El corazón a contraluz. Patricio Manns
del caballo y del ñandú, dormir sobre la nieve sin la capa, calmar la fiebre o la ansiedad de un hombre sorbiéndola desde un invisible agujero que ella sabía encontrar en la frente del enfermo. Y también aparecer y desaparecer. De todo ello, Julio Popper apenas estaba al tanto de que hablaba alemán (razón por la cual no la había matado, mintió un rato antes, al comenzar la tarde), pues conocía la existencia de Drimys Winteri a través de las historias que urdía el estanciero Rodolfo Stübenrauch, quien, desde un tiempo a esta parte, se ocupaba de los asuntos de Popper en Punta Arenas, capital de la Patagonia Chilena (pues también existe una Patagonia Argentina).
—¡Stübenrauch! —exclamó de pronto Drimys, y el cosechador de oro notó que ella le miraba la cabeza como si se tratase de un papiro en el cual la Chamana pudiera leer. Sus ojos negros tenían en el iris un diamante amarillo. El nombre del alemán parecía haberla excitado y una violencia inopinada le zarandeaba el corazón.
—Sí, Stübenrauch. ¿Qué captura fue aquélla? ¿La segunda? ¿La tercera?
—La tercera eres tú —dijo la cautiva.
El capitán saltó sobre el taco de sus botas y volvió a medir la habitación con grandes zancadas, aunque su gesto podía en realidad denotar ofuscación, o tal vez, incomodidad frente a la agudeza penetrante de los ojos Selk’nam.
—¿Qué significa Walaway? —preguntó.
—Viento salvaje de la tundra. Los Yámanas lo llaman Sofkyas kasta poyok, es decir, El viento que arranca los pelos.
—¿Y Drimys Winteri?
Ella no contestó directamente. Lo hizo así:
—¿Conoces a Darwin?
Julio Popper parecía esperar la contrapregunta. Regresó al anaquel de los libros, escogió, extrajo un volumen cuyo largo título Drimys pudo ver sin acercarse, con solo aguzar los ojos: Journal of Research into the Natural History during the Voyage around the World, lo abrió en una página desde la cual cayó al suelo un papel marcapausas, y leyó lentamente, casi con inquina, acentuando la voz en los epítetos: “...los innobles y asquerosos salvajes que hemos visto en la Tierra del Fuego”.
La agredida movió la cabeza asintiendo con cierta gravedad. Pero dijo sin inmutarse:
—Magnolia Salvaje de la Tierra del Fuego. Es el nombre que el «Schweindarwin» sugirió para la flor del canelo fueguino.
Volvió a cambiar la posición de sus largas piernas replegándolas bajo su cobertura de animal cazado y muerto. En efecto, era poco más que una adolescente, pero en la medialuz, su pelo blanco, lacio, recortado en la frente y alargado sobre la espalda, le confería el aspecto de una anciana que afirmaba ya un zapato en el crepúsculo y el otro en el sepulcro. Tal contradicción, muy visible, producía sin duda en Popper un malestar confuso que ella percibía claramente. Con suavidad, le informó que antes de su llegada, mucho mundo hablaba castellano allí, y el Polaco, enrojeciendo una vez más, levantó la voz para gritar que lo sabía, que estaba consciente de no haber traído nada nuevo, y por lo demás, el castellano era para él una lengua secundaria, pues desde su infancia se expresaba en rumano, y desde su juventud en francés y en otras lenguas cultas. Con mayor suavidad aún, ella retrucó que no era cierto que no había traído nada.
—¿Cómo es eso? —dijo Popper—. ¿Acaso no lo sé yo mismo?
—Has traído la muerte. La muerte por la muerte, y esto es algo nuevo aquí.
Él pareció huir hasta la ventana como si necesitara contemplar una y otra vez la inagotable caída de la nieve crepuscular. Aun a media tarde, en aquella época del año, allí es siempre de noche. Drimys lanzó la mirada en línea recta contra su pecho y vio de nuevo latir su corazón a contraluz. Era una luz que abría su corola detrás de la masa oscura agitándose reguladamente, pero que no venía por cierto de la noche. Eran latidos rápidos, latidos de un hombre que se enerva de repente y puede elegir, en consecuencia, una actitud agresiva.
—Te has fugado de los Anglicanos para prostituirte con Stübenrauch —murmuró despacio, pero como si el asunto le doliera en carne propia, como si ella no hubiera tenido jamás derecho a disponer de sí misma y su único deber fuera aguardarlo inmóvil en la soledad de la tundra, en una oquedad de la montaña—. Te has fugado para prostituirte —repitió, y hubo como un temblor en su barba roja—. Eres una pequeña putilla de la Tierra del Fuego, Stübenrauch tiene razón.
La pequeña putilla de la Tierra del Fuego sonrió misteriosa e indulgente, quizás porque él no estaba mirando. Fijaba con sus ojos entrecerrados la cantidad de nieve que se espesaba abajo, en el patio, la última luz yéndose, las sombras dejándose caer en el brasero apagado de la noche, una sombra de volutas, un humo diluido que bajaba del espacio y se iba apozando sobre el cercado rectángulo de El Páramo. Dijo algunas cosas sorprendentes, sin quitar los ojos del corazón de Popper que, tictaqueando, cortaba de través los infinitos testículos de la nieve. Empezó explicando que su cuerpo no tenía ninguna necesidad de relación con otro cuerpo, pues ella podía suplir en sí misma todo el conjunto de datos que derivarían de semejante contacto. Agregó con su voz ronca y lenta, la cual cobraba a ratos giros guturales, que no todos los Selk’nam eran idénticos, y algunos, como el padre muerto, aquel que juntaba las dos orillas de un río para saltar al otro lado, podía caminar también sobre el fuego, permanecer bajo el agua helada muchas horas, trepar por un árbol alto hasta perderse arriba, en la noche, y excavar peldaños en una cascada para remontarla hasta encontrar a Kuanip, el hijo de la montaña roja que queda al sur de la Isla de Haberton. Ese género de hombres se comportaba normalmente cuando lo quería, y anormalmente si lo consideraba necesario.
Julio Popper levantó la mano derecha deteniendo el lento torrente del discurso, rendido inquietante a causa de la luz y de la hora, y afirmó:
—Los Chamanes no existen, los Chamanes son un invento del medioevo, yo soy un ingeniero zapador, un hombre cartesiano, y a la vez, racionalista, y me considero para siempre a cubierto de esa clase de taumaturgias.
Por primera vez desde que había comenzado el interrogatorio –desde que Popper despertó, varias horas atrás, y la divisó en cuclillas, en un rincón oscuro, lejos de la luz, mirándolo–, Drimys Winteri se puso de pie y se acercó al capitán.
—Cada vez que vienes hasta la ventana yo puedo ver latir tu corazón a contraluz —dijo dulcemente.
El bautizador de ríos y montañas chasqueó los labios con profundo disgusto. Ella hizo notar entonces que incluso los Chamanes Selk’nam no podían nada contra ciertas armas de los blancos: un rémington, el aguardiente, la tuberculosis, la sífilis. El Selk’nam no poseía anticuerpos y a causa de ello podía ser asesinado con un beso. En el organismo de un Selk’nam ningún blanco hallaría jamás un bacilo en estado latente. Las razas patagonas y fueguinas que tuvieron contacto sexual con los blancos habían ido asegurando su propia exterminación. Los Selk’nam lo sabían y por eso evitaban toda relación física con extranjeros, los que solo podían matarlos disparándoles a distancia.
—Entonces vivirás en peligro perpetuo —dijo Popper, ahora burlón. Estaba encendiendo una nueva pipa y la miraba como una curiosidad—. Basta que te tosa sobre la chata nariz para matarte.
—He vivido entre blancos —respondió Winteri—, en Alemania, en Francia, en España, con familias de Punta Arenas, en Congregaciones Religiosas. Tu tos no puede matarme ya, ni tampoco tu beso.
—¿Beso? —dijo Popper—. Yo no beso, yo duermo solo. Aquí serás apenas una pieza de museo.
De una botella de greda sirvió una ración de aguardiente en una copa de greda y de un sorbo despachó el brebaje.
—Tu padre no puede haber sido Chamán —declaró—. Si los Chamanes existen, ellos viven sumamente lejos de tu toldo de pieles.
—Los Chamanes solo viven en toldos de pieles.
—Tendrías que probarlo. —Volvió a llenar su copa—. Tendrías que traer aquí mismo la prueba —golpeaba el piso de madera con el taco de su bota derecha—, ponerla