El corazón a contraluz. Patricio Manns

El corazón a contraluz - Patricio Manns


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sustituían a las hachas para limpiar las tierras, no de árboles, porque allá los árboles forman parte de una antiquísima leyenda, sino de hombres. Las hachas, las hoces, desbrozarían a lo más la mala hierba, los bosques que no habían vuelto a nacer todavía. Los fusiles preludiaban en cambio la muerte de unos hombres que habitaban esos parajes mucho antes que la primera de las pirámides del mundo hurgara las entrañas del cielo con su cuerno de luz.

      Pero solo una parte de los hombres subía hasta La Pulpería. Los otros quedaban de imaginaria, como en los viejos cuarteles de los viejos ejércitos. El capitán Julio Popper –que había sido efectivamente ingeniero de zapadores en alguna que otra misión del ejército francés, en particular durante su estadía en el Comptoir de Chandernagor, en la India, tras su paso por la Escuela Politécnica de París– había rescatado esa palabra compuesta “de imaginaria”. Porque no resultaba lo mismo decirle a esa marejada de gaznápiros desharrapados y malolientes, pero intensamente épicos y colosales soñadores de ciudades: “—Ustedes ocho se me quedan de guardia esta noche”, que asestarles con un aire de marcial complicidad: “—Esta noche, ustedes diez se me quedan de imaginaria—”. Así, el sufrimiento que cada uno había descifrado ya en incontables horas de soledad y miedo, se transmutaba en poesía. El imaginaria solía contar las estrellas y medir el volumen de las nubes cuando eran visibles, apoyado en los portones de la entrada principal de El Páramo. O bien, mirar hacia la noche cerrada desde cualquiera de las torretas construidas sobre el muro rectangular –mezcla de troncos, piedras, tierra gredosa y largas trenzas de coirón, para mantenerlo durable, sólido y útil–, escuchando los gritos, los denuestos, el eufórico sonido de los que se encontraban en La Pulpería, distante un par de kilómetros, a lo largo del camino empinado que partía de la fortaleza. Al mismo tiempo, capturaban con la mirada gruesas nubes preñadas de agua o de nieve, las que parecían volar al encuentro de las casas, de los talleres, de la Cosechadora de Oro, de los establos, de las bodegas, de la armería, del polvorín, bajando primero invisibles por las laderas de la invisible Cordillera Carmen Sylva. O todavía, castañeteando los dientes en las madrugadas glaciales de Tierra del Fuego, cuando el viento del invierno, desgajándose sobre la tundra, arrancaba las orejas, disolvía las fosas nasales, trituraba los labios, trizaba los dientes, si el hombre de imaginaria no abrigaba su rostro, su cráneo, su cuello, bajo la rústica capa maternal cosida con la piel de los chiporros muertos. De pie aguardaban los asaltos, a veces organizados en el acontecer inevitable de la modorra, a veces precedidos por un grito real del primer imaginaria caído tras una súbita descarga de flechas y venablos, o el mortífero vocabulario de los fusiles brotando de la sombra sin decir agua va. Porque Julio Popper mataba vestidos y mataba desnudos, y en consecuencia, El Páramo era el punto de anclaje de los furores convergentes de desnudos y vestidos. Metiéndose mucho en lo oscuro, pegándose a los postones en los que se enroscaban las lenguas del hielo, o dejando pasar con un esquive los brochazos de nieve que se acumulaban en el suelo, o se iban desperdigando en ráfagas violentas, destruida su inocencia aparente por la memorable revelación ciclópea de los ventarrones de fin de mundo, el imaginaria se acurrucaba gimiendo, maldiciendo, defendiendo su vida del abrazo parásito de la muerte, que nunca dejaba de rondar alrededor de su desvelo o su modorra, de su estar vivo o de su estar cansado. El imaginaria tosía entonces para escuchar la certeza de su vida, para preguntarles a los demás imaginarias si él estaba vivo y si los otros lo estaban todavía. Y a lo lejos, respondían sus compañeros de imaginaria con sus toses singulares: tosiéndose en la noche los unos a los otros, perros yertos ladrándose sin gozo para reconocerse, para comprobar que inmóviles, seguían marchando sin moverse hacia el alba, y que en la mesa suculenta del alba los esperaba humeando una taza inmortal de caluroso café con aguardiente.

      Hasta los puestos de vigilia venían entonces, en mitad de alguna calma, las sombras incorpóreas de ciudades ya vividas, ya canceladas en la opción del soñador, convertidas en obsesión solo por irrecuperables. Bajo condiciones normales nadie hubiera vuelto a pensar en ellas, puesto que, a causa del tiempo transcurrido, no se podía retornar a ellas mismas. A lo sumo, lograrían ingresar a otra ciudad, que ocuparía entonces el sitio de la anterior, una ciudad reconstruida sobre la antigua, la que moraba en el recuerdo enfermo. En general, las ciudades entrevistas durante la vigilia tienen nombres, figuran en los mapas, y lo mismo sucede con los ríos, con los puertos, las calles, las colinas circundantes, los parques. Y los monumentos de Generales de hierro –solo en las estatuas– cabalgando caballos de hierro, cagados por muchas generaciones de palomas, erguidos sobre una gloria apócrifa, empuñando una apócrifa espada, contenidos al interior de un bélico gesto apócrifo, frente a apócrifos enemigos, lanzando un alarido apócrifo, remedo de la eternidad indiferente, eternidad también cagada por los pájaros. Si un hombre abandona un día aquello, en la memoria de este hombre resurgirá, pero apenas el todo hacinado como una nube de escombros. Las piezas que componen el pasado son nada más que rompecabezas de humo. Y es por tal motivo que el imaginaria veía desfilar bajo la luna o sobre la nieve, los restos petrificados de la totalidad de lo que creía atesorar como suyo, y que no era otra cosa que un empecinado desarrollo tumoral en el maduro espejismo del inconsciente.

      —Oh Carcassone, oh Montmorency, oh Hemmebont, oh Nevers, oh Arràs —murmurarían los labios escarchados de los imaginarias galos. Al anca de los imaginarias cosacos, galoparían Dnieperpetrvsk, y Majach Kala, y Gómel, y Zitomir, y hundido en la frígida resaca ultramarina, adosado al costado occidental de la estepa siberiana, San Petersburgo, donde por aquel entonces Alexander Borodin componía sus óperas, sus sinfonías y sus poemas sinfónicos entre dos campañas militares sobre el Asia Central. A varios, que estaban cerca de allí, les caerían encima las escamas plateadas de Trabzón, de Bursa, de Esmirna, de Uskudar. Más lejos, soñolientos, inertes entre el abismo negro de arriba y el abismo blanco de abajo, se hallarían los que espejeaban con Mulhacén, Badalona, Zaragoza, Vigo o Motril. A cualquiera de ellos, Timisoara se le derrumbaba en el oeste del fortín, pegándose con algún arbitrio a Galatz o a Bucarest. Y esta ciudad –¿qué duda podría caber?– fantasmearía en la pipa de opio de Julio Popper, que vigilaba desde su cuarto la vigilancia de los imaginarias. Quizás por el este, fueron reconstituidas, desdibujadas y giratorias, bañadas por un sol obsceno de tan anacrónicas que resultaban al ser soñadas allí, Taormina, Agrigento, Siracusa, Foggia o Reggio di Calabria. Varios juraron un día que recordaban perfectamente Inveraray. Uno admitió que soñaba con Ayt, el segundo con Liverpool, el tercero con Reading, y el cuarto con Bournemouth. Los lentos pasos con que los imaginarias calentaban los pies hollando la nieve, repercutían como los pasos de otros hombres que marchaban en ese momento, calentando los pies sobre nieves parecidas, pero distantes, caídas en Groningue, Sarrebruck, Kiel, Erfurt, Wilhelmhaven, Hamburgo. O en Bjelovar, en Zadar, en Subótica, ¿y por qué no?, en Kecskomet, en Veszpren, en Nagykanzsa. Los imaginarias más callados parecían venir de Carinthia, de Graz, de Klagenfurt. Sus émulos, de Plovdiv, de Stara Yagora, de Varna. Sus competidores, de Brno, de Bratislava, de Tatras, de Maránske Lázné (también soñada por los de lengua alemana con el nombre de Marienbad). Los de voz dulce y puño duro, eran capaces de oler a distancia la primavera de Porto, o la lluvia tibia cayendo sobre Mondago, y el frío océano del Finis Terrae les recordaría, por contraposición, o una operación de analogía antipódica, el manso y caliente mar de Sétubal o El Algarbe. Habían llegado verdaderamente de lejos los imaginarias del capitán Julio Popper, los jugadores de cartas, los afiladores de cuchillos, los deshollinadores de la memoria, pero en manos del explorador eran una sola y misma entidad, un solo hombre múltiple, necesitado, rencoroso, defendiendo con ciega constancia sus postreros días a costa de los pavorosos postreros días de la raza fueguina, la raza primigenia del Onasín. Es decir, las tierras usurpadas por Popper. Es decir, la Isla Grande de Tierra del Fuego.

      —No somos extranjeros en esta parte del mundo, soldados, los extranjeros son todos los otros. Aquí manda y hace tierra el que sabe leer, el que tira primero y mejor. Aquí manda el que enarbola la bandera del progreso como divisa. Yo reconozco América en estas cuatro palabras: Descubrimiento, Conquista, Colonización y Rapiña. Son los otros los que se han llevado todo. Yo lo gano para dejarlo aquí, y quien no está conmigo, está en mi contra.

      Por tales razones había noches en que sobre El Páramo caía de repente una lluvia de balas o una lluvia de flechas, y los imaginarias, y los que reposaban en La Pulpería perdiendo sus magros jornales para atravesar una noche más, y los


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