pues su edad se hallaba todavía lejos del límite de la oreja, como era también su propio caso. Fue por tal circunstancia –las balas a mansalva– que el padre no alcanzó a juntar las dos orillas del río Agua Rauda para que la familia saltara al otro lado y se pusiera a salvo. Los jinetes descabalgaron para cortar y ensartar en un aro de alambre seis orejas –las del padre, las de la madre y las de la mayor de las hermanas–. Aquellas de los otros dos Selk’nam no tenían todavía cotización en el Mercado de Orejas de la Patagonia y de la Tierra del Fuego. Un mestizo al retorcido servicio de los desorejadores, Wisne Anselmo, “Anselmo el Perro”, que por lo pronto ya no era un Selk’nam, condujo a Drimys Winteri, y a su hermano mayor, Edward Bouverie Pusey Selk’nam a la sede de la Misión Anglicana de Usuhaia. La dirigía entonces el Reverendo Thomas Bridge, quien se haría célebre a comienzos del siglo siguiente dando a las prensas, en Londres, su extraordinario Yámana-English: a dictionary. Allí fueron recibidos y albergados. Anselmo el Perro se abstuvo de detallar las circunstancias en que se produjo el asesinato de los padres y la hermana, pero no se abstuvo de recibir las cuatro libras esterlinas que los misioneros pagaban por cada oreja de indio vivo. Edward solo pudo describir la sangre que manaba del vientre de la madre. Mas ella, Drimys Winteri, recordaba todo el episodio, aunque esta era la primera vez que abría la boca: tal actitud, dijo, le había devuelto la fuerza, porque correspondía a la dignidad de una Selk’nam no menesterosa. Anselmo el Perro manifestó que los encontró cuando vagaban solitarios y abandonados en la tundra, con mucha desorientación en las pupilas. Edward alegaba que Anselmo no podía saber qué cosa era la desorientación, pues tampoco sabía orientarse bien. El sentido de la orientación en un territorio que estaba cubierto por la noche la mayor parte del invierno, y por el día la mayor parte del verano, era un atributo particular de los Selk’nam, y Anselmo no era un Selk’nam, por lo cual se probaba que le habían instado a decir eso para tender un velo sobre la manera salvaje en que los padres fueron asesinados y mutilados. En Tierra del Fuego, donde el dinero hace también la ley, todo ha sido siempre muy complicado, y así, nadie quería excederse nunca en sus declaraciones. Thomas Bridge lo sabía perfectamente. Por tal motivo, se limitó a escribir que Anselmo el Perro encontró a dos niños Selk’nam –un varón de doce años, y una niña de diez– al sur del río Agua Paulatina y al norte del río Agua Rauda, y decidió por su cuenta entregarlos a la Misión Anglicana, para lo cual marchó con ellos cuatro días en dirección del sur. Drimys concluyó su historia diciendo que la mañana siguiente recibieron en bautismo los nombres con los que probablemente morirían. En todo caso, Edward Bouverie Pusey Selk’nam.
—¿Tu padre podía juntar las dos orillas de un río?
—Apenas un momento.
—¿Con las manos? ¿Con los pies? ¿Llamaba a la orilla de enfrente para que se acercara? —Julio Popper se estaba transformando lentamente en un histérico polaco, en un histérico rumano, en un histérico parisino, en un histérico bonaerense, al cual las botas comenzaban a apretarle los pies.
—No, ya te he dicho que extendía la mirada hasta la orilla de enfrente, sus ojos se curvaban enganchándola. Luego la recogía para hacer que la orilla viniera hacia él. Todo pasaba muy rápido.
—¿Muy rápido? —Julio Popper sopló casi indignado, y su rostro había enrojecido algo más, presa de emociones súbitas—. ¿Te parece normal que un hombre junte las dos orillas de un río para saltar al otro lado?
—Iuliu, es que es así. Pero un hombre junta las dos orillas de un río solo cuando está en peligro. Si lo hace con el fin de mostrar a los otros su potencia, comete un error, pues los ríos suelen perturbarse y regresar a las montañas. Esto produciría una grave alteración en nuestra tierra. —Guardó un poco de silencio mirando la colérica incredulidad en la cara del otro. Explicó después—: Mi padre era un Kon.
—Muy bien: un Kon. ¿Y qué hago yo ahora con esa palabreja?
Levantando la mirada hasta que la aceitosa luz de las lámparas que colgaban de una viga del techo le anaranjó la piel, Drimys Winteri dijo:
—Un Wizard. Un Chamán. El hechicero —traduciendo.
Aquel que interrogaba regresó hacia la ventana. Robustos copos de nieve proseguían cayendo sobre los techos y encima de las luces adosadas a lo largo de las murallas espesas, madera y barro endurecido, que constituían el marco del fortín. Drimys observó desde la penumbra los movimientos de su captor, que fumaba contemplando la nieve. En ese instante, diría más tarde, vio por primera vez latir su corazón a contraluz. El humo semejaba una larga cordada inagotable. Una sombra de perpleja cólera arrugaba la frente extensa, al término de la cual lucían los últimos desfallecientes pelos púrpura de lo que otrora fue una cabellera juvenil. Probablemente esforzándose por controlar la voz, él manifestó que ella era todavía una niña, o al menos, no una mujer completamente adulta, a lo cual Winteri respondió apartando un poco su capa de guanaco para mostrarle los pequeños pechos erectos y desnudos. Mientras lo hacía, observó que durante su estancia en la Misión Anglicana no tenía pechos. Julio Popper derramó el contenido de la cazoleta de su pipa en un tacho de agua y sentándose en el piso frente a ella, adujo que solo ahora comprendía por qué hablaba el castellano. Le replicaron en el acto que, aparte del castellano, hablaba también francés, inglés, alemán y el idioma de los Selk’nam, lo que le permitía comprender la lengua de los Tehuelches, la lengua de los Qáwaskars y la desarrollada lengua de los Yámanas, que según el mencionado Diccionario de Thomas Bridge, estaba constituida por más de treinta mil vocablos.
—Es mucho mejor que comprendas que a causa de las sucesivas Drimys Winteri que soy, para mí hay muy pocos secretos —le dijo con una leve sonrisa.
Porque además, añadió, escribía,