El corazón a contraluz. Patricio Manns

El corazón a contraluz - Patricio Manns


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la segunda. La prueba es que mató de un solo flechazo al que no era Petro Schnabel y así salvó sus dos orejas –de ella–, le salvó una vez más la vida, pero no pudo impedir que el momentáneo terror, el primero, y quizás el único en lo que llevaba de existencia, le dejara el pelo blanco para siempre. Desde ese día sintió cómo empezaba a caer en su cabeza la nieve de la muerte.

      El Jinete Insomne afirmó que recordaba perfectamente el caballuno sonido restallando sobre el hueso caballar y que ella tenía razón, porque si el azabache no alza las patas, la flecha le habría partido el rudo corazón en bandolera.

      —Y me odias con todas tus fuerzas por lo que consideras un asesinato y no un duelo, y te has dejado traer hasta aquí en espera del momento de la venganza a sangre fría.

      Drimys Winteri manifestó entonces que su raza no conocía el odio, pero sí el honor. Un Selk’nam no atacaba jamás al enemigo desarmado o en inferioridad de condiciones. El verdadero deber de un Selk’nam era proteger al enemigo desarmado. En cambio, por las cuestiones relativas al honor, solo el macho tenía facultades para actuar en la hora de pedir cuentas, y por ese motivo, Winteri no utilizó su arco –que quedó abandonado en el montículo–, cuando Edward Bouverie Pusey Selk’nam se preparó para ajusticiar al verdugo de su raza. El Verdugo de su raza sugirió que, contra lo que ella fingía creer, él se hallaba armado en permanencia, y no había ninguna razón para estimar que debía protegerlo o perdonarle la vida. En cambio, sí estimaba su deber –de Popper– protegerla a ella de sus hombres, cosa que ya había dejado bien en claro la noche anterior, cuando Winteri entró por primera vez al recinto de El Páramo.

      —A los trece años, tal vez, pero hoy no necesito protección —precisó Drimys.

      Como parecía ser su costumbre, se explayó acerca del tema tocando, en particular, la época de su formación. El padre muerto solía ver a ojo desnudo lo que los blancos apenas ven al catalejo. Ella conocía las técnicas de la visión a distancia, las cuales, sin duda, constituían una excelente forma de protección: el ojo, abandonando el cuerpo del Chamán, se dirige en línea recta hacia el o los objetos que quiere mirar, o descubrir, pero guardando siempre contacto con el hombre-médico. Esta oculta potencia, afirman los fueguinos (pues hombres-médicos Selk’nam y Yámanas la tienen), hace que el ojo se estire como un hilo de goma, y ellos pueden entonces probar separadamente, que ven sin desplazarse, objetos situados a mucha distancia, pruebas que Drimys proporcionó en Europa en el curso de ciertos congresos especializados en el estudio del Chamanismo. Para Julio Popper –y entre sus escritos figuran numerosas notas alusivas a las revelaciones de aquella noche-día– la situación se había vuelto iniciática.

      —Pero si es así, ¿cómo no me viste venir?

      —Fui yo la que alertó a Edward Bouvery Pusey Selk’nam. Él no estaba todavía preparado para verte con anticipación. No solo sentí tu sombra cabalgando en nuestra dirección: también vi la sangre que manchaba tus manos, y reconocí esa sangre como sangre Selk’nam y supe tu nombre a causa de esa sangre.

      Por primera vez la mano del acariciador de órganos sexuales masculinos muertos se estiró para tocar la piel desnuda de Drimys Winteri, a la altura de uno de sus hombros. No fue, sin embargo, un agasajo amoroso, sino un tanteo antropológico. (“La piel de los Selk’nam parece mórbida, delicada, suave al tacto –escribiría–, produciendo, cuando uno desliza la mano, un ruido semejante al de palpar o sobar trozos de seda o raso. Es una piel siempre cálida, no obstante las bajas temperaturas ambientales”).

      —Escucha, Drimys Winteri: esta es una tierra árida, una tierra desértica, una tierra incultivable, el único hueco del mundo donde ningún dios puso nunca el pie. El sol está a muchos más años luz de aquí que de cualquiera otra región del planeta. Cuando uno habita parajes semejantes termina por olvidarse del calor y de la luz. Es una tierra árida por arriba, también, porque no tiene estrellas, no tiene sol, no tiene luna, no tiene norte, no tiene oeste, no tiene este: apenas tiene sur, y entonces solo puedes orientarte emboscando las auroras boreales. Cuando uno ve las cascadas que caen de las montañas, termina por creer que los verdaderos ríos son verticales y echan sus aguas en un océano que se halla debajo de la tierra. Yo he corrido mucho mundo en pos de un proyecto que diera sentido a mi vida: he vagado por calles policromas en las frágiles ciudades del Japón, he navegado entero el más grande de los ríos de China, he cabalgado por las riberas de los lagos de Siberia, he hecho y rehecho múltiples caminos de Europa, he dormido bajo los mosquiteros de la Nouvelle Orléans, he marchado calzando babuchas por las calles del Comptoir francés de Chandernagor, en la India, he contado los barcos entrando y saliendo del puerto de la Habana Vieja, en Cuba, he palpado el vasto desenfreno colonial europeo en los falsos imperios de México y Brasil, y he llegado por fin aquí, y es aquí donde por fin he intuido el verdadero cuerpo de mi proyecto. Si algo debo hacer, es en Tierra del Fuego donde puedo. Pero tu raza me rechazó como a un enemigo, asalta a sangre y fuego mis establecimientos, embosca a mis hombres, roba mi ganado, mis caballos, y jamás he logrado que uno solo de sus miembros me dirija la palabra, escuche mis argumentos, comprenda mis razones, salvo tú. Pero ahora me doy cuenta que has dejado de ser Selk’nam, o al menos, completamente Selk’nam, y que poco a poco has ido cortando las raíces con tu pueblo. Entretanto los estancieros los exterminan, cada día hay más estancias, menos Selk’nam, y a mí me cargan los muertos por los que ellos pagan y ni siquiera entierran. ¿Puedes comprender lo que te digo?

      —Apenas te vio sobre el caballo, Edward Bouverie Pusey Selk’nam dijo que si nos mostrábamos, nos matarías a los dos. Nos matarías sin ninguna razón, porque antes de hablar, dijo, tú disparas. Y solamente con él podías comunicarte.

      El Caballero Orófago fue informado que desde hacía años –l886– estaba exterminando la raza, que los mayores afirmaban haberlo visto matando ya la mitad de los restos de su gente. Y esa voz sombría enumerando las lentas cifras guturales del genocidio debieron arrancarle de sus casillas, pues propinó un puñetazo contra el dintel de la puerta, luego giró por enésima vez hacia la ventana y acechó de nuevo el exterior. La nieve continuaba insistiendo, muy espesa y muy atravesada. Ella diría que leyó, tras las arrugas del que pensaba: “Enormes plumas de cisne”. Había imaginarias armados en lo alto de las torretas, y detrás de la sólida cerca de barro y de madera. Y había ciudades negras suspendidas sobre las cabezas de los imaginarias, apenas delineadas por las trémulas burbujas de luz manando de las farolas, solo visibles desde el interior. El cuarto de Popper –que era a la vez dormitorio, escritorio, biblioteca, bar, y a ratos comedor– se situaba en el centro del piso alto, misteriosa atalaya desde la cual vigilaba buena parte del contorno, la actividad de los imaginarias, y las ciudades imaginadas, colgando al revés sobre las gorras de piel con viseras negras. Volviéndose masculló:

      —Todo el mundo mata aquí. Mata la vulpeja, mata el águila. Mata el que busca oro y mata el que busca al buscador de oro. El mismo oro mata enormemente. Mata el mar a los marinos, los blancos se matan entre sí. Incluso los blancos, los rapiñadores de oro, los cazadores de orejas y los Selk’nam atacan El Páramo por turno. Y el único acusado soy yo. ¿Qué dices a eso?

      —Que los Selk’nam no matan a los Selk’nam.

      En seguida, la voz suave acumuló nuevos reproches diciendo que decían que llevaba la muerte entre las manos y el oro entre los dientes, y él dijo que el oro no era suyo, que jamás guardaba oro en El Páramo, que todo el oro –media tonelada cada año, producida por su cosechadora– se iba a Buenos Aires, a manos de empresas controladas por políticos enquistados en Ministerios, Tribunales, Catedrales, Regimientos, La Bolsa, las Estancias gigantescas. La suavidad gutural preguntó si era tan importante el oro para él, más importante, insistió, que la vida humana, y él tuvo que reconocer que la cosecha del oro le permitía cumplir con sus propósitos visibles: explorar el país de los Selk’nam, poner orden en el caos, bautizar los ríos, las caletas, las ensenadas, las montañas, los accidentes de la tundra, las bahías donde un día humearían los puertos. Y levantar cartas geográficas cada vez más detalladas, y tomar posesión de cada sitio en nombre del Gobierno argentino y la Sociedad Geográfica de Buenos Aires. A lo que se le formuló una sorprendente requisitoria:

      —¿Tienes también propósitos invisibles?

      —Como


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