Hinault. William Fotheringham
años después volví a presenciar la figura de Hinault encerrada en un coche, solo que en esta ocasión no había una multitud que evitar y yo también estaba dentro del coche. Era uno de aquellos Skoda Superb familiares rojos repleto de logotipos y engalanado con todo tipo de antenas de radio que pasean a los mandamases del Tour de Francia, y nos encontrábamos en la cima de Holme Moss. El páramo de Yorkshire estaba desierto, tal y como uno se esperaría de un día laboral a finales de marzo, y un viento que parecía llegar desde el este más lejano hacía que el frío se te metiera hasta los huesos.
Toda una institución nacional trasladada a territorio extranjero, fue divertido verlo aquel día primaveral de 2014. Habían contratado a Hinault para que visitara Yorkshire y promocionar la Grand Départ del Tour, que tendría lugar aquel mismo julio en Leeds y con esa intención el francés había comenzado su visita ceremonial en aquel Skoda rojo, parando en el pub Robin Hood en Cragg Vale. Se tomó una pinta y un pequeño pastel en la misma barra; la fotografía de Simon Wilkinson aparecería en muchos periódicos. Respondió una ronda de preguntas de los medios de comunicación locales y después se puso una equipación ciclista para dar una pequeña vuelta por lo que se suponía que sería la ascensión más larga y continuada en suelo inglés, mientras un grupo de ciclistas locales lo acompañaba. Había firmado todo tipo de objetos, desde pósteres a camisetas pasando por todo tipo de banderines con los que los oriundos tenían pensado adornar los postes de telégrafo cuando el Tour pasara por allí el 5 de julio.
Los años en que Hinault era considerado el gruñón del ciclismo francés habían quedado atrás. Ya no era aquel tipo que en una ocasión dijo que le encantaría tener una chaqueta con tachuelas para ahuyentar a todos aquellos que le daban palmadas en la espalda y que tantas molestias le causaban después de las etapas. Le Blaireau se había dulcificado, convirtiéndose en algo así como una figura paterna autoritaria, como el Tejón que Kenneth Grahame describía en El viento en los sauces. Pasaba por el circo mediático y mercantil con el mismo profesionalismo del que hizo gala durante sus años sobre la bicicleta, ese profesionalismo que se convirtió en su emblema: había firmado, así que tenía que cumplir con lo que se le pedía, sin contemplaciones.
Condujimos desde Cragg Vale pasando por la cima del Moss, subiendo y bajando por aquella miríada de pequeñas ascensiones que harían de la segunda etapa de aquel Tour, que terminaba en Sheffield, una de las etapas de arranque más duras de los últimos Tours. Habló incluso con entusiasmo lírico acerca de las murallas —«imagine la habilidad, la cantidad de horas de trabajo necesarias para alzar esos muros»—, especuló con el vino que maridaría mejor en caso de cazar y cocinar uno de esos faisanes que habitan en los campos del páramo, habló sobre terrieres y le gustó la comparación entre las gentes de Yorkshire y los bretones, tan conocidos por su dureza y lo taciturnos que se muestran. Sin duda que le gustó la sucesión de pequeños descensos por las estrechas carreteras y las descarnadas ascensiones que salpicaban el final de la etapa de Sheffield. «A los ciclistas no les va a gustar para nada, sobre todo como llueva», dijo con suficiencia. «Yo mismo me habría quejado, pero seguro que me lo habría pasado muy bien aquí».
Puede decirse que la idea del ciclismo profesional como diversión murió el mismo día en el que Hinault, de manera simbólica, colgó su bicicleta de un gancho tras su carrera de despedida en noviembre de 1986. La frase se faire plaisir —divertirse, pasarlo bien— sale una y otra vez a colación mientras se habla de ciclismo con él. Puede parecer un término llamativo cuando se habla de algo que requiere de tanto sacrificio y tanto dolor como es el ciclismo profesional, pero Hinault no estaba solo en la defensa de esta idea: lo mismo pensaba Fignon. En veinticinco años cubriendo el Tour solo ha habido un vencedor al que le he escuchado decir que se divertía compitiendo: Lance Armstrong. Pero esa es otra historia.
La carrera de Hinault hizo de puente entre dos épocas. Comenzó en 1975, en un deporte que apenas había cambiado su esencia tras la Segunda Guerra Mundial —mejores bicicletas y equipamiento, mejores carreteras, pero poco más— y para cuando colgó la bicicleta, el ciclismo comenzaba a parecerse a su encarnación actual, en pleno siglo XXI. Cuando se retiró, en 1986, el ciclismo era un deporte mucho más grande, mucho más orientado a la idea de negocio y mucho más internacional, en el que la cantidad de dinero sobre la mesa era muy superior y los patrocinadores eran mucho más numerosos. Durante el primer Tour de Hinault, en 1978, en el pelotón apenas convivían once equipos, sobresaliendo los fabricantes de bicicletas sobre el resto, ya fuera como patrocinador o copatrocinador. De aquellos once equipos, seis eran franceses. Los italianos ni tan siquiera se molestaban en ir; un sueco, un irlandés y un par de británicos (Barry Hoban y Paul Sherwen) eran los únicos ciclistas no originarios de la Europa continental. En 1986, el último Tour de Hinault, la carrera contó con veintiún equipos, entre los que había dos de Colombia y uno de los EE. UU., con una mezcla de lo más diversa de patrocinadores multinacionales, y con ciclistas de Australia, Noruega, Canadá y México, además de los europeos de siempre y una plétora de americanos, tanto del norte como del sur.
Cuando seguí la victoria de Hinault en el Tour de 1985 —frente al mismo televisor en el que lo vi en 1984— la carrera había comenzado ya su transición, pasando de ser un evento meramente francés con alguna pequeña nota de participación internacional a un deporte internacional que se desarrollaba, en su mayor parte, sobre suelo francés. En cuestión de unos pocos años se había convertido en un evento global. Algunos historiadores marcan el punto de inflexión en 1981, cuando el australiano Phil Anderson sorprendió a Hinault aferrándose a su rueda durante la ascensión a la meta de Pla d’Adet, en los Pirineos, y portó el maillot amarillo unos días. Anderson fue el primer no europeo en liderar la carrera, lo que llevó a Jacques Goddet a escribir aquel editorial sobre la globalización en L’Équipe, «un Tour mondialisé». La victoria del americano Greg LeMond durante el último Tour de Hinault fue la primera de un no europeo; para el veterano periodista de L’Équipe, Pierre Chany, que los cinco primeros de la general representaran a cuatro países diferentes era la prueba fehaciente de la «completa internacionalización del Tour». Chany recordaba a sus lectores que, apenas unos pocos años atrás, habría sido inimaginable que el maillot amarillo no fuera un ciclista europeo, y estaba deseando ver llegar el día en el que ningún país dominara el ciclismo; justo lo que ha ocurrido desde la llegada de este siglo XXI.
Hinault tuvo su importancia en esta transición que se dio durante los 80. Después de que su mentor, Cyrille Guimard, fichara a LeMond, tanto él como Hinault realizaron un famoso viaje a los EE. UU., que quedó en el recuerdo sobre todo por las fotografías «vestidos de vaqueros» en las que Hinault, LeMond y el director de Renault posaban con ropajes del Salvaje Oeste. Hoy, aquello parece un punto de inflexión. Que Hinault fichara después por La Vie Claire ejemplificó ese cambio en el ciclismo: Renault era un fabricante de coches propiedad del Gobierno, con toda la carga emocional que aquello acarreaba, mientras que La Vie Claire era una cadena de tiendas de comida saludable dirigida por el carismático —y truhan— capitalista Bernard Tapie. Su maillot, inspirado en la obra de Mondrian, rebosaba modernidad. Introduciendo a Tapie en el ciclismo, Hinault trajo las grandes fortunas.
Hay otro aspecto en el que también se reconoce a Hinault como el último gran campeón del ciclismo. Desde que se retiró, ningún ciclista que haya ganado el Tour de Francia —en el fondo, podemos decir que ningún ciclista— ha disputado toda la temporada con el objetivo de ganar todo en lo que participase. «Puede que sea el último de su estirpe, compitiendo desde primavera hasta el otoño, triunfando en todos los terrenos, sumando una gesta tras otra, hasta conseguir el segundo mayor palmarés de la historia del ciclismo, solo detrás de Eddy Merckx», escribió Olivier Margot en la introducción para el libro de L’Équipe que celebraba el centenario del Tour de Francia, en 2003.
Fignon secundaba a Margot, apuntando que el enfoque reduccionista de centrarse solo en el Tour de Francia ha reducido la talla de aquellos campeones que lo han adoptado: «Cuando Hinault estaba en forma se quitaba a todos de encima; ganaba todo lo que podía, desde el arranque de la temporada hasta el final. Por entonces, los grandes ciclistas, los campeones, no hacían las cosas a medias. Cuando el Tejón ganaba, lo hacía a lo grande».
«Con Hinault pasaban cosas, así de simple; como caerse en la Dauphiné [1977] y ganarla, o dominar la Lieja-Bastoña-Lieja