Hinault. William Fotheringham
En 1978 el periodista americano Felix Magowan podía afirmar que «en los países latinos el ciclismo es un deporte que practican, sobre todo, los menos favorecidos de la sociedad, los que, si no se dedican a ello, se dedicarían al boxeo… La mayoría de ciclistas son hijos de campesinos, ya sean jornaleros sin tierra o pequeños terratenientes. En Francia la mayoría provienen de la región de Bretaña, la provincia en la que el ciclismo disfruta de una popularidad similar a la que tiene en Bélgica». A finales de los 80 aquello prácticamente había desaparecido, en parte porque la mezcla internacional que nutría el pelotón profesional hacía que los ciclistas potenciales vinieran de un estrato social alejado de su tradicional campo de cultivo industrial y agrícola; pero, también, porque el cambio económico del que se benefició Europa hizo que cada vez hubiera menos agricultores y trabajadores industriales que necesitasen del ciclismo como una manera de escapar a su suerte. Durante los años en que Hinault fue profesional el ciclismo cambió su mezcla sociológica lo suficiente como para que Margot lo describiera como «uno de los últimos representantes simbólicos de la sufrida clase trabajadora».
Sin embargo, está más comúnmente aceptado que Hinault fue el último de los grandes patrones del deporte, una serie de figuras autoritarias que datan de los primeros años del ciclismo. Eran los hombres con el carácter más duro y las piernas más fuertes, los que dictaban el ritmo al que debía disputarse la carrera y ejercían su influencia sobre los organizadores y el resto de equipos. Sus caprichos podían afectar a las opciones de las que disfrutaban sus compañeros de profesión en otras carreras, valiéndose de su influencia para decidir el dinero que los ciclistas inferiores recibían en las carreras en las que eran contratados. Los patrones —Merckx, Rik Van Looy, Hinault, Anquetil— eran una mezcla de líder sindical y jefe de la mafia, pero con una cosa en común: reinaron sobre el deporte tanto de músculo como de palabra. Hinault estableció su estatus de patrón desde muy pronto, cuando desafió a los organizadores del Tour de Francia en 1978; y seguiría mandando sobre sus compañeros hasta el final de su carrera, tras lo cual, la figura del patrón se convirtió en algo parecido a un dodo.
Hinault también fue el último en otro sentido. En 1985 se daba por sentado el dominio francés sobre el Tour, básicamente por la historia más reciente. Pensar que pudieran pasar hasta treinta años sin que un francés ganara el Tour era un completo disparate, más disparatado incluso que la idea de que la carrera pudiera dar comienzo algún día en el condado británico de Yorkshire. Ambas cosas habrían provocado risas en las cunetas llenas de hierba que circundaban el circuito del critérium de Lisieux en 1985; pero que en el año 2021 los franceses siguieran esperando al siguiente francés capaz de ganar el Tour, era impensable. Los franceses habían logrado un buen número de victorias de etapa en el Tour; y habían ganado muchísimos Tours. Entre la última victoria de Eddy Merckx, en 1974, y la última de Hinault, 1985, los franceses habían conseguido nueve Tours de once posibles, cinco para Hinault y otros dos tanto para Fignon como para Thévenet. Los ocho años transcurridos entre Thévenet en 1975 y Roger Pingeon en 1967 parecían ya un espacio gigantesco, amén de una aberración —provocada por la excepcional valía de Merckx—, si se pensaba que en las décadas de los 50 y 60 los franceses habían presenciado victorias nacionales a montones.
Como tanto le encanta decir a los deportistas franceses, lo que hoy es cierto no tiene por qué serlo mañana. Las cosas cambian con gran rapidez. En 1990, cuando cubrí el Tour como periodista por primera vez, el dominio local comenzaba a tambalearse: las lesiones habían perseguido a Fignon, pero su casi victoria de 1989 hacía que todavía hubiera que contar con él como aspirante a lograr el Tour; y en Francia no había quien se acercara a su talla. Desde aquel momento, el declive fue tan pronunciado que cuando llegaron los 2000 incluso el mero hecho de que un francés ganara una etapa se convirtió en algo excepcional.
El escándalo de dopaje del Festina en 1998 fue un torpedo directo a la línea de flotación del ciclismo en Francia; se demostró, de manera humillante, que el mejor equipo del país, liderado por el favorito de la afición, Richard Virenque, se cimentaba sobre un dopaje institucionalizado, en el que toda una hilera de equipos y ciclistas estaban también implicados. Bajo aquella incertidumbre se multiplicaron las pruebas que demostraban el declive del ciclismo de base en Francia, desde propietarios de tiendas de bicicletas que se quejaban de que los jóvenes ya no querían competir en bicicleta hasta organizadores de carreras —en la misma zona de Normandía en la que el calendario había sido tan prolífico cuando yo corría allí apenas veinte años atrás—, que al paso del trazado del Tour blandían letreros en los que denunciaban que la federación nacional no mostraba interés alguno en las carreras locales. No es de extrañar que el ciclismo francés se llenara de pesimistas que consideraban que el deporte en Francia estaba en un declive permanente sin visos de recuperación. Philippe Brunel, redactor principal de L’Équipe, y el periodista Jacques Marchand se encontraban entre los que afirmaban que el público francés acabaría por darle la espalda al ciclismo de la misma manera en la que, terminados los días de Marcel Cerdan y Jean-Claude Bouttier, le dio la espalda al boxeo.
Pero el ciclismo francés no está, para nada, muerto y es probable que nunca lo esté, aunque la tortuosa búsqueda del sucesor de Hinault —no hablemos ya de un quíntuple ganador, basta con alguien que gane el Tour en una ocasión— está lejos de haber terminado. Lo que hace, por su parte, que la historia de Hinault siga, de alguna manera, inconclusa. La sucesión de Hinault es todo un problema, y no solo en Francia. ¿Por qué? Porque en la carrera que hoy en día es el principal escaparate del ciclismo «el asunto francés» sigue formando una parte crucial de la trama, y llegado el siglo XXI era algo que preocupaba a los extranjeros tanto como a los locales. Esto es así en parte porque, a diferencia de los grandes deportes de estadio, el ciclismo está definido, sobre todo, por el lugar en el que se corre. Por muchas pequeñas incursiones que haga la carrera más allá de sus fronteras, el Tour solo puede celebrarse en Francia. Pero este telón de fondo influencia la carrera de una manera en la que no puede hacerlo el lugar en el que se disputan Wimbledon o Roland Garros. La carrera atraviesa Bretaña y, mientras tanto, la afición y los medios buscan a los bretones. Dado que el Tour siempre tendrá sus raíces en Francia, los éxitos franceses repercutirán en él, atrayendo a los aficionados, atrayendo patrocinadores, engrasando los mecanismos burocráticos. Aquellos extranjeros que acuden a Francia para ver el Tour lo hacen por sus cualidades quintaesencialmente francesas, y esto incluye que los ciclistas franceses hagan un buen papel.
Volviendo a Francia, esa búsqueda de un espíritu nacional resulta comprensible. El éxito, o la falta del mismo, tiene repercusiones a lo largo de toda la cadena trófica del ciclismo, llegando al club ciclista Livarot, al critérium Lisieux y a las carreras más pequeñas. Pero viéndolo de manera más amplia, existe lo que los británicos denominaron como síndrome de Wimbledon —antes de Andy Murray, claro—: el sentido de frustración de una nación que crea un gran deporte internacional pero que se muestra incapaz de tener éxito en el mismo. El perfil mediático del Tour y la duración de la carrera hacen que, a lo largo de los últimos treinta años, la ausencia de ese campeón haya aplastado bajo su peso al país durante treinta días al año. Por eso, mientras que Bélgica dejó atrás la crisis sucesoria posterior a Merckx llegando a aceptar, de manera gradual, que no habría un segundo Caníbal, Francia sigue buscando desesperadamente a su segundo Tejón.
Aquel día de hace treinta años la multitud de Lisieux no fue a presenciar una vuelta a la época dorada del ciclismo francés, al último campeón de la época amateur o a un campeón que fuera el epítome de un deporte en plena transición, desde su páramo local al gran circo internacional; ni al último patrón. Ni tan siquiera el más pesimista habría ido a ver a un francés ganador del Tour pensando que era algo que no volvería a repetirse en mucho tiempo. Fuimos a ver a Hinault por sus méritos como campeón; que no eran pocos, precisamente.
Su palmarés en 1985 estaba prácticamente cerrado: sus cinco victorias en el Tour junto a sus tres Giros de Italia, sus dos Vueltas a España, los dobletes Giro-Tour y el Mundial de 1980. El maremágnum de victorias en carreras de un día, en ocasiones varias en una sola temporada, que en la actualidad quedan ensombrecidas bajo el interés obsesivo por el Tour: Giro de Lombardía, Lieja–Bastoña–Lieja, París–Roubaix, Amstel Gold Race, Gante–Wevelgem, Flecha Valona, el Gran Premio de las Naciones…
Pero