Hinault. William Fotheringham
también puedes convertirlo en un juego.
Bernard Hinault.
Bernard Hinault estaba atrapado. Hundido en el asiento del copiloto de aquel coche, en una calle de la ciudad normanda de Lisieux, no tenía dónde ir. Abrir la puerta le resultaba imposible, tal era la multitud. Tampoco podía bajar la ventanilla: demasiados cuerpos se apretujadan contra ella. Era una agradable tarde de mediados de verano, mientras el sol se encaminaba hacia el ocaso. Multitud de aficionados habían acudido hasta allí y llevaban ya un buen rato esperando. Ancianos, jóvenes, hombres, mujeres… todos querían verlo, tocarlo, pedirle un autógrafo.
Hinault se había demorado tanto como era de esperar para la salida del critérium de Lisieux, el 23 de julio de 1985, mientras que, según pasaba la tarde, se congregaba una multitud anticipándose a su llegada. Los primeros llegaron para asegurarse los mejores lugares del circuito; el resto se fue moviendo como por osmosis, llenando cada hueco libre de las aceras frente al edificio en el que los ciclistas debían cambiarse. La expectación era comprensible: dos días antes Hinault había logrado su quinto Tour de Francia, uniendo su nombre a los de Eddy Merckx y Jacques Anquetil en los libros de récords. Y aquí estaba, en carne y hueso.
No logro recordar cómo pudo, por fin, salir del coche y llegar hasta la puerta de los vestuarios. Pero lo que sí recuerdo es que, aunque todo hacía presagiar que presenciaríamos una muestra de aquella agresividad tan típica del Tejón qué menos que un bufido, si es que no sacaba las garras a relucir—, lo cierto es que no vimos nada parecido. Permaneció en su asiento, sereno, esperando a que los organizadores sacaran, de una vez, algo de músculo para hacerle un hueco por el que poder salir. Parecía sorprendentemente menudo —es uno de esos ciclistas que, cuando están sobre su bicicleta, dan la sensación de ser mucho más grandes de lo que lo son cuando se bajan de ella—, y tenía cierto aire de cansancio, algo poco sorprendente. No ganó. Ese privilegio se lo llevó el ciclista «local» Thierry Marie, neoprofesional que acababa de completar su primer Tour.
Yo no formaba parte de la marabunta que cercaba el coche en cuyo interior se encontraba el maillot amarillo. Y lo que es más irónico, ni tan siquiera acudí para ver a Bernard Hinault. No se puede negar que aquel Tour de 1985 tuvo su ración de drama y que se ganó un hueco en la historia, pero para muchos de nosotros el interés era mucho más provinciano. Junto con un pequeño grupo de compañeros del Etoile Sportive Livarotaise, club con sede en un pequeño pueblo dedicado a la industria quesera y de la sidra situado a quince kilómetros al sur, había acudido a ver a Thierry, que un año atrás había sido nuestro compañero. Thierry fue uno de los tres livarotais que formaron parte del gran espectáculo de aquella tarde: junto a él estaban François Lemarchand, otro neoprofesional que también acababa de terminar el Tour y Alain Percy, aficionado de primera categoría que había sido seleccionado por el equipo regional normando. Entrenábamos, bromeábamos y alternábamos con estos muchachos. Eran nuestro salvoconducto hacia el mundo de Hinault y compañía, el nodo de seis grados de separación que nos vinculaba con el Tejón.
Ese pequeño mundo que había engendrado a Hinault, Maurice Le Guilloux, Vincent Barteau, Laurent Fignon y tantos y tantos profesionales franceses desde el fin de la guerra, también era nuestro mundo. Un mundo en el que cada fin de semana había docenas de carreras, además de un buen puñado durante la semana. Había momentos del año en el que casi cada núcleo urbano de Normandía y Bretaña tenían su Prix du Comité des Fêtes o Prix du Cyclisme, por muy aislado que estuviera el villorrio o pequeña que fuera la aldea. Algunas incluso tenían dos o tres carreras durante el verano. Tanto Hinault como todos aquellos a los que veíamos habían comenzado a correr en esas carreras. Fueron escalando hasta llegar a las carreras mayores, las semiclásicas regionales en las que clubes como el nuestro defendían su orgullo; y de ahí, pasaron a la estratosfera. Esa era nuestra conexión. Para Livarot, un pequeño pueblo de lo más profundo de la Francia rural, que dos de sus ciclistas participaran en un mismo Tour era un logro extraordinario; al menos desde que los días de los equipos regionales tocaron a su fin durante la década de los 50. Era como si dos jugadores de un equipo de fútbol de pueblo jugaran la final de la Copa. Para nuestro patrón, Robert Voigt, era algo difícilmente mejorable.
Los critériums posTour sirven —servían— para que la gente pueda ver a sus héroes de cerca. Le añaden cierto toque personal a las fotografías y las noticias. Hinault había sido una parte muy importante de mi vida ciclista desde que esta diera comienzo en 1978; y, ahora, ahí estaba. Encerrado en un coche, saliendo de él para que se lo tragara un océano de cuerpos; y, después, pasando a toda velocidad en una fila de ciclistas a la que bañaban los últimos rayos del sol. Aquel pelo rizado de Hinault, sus frondosas cejas y sus siempre presentes dientes habían protagonizado las portadas de las copias de Miroir du Cyclisme que yo devoraba de adolescente. Podía perderme en su mundo hasta el punto de que, en las clases de física, para lograr hacerme regresar a la tierra de las ecuaciones y los mecheros Bunsen, el profesor tenía que echar mano de métodos de lo más abruptos, como un trozo de tiza certeramente apuntado. Los Tours y clásicas de Hinault eran los que mi difunto padre y yo habíamos escuchado por la radio, sintonizando emisoras de radio francesas de larga frecuencia, esos Tours que nos traían Jean-Rene Godart y Jean-Paul Brouchon.
Más allá de su más que obvio estatus como macho alfa dominante en el ciclismo, tampoco es que Hinault me llamara demasiado la atención. Me atraía más esa naturaleza fantasiosamente clandestina del ciclismo: el proceso de descubrir una cultura que muy pocos conocían, o por la que muy pocos se interesaban; un viaje guiado por un lenguaje que muy poca gente hablaba y cuyos medios de comunicación eran difíciles de obtener. Si quería comprar alguna revista debía ir al Soho y para escuchar la radio había que sintonizar las emisoras de radio correctas en el momento preciso. Eso sí, el ciclista que siempre reinaba en esos momentos memorables era Hinault, y el hecho de que aquellos momentos fueran tan escasos era lo que les otorgaba un mayor valor.
Durante unas vacaciones de Semana Santa que me pasé en un intercambio en 1979 no dejé de darle la lata a mis anfitriones para que me dejaran ver la París-Roubaix y la Lieja-Bastoña-Lieja, en las que Hinault se encontró entre aquellos que, impotentes, persiguieron a un Didi Thurau imperial. No recuerdo cómo encontré una radio en la que escuché la llegada al Balón de Alsacia en el Tour de 1979.
Aquel épico duelo de Hinault con Zoetemelk, tan sumido en el olvido ya como mi silueta adolescente haciendo picnic en las laderas de una colina de Devon, una tarde en la que salimos con los estudiantes franceses de intercambio cuando estos nos devolvieron la visita aquel julio. El Mundial que Hinault ganó en Sallanches, en 1980, lo pude ver por partes durante una tarde en la que estábamos de visita en nuestra ciudad hermanada de Normandía. Pude ver retazos de la carrera, interrumpidos por un largo almuerzo y un paseo en coche en el que mi hermano vomitó su Camembert.
Inspirado por aquel ataque con el que Hinault se fue del grupo al principio de la carrera de Sallanches, para escapar de la confusión que la lluvia provocaba en el pelotón, un año después intenté algo similar en los campeonatos autonómicos júnior de Devon y Cornwall. El problema es que lo que a él le salió tan bien a mí me fue fatal. En 1982 yo lucía aquella cinta amarilla y negra de Renault-Elf al estilo John McEnroe que habían popularizado Hinault y Laurent Fignon. Si el Tejón y el Profesor podían ir en contra de toda practicidad y buen gusto, ¿por qué no iba a hacer yo lo mismo?
El Tour de 1984, el de Hinault contra Fignon, fue el primero que viví íntegramente en Francia. En aquel momento no supe apreciarlo: a partir de 1990, como periodista, sería así como viviría la mayoría de Tours, a través de las pantallas de la televisión francesa y del periódico L’Équipe. Cada sobremesa de aquel bochornoso julio —siempre y cuando me lo permitieran los entrenamientos y la competición— ascendía de manera casi religiosa por la colina de Livarot que llevaba a la casa de Monsieur y Madame Vogt, en la que las cortinas tapaban el sol para que pudiéramos ver esa derrota de Hinault que tanto se demoró, y la consecuente victoria de Fignon. No pudimos evitar cierto orgullo por saber que nuestro Thierry correría un año después junto a Fignon y Guimard en el todopoderoso Renault-Elf. Visto en retrospectiva, resulta curioso recordar la alegría que nos trajo el mal ajeno de saber que Hinault había dejado a Guimard en el otoño anterior.